–Vine a entrevistar a Black Sabath, soy un periodista. No soy un…
–¿No sos un qué?
–Un groupie
–Nosotras no somos groupies. Nosotras estamos por la música. Nosotras la inspiramos.
Kate Hudson con sus rulos angelados y su estilo setentoso fue soñada por generaciones. La película que nunca se va de la memoria de la fan, del rockero, del periodismo resuena en el fondo de la cabeza de –generalicemos– todxs quienes fueron público en un show de rock. Casi Famosos, esa autobiografía de Cameron Crowe que se estrenó en el 2000, habla del rol desigual entre esos músicos y las fans y, entre ellxs, el periodista como la otra cara de la fan. El camarín como el lugar máximo donde el erotismo está ligado al misterio del creador, del músico como objeto ante el cual se orbita para intentar descifrar quién es de verdad ese que nos hace vibrar y amar, así, a “una tonta y simple canción de rock”.
En la historia del periodismo de rock hubo esos amantes de la música que odiaron ciertos shows, ciertas bandas. En la Argentina, Patricia Perea destruyó en El Expreso Imaginario un show de Serú Girán en Córdoba. A Charly García le jodió tanto, que la convirtió en groupie para su canción Peperina, mote que la persiguió toda su vida. En Obras, en 1981, dijo: “Voy a tocar un tema de una chica que le gustaba ir a habitaciones de moteles, a ver si le daban algo. Y cuando no le daban, se enojaba. Decía ‘ay estos chicos, qué mal que tocan’. Ahora vienen hasta periodistas hombres… ¡lo que es el destape, viejo!”.
¿Qué te dan en las habitaciones de hotel? ¿Qué hay en el camarín? ¿Quién tiene el poder? Hay deseo. El relato de una chica cuenta que entre las camas hay alcohol, sigue la música, la charla desbordada, el hombre exultante, la mujer elegida para la orgía, la mujer que se debilita por la cerveza, que dice que no, en otro relato se escucha un “¿para qué viniste si no?”, la mujer que debe bancársela –¿por qué debería bancársela?–, la mujer que accede a ir, que accede a un erotismo que no sospecha desigual y después duda, después no recuerda, después se encuentra con la bombacha baja.
Un posteo que escracha a un músico y el músico se desborda. Manchado para siempre. La peste del feminismo fue a por él. Como Pez que sacó un comunicado donde dice que esto “no existió”. La voz de la mujer, el relato, negado, y el hallazgo de una forma de decir “estamos con las mujeres en su lucha, pero todo lo que dicen es mentira”. Algunxs viejxs fans intentando sostener el estado de pregunta y, al mismo tiempo, oleadas de comentarios de me rompieron el corazón, de ustedes no lo esperaba. Mujeres, hombres, esperaban que la respuesta de la banda no fuera un “no existió”, que haya espacio para la autocrítica, para la reflexión. Ningún grupo lo hizo, todos responden herméticos: “quedamos a disposición, estamos para escuchar a las víctimas”. Son ellos los que se quedan afuera del proceso de revisión que su público está haciendo hace años. Quedan en evidencia, son dejados de escuchar.
¿Qué hizo la mujer en la música, en el rock, durante tantos años? ¿Sólo adoró? Como si la admiración no fuera un elemento fundamental en el amor, como si la adoración no fuera un claro indicio de poder otorgado al otro, quien puede abusarse a traición. Las bandas de hombres, hasta las más jóvenes, las más deconstruidas en su machismo, ejercen un poder en su público. En esas bandas nuevas hay cada vez más mujeres como músicas. ¿Pero está mal ser fan? Por ahí no quiero tocar, quiero idolatrar y gozar.
En la tarima del rock los estereotipos se multiplican: las seguidoras enamoradas, los fans que quieren ser sus amigotes, lxs periodistas que opinan desde la envidia. Todxs miran hacia el escenario, todxs quieren entrar en el camarín, en el hotel. ¿Qué hay ahí?
Lo que hay ahí es el escenario (sin público) del erotismo. La ebullición privada de algunos elegidos, la excitación post show, la manija del alcohol, la conversación que se viste (a veces disfraza) de arte. Es un magnetismo, un misterio. También es, digámoslo, el lugar donde se perpetúan las relaciones abusivas entre músicos y fans.
“La culpa no es del rock, es de un par de pelotudos. El feminismo es algo bueno y el rock también. Lo que pasa con el rock es que es un lugar que te tiene que cobijar, ahí está la gravedad”, dice Andrea Álvarez, mítica baterista. La culpa tal vez no sea del rock, tampoco de la figura de la groupie, tampoco es inherente al músico. ¿O sí? No hay discusión moral acerca de las relaciones efímeras, de una noche de deseo entre adultos, con consentimiento. No es el sexo lo que está en discusión. Son las formas en que algunos músicos se relacionan con su público, la manera en la que presionan, actúan, exigen, sin entender del todo qué significa el consentimiento. Eso, en el mejor de los casos. En otros está la perversidad, en otros hay delito.
Empezó todo con las denuncias a Miguel del Pópolo de La Ola Que Quería Ser Chau, luego con Cristian Aldana de El Otro Yo, ambos casos están prontos a ir a juicio. Continuó con cientos de escraches en blogs o en las redes sociales, y hasta audios de Whatsapp que nunca se tradujeron en “denuncias” públicas. Al leer los testimonios en los blogs queda en evidencia cierto morbo por las chicas jóvenes, tan jóvenes que algunas no pueden imponer su negativa. Ellas identifican ahí un abuso, a veces no en el momento, pero resignifican lo que les pasó con el tiempo y ahora lo cuentan. Leer a las demás, hablar, ayuda a identificar.
En los descargos, algunos tipos dicen que no hubo rechazo, no hubo negativa. Lo decía Santiago Nabaes en una nota en LatFem, hay acciones que los hombres realizan sin percibirlas como una violación: “Parte de la lucha del feminismo es por llamar violación a eso que no fue entendido así. Lo que busca el feminismo es producir una transformación de las sensibilidades y un corrimiento de los márgenes de tolerancia social hacia la violencia y la desigualdad”.
En el rock, cuando el músico te elige para hablar, cuando te lleva a ese lugar misterioso y apasionante que es el camarín, se abre un espacio de vulnerabilidad. “El músico”, en masculino, porque no hay registro de esas prácticas en las rockeras. Quien no está acostumbradx a esos espacios íntimos está en relación de desigualdad frente al hombre deseado, el idolatrado. Al leer algunos de los testimonios, por ejemplo, contra Jean Deon, de Michael Mike, ex Diosque, se ve la perversidad, pero también en el relato de esas mujeres está la clave para entender qué es el consentimiento. Un fragmento: “Lo más loco de todo eso es que a pesar de que la situación me incomodaba, nunca encontraba la manera de decirle que no definitivamente, o que me deje en paz. Accedí a verlo un par de veces más y la situación se repetía, yo siempre terminaba sintiéndome mal por haber aceptado. Terminaba haciendo cosas que no tenía ganas”.
Vuelvo a Andrea Álvarez: “No tiene que ver con el rock, tiene que ver con una situación de poder. La mayoría de los músicos varones se salva de este estigma de abusador o violador. Yo apuntaría a otro lado: qué nos pasa las mujeres que no podemos superar esa adicción a los malos de la película, por qué nos intentamos empoderar desde ahí. A veces con las denuncias pareciera que las pibas quieren venganza para nivelarse con los pibes. Hay algo en nuestra educación que nos gusta el malo y nos enganchamos con eso. Hay que abrazar a las pibas, porque muchas hasta cuando escrachan siguen enganchadas. Encuentran una identidad ahí”.
No toda situación abusiva es un delito, y los escraches están exponiendo que las mujeres quieren otra forma de relacionarse, otra forma de entender el deseo. La fórmula de rockero viejo y peludo que toma lo que desea y descarta ya no va más. Aquellos que no se repiensen a sí mismos en estos nuevos términos van a quedar atrás en la línea evolutiva.