Lobo de Mar: un libro para pensar el problema con especies compañeras

“Lobo de Mar”, primer relato poético reunido de Olivia Milberg, recientemente publicado por Años Luz Editora, nos propone una narrativa alejada del Antropoceno, al sugerir continuidades poéticas para seguir deviniendo-con los Confinados-de-la-Tierra. Josefina Rousseaux propone una reseña de la mano de la bióloga feminista Donna Haraway.

La voz poética de Lobo de Mar, la de una niña que no ha alcanzado los diez años, nos sumerge en un mundo abisal multiespecie: peces plateados, negros y verdes, berberechos, mejillones, pejerreyes, corvinas, angelitos y tortugas. Su prosa poética nos inunda de sal, la misma que destiñe el color de los ojos de la dueña de un almacén o que prende mejilloncitos a las patas de las camas: en Lobo de Mar la humedad asedia en la piel y tira. 

El mundo que relata la niña, y que parece no ser comprendido por los adultos, es el de una catástrofe verdadera. En una casa barrida por el agua “las toninas se hincharon, se volvieron rosadas, /la carne del hocico desapareció primero, /quedó a la vista un hueso fino como un pico”. A través de su narrativa la podredumbre se torna luminosa: “las vi convertirse en pájaros nuevos, dormidos en la arena”.

En el reciente libro traducido al español, Seguir con el problema: Generar parentesco en el Chthuluceno, la bióloga feminista multiespecies, Donna J. Haraway, advierte la urgente necesidad de evocar un sentido de continuidad del mundo tal y cual lo percibimos, a partir de otras posibilidades narrativas y de pensamiento, para construir futuros más vivibles. Se trata de abonar lo que la autora denomina SF (siglas en inglés de ciencia ficción, fabulación especulativa, feminismo especulativo, entre otras posibilidades).

“Pensar, debemos pensar”, es la frase que resuena a lo largo de todo el libro y que pareciera hacer eco en la voz poética de Lobo de Mar. Pero la niña que construye este relato poético, no solo parece oír las demandas de Haraway, sino que logra pensar (y narrar) un mundo material-semiótico que podría creerse como ya desaparecido, presente o por venir. Desde la perspectiva de la bióloga estadounidense, las imágenes que percibe la niña pueden pensarse como patronajes de mundos y tiempos posibles, sustanciosos para recrear el Chthulhuceno.

 

¿Qué es el Chthuluceno?

El Chthuluceno es una de las posibilidades narrativas, y de pensamiento, capaz de subvertir los modos de pensar tal y como lo concebimos en el Antropoceno: se trata de una manera de transformar nuestra manera de habitar este planeta a través de una forma de narrar (pensar) fuera del cuento fálico de “los Humanos en la Historia”. Resulta urgente “desestabilizar mundos de pensamientos, con mundos de pensamientos”, insiste Haraway.

Este concepto, creado por la bióloga feminista, es tomado de un cuento de H.P. Lovecraft, La llamada de Chthulu, que trata de seres humanos que tienen sus mentes distorsionadas, ya que en los rituales que practican en honor al dios Chthulu —una mezcla de hombre, dragón y pulpo que vive dormido en el Océano Pacífico Sur— pueden imaginar una realidad diferente que previamente desconocían. El Chthuluceno, por tanto, no consiste en adoptar una trascendencia, una idea determinada de la vida o la muerte, sino que implica “abrazar la continuidad sinuosa del mundo terrenal, en su pasado, presente y futuro”. 

A diferencia del Antropoceno o Capitaloceno, el Chthuluceno está hecho a partir de historias y prácticas multiespecies en donde hay un devenir recíproco. En tiempos que permanecen en riesgo, tiempos precarios en los que el mundo no está terminado y el cielo no ha caído, este relato poético nos propone un presente denso en donde el orden es retejido y reconfigurado: los seres humanos son de y están con la tierra, y los poderes bióticos y abióticos de esta tierra son la historia principal.

Las cangrejas se distinguen de los cangrejos por el dibujo de su panza. Las hembras tienen un semicírculo, los machos una forma alargada, más ancha en la base que en la punta. Las cosas que se de los cangrejos las aprendí de ellos. De mi                                                                                                                                    

En este aspecto, este libro que “puede (y debe) ser leído como un relato”, tal como sugirió Lucía Cytrin en su presentación, nos advierte la urgencia de repensar nuestras prácticas con los Confinados-de-la Tierra.

En su narración multiespecie, la niña aborda la recuperación de historias complejas tan llenas de muerte como de vida: “No hay quietud en el agua, ni en la calma. //Los lobos marinos mueren en el mar, / las olas los traen a la orilla. Verlos pudrirse / nos da pena o asco. Sombras de empatía, sombras de amor. / La descomposición es una forma de movimiento. / El águila embalsamada en la cantina/ se nos aparece, en pesadillas, como un monstruo.” 

En este poema, Olivia Milberg nos ofrece la posibilidad de entender la descomposición del lobo de mar como una forma de movimiento, de desplazamiento, muy distinta a la suerte monstruosa del águila de la cantina, dejando entrever que no le interesa la reconciliación ni la restauración, sino “las posibilidades más modestas de la recuperación parcial y del mutuo entendimiento” con las especies compañeras.

Ante la pérdida de una casa que es barrida por el mar, la niña logra contarnos que, para sobrevivir de manera colaborativa en la perturbación y contaminación, hay que adquirir la habilidad de vivir entre ruinas: “La ola más grande de la noche rompió la ventana de La Luna, el rancho de Gabriela y Luis. Lo vi a Luis llorando en el pasto, la espalda contra la pared. / El mar se les metió en la cama”.

La capacidad y la práctica de duelo no son especialidad de los seres humanos, y la niña, como caminante, enredada entre algas, que rastrea líneas entre la vida y la muerte, lo sabe. Reconoce una dependencia con esas innumerables alteridades llevadas al límite de la extensión.

El logro semiótico material de la prosa de Olivia Milberg es sugerir historias de devenir-con, de inducción recíproca con las especies compañeras, cuya tarea en el vivir y el morir no es terminar la narración ni la configuración de mundos, más bien lo contrario.

 

¡Hagamos parentesco, no familias! (Make kin, not babies!) 

Luego de que el corazón de la bestia se metiera dentro de la niña, su cuerpo comienza a hincharse: “ahora los pulpos crecen en mi panza/ Los imagino traslúcidos, suaves”. Más adelante dice: “me asomó por la boca un tentáculo. Brotó de mi mucha agua”. La palabra tentáculo viene del latín “tentaculum” que significa “antena”, y de “tentare”: “sentir”, “intentar”. La niña pare seres tentaculares, capaces de crear sujeciones, separaciones, cortes y nudos. Estos seres del Chthtulu crean una diferencia, tejen senderos y consecuencias, pero no determinismos: son abiertos y a la vez anudados, construyen “humusidades”—y no humanidades— para un embrollo multiespecie habitable.

Haraway sostiene que, para Pensar el problema, “necesitamos generar parientes sinchthónicamente, simpoiéticamente. Sea lo que sea que seamos, necesitamos generar-con, devenir-con, componer-con, los confinados de la tierra”.

En esta alianza tentacular la niña no solo juega con los animales, sino que, como simbionte, juega a ser animal y deviene en uno de ellos: “Todas las noches sueño lo mismo, / estoy con mamá y papá en la plaza, se acerca un gato naranja y dice: Están en peligro. / Cuando intento avisarles a mamá y papá que nos tenemos que ir de mi boca salen maullidos”. 

La percepción de la niña deja al desnudo nuestra incapacidad de  devenir-con los otros seres vivos y no vivos de la tierra nos inhabilita a entender en dónde reside el problema: insistir en el mito asociado con el Anthropos, en tanto montaje de la narración fálica en donde las historias siempre terminan mal.

“Es muy difícil contar una historia con un actor tan malo. Los malos actores necesitan una historia, pero no toda la historia”, manifiesta Haraway. La niña nos deja entrever que allí donde solemos buscar el terror: en la bestia, en verdad encontramos un vínculo genuino, a través del cual podemos tejer lazos compañeros. Al observar la piel de espejo del lobo de mar, se da cuenta que “el impulso no es hacia afuera, sino hacia adentro”, sugiriéndonos la capacidad de encontrar una simbiosis. Pero no una simbiosis binaria, sino una que habilita la diferencia, la de habitar la otredad multiespecie.

Como señala Natalia Romero en la introducción del libro de Milberg, “Y si la fuerza del agua es la fuerza de lo onírico, es también la fuerza de lo que no tiene límites, en el mundo de Lobo de mar existe el infinito”. Para Haraway, el resurgimiento de la fuerza de la bestia, que se gesta en Terra, puede ser terrible, por que al ser simpoiéticos —sistemas producidos de manera colectiva que no tienen límites espaciales o temporales autodefinidos— su información y control se distribuyen entre sus componentes. 

La negligencia que propició la devastación del Amazonas brasilero durante agosto de 2019, que arrasó con más de 9.000 kilómetros cuadrados de vegetación y la catástrofe que está atravesando el suelo australiano, con más de 20 humanos muertos, casi un millón de animales muertos, incluidos miles de koalas que luchan por escapar, es una de las consecuencias de la historia de la Especie del Hombre como agente del Antropoceno. “Una repetición casi ridícula de la Gran Aventura Fálica, humanizadora y modernizadora, en la que el hombre, hecho a imagen de un dios desvanecido, adquiere superpoderes en su ascensión sagrado-secular, solo para acabar en una trágica detumescencia, una vez más”.

Pero de nada sirve quedarnos atónitxs frente a la pantalla. “Pensar, debemos pensar” sugiere una y otra vez Donna Haraway. Para ello debemos identificar que, tal como Hannah Arendt definió a Adolf Eichmann en relación a su accionar en los campos de exterminio nazi, la responsabilidad de esta catástrofe no está realizada por “un monstruo incomprensible, sino algo mucho más terrorífico: negligencia común y corriente: Es decir, aquí tenemos un ser humano incapaz de volver presente para sí aquello que estaba ausente, aquello que no era él, lo que el mundo es en su simple mismidad no unívoca, lo que se reclama como inherente a lo que uno no es”.

Ante el peligro de asumir que todo está terminado, que nada puede suceder, la prosa poética de Olivia Milberg abre paso a una fabulación especulativa capaz de reducir al mínimo el paso del Antropoceno por este mundo y “cultivar de manera recíproca, de todas las formas imaginables, épocas venideras, que puedan restaurar refugios”.

El último poema de Lobo de Mar cristaliza de manera notable esta subversión necesaria de nuestro modo de habitar la tierra:

Cuando lloramos Iemanjá salió de adentro nuestro/ por los ojos. / Entonces supe, en cada flor, cada puñadito de tabaco, /nos dimos un poco. / La ofrenda fuimos siempre nosotros.