Luiza Erundina: “La propia mujer no se percibe todavía como detentora del poder”

Emergió en la política institucional a través del partido que hoy gobierna Brasil, el Partido de los Trabajadores, del que participó en su fundación en 1980. De familia campesina, luchadora por la reforma agraria, fue la primera mujer intendenta de São Paulo, la ciudad más grande de América Latina. A los 89 años, una palabra aparece constantemente en su discurso: “emancipación”. La síntesis de una trayectoria que es ejemplo para distintas generaciones. Esta entrevista forma parte de “Institucionalizadas: cuando los feminismos se vuelven parte del Estado”, una investigación transnacional de LatFem sobre Argentina, Uruguay, Chile y Brasil con apoyo de FESminismos, proyecto regional de la Fundación Friedrich Ebert (FES).

Texto em português

¿Te consideras feminista? ¿Cómo definís el feminismo?

—Es una temática estratégica desde el punto de vista de la evolución humana, porque la opresión sobre la mujer atraviesa siglos y sistemas, regímenes. Hay un rasgo muy fuerte en la trayectoria de una mujer, su origen de clase, el ambiente cultural donde ella nació y cómo reaccionó a ese marco. En el contexto de la lucha feminista, me ubico en gran parte en la lucha de clases, por derechos sociales, económicos y de emancipación. Tuve que hacer mi primera ruptura cultural e ideológica desde mi origen de clase. Soy hija de campesinos sin tierra, de una región rezagada en diversos sentidos. Cuando sos de la clase popular y estás subordinada a un mandato cultural sobre el papel de la mujer, esa determinante es muy fuerte.

O rompés con ese mandato cultural o seguís percibiendo a la mujer como reproductora de la especie, que tiene que casarse temprano, tener hijos, tantos cuantos el marido pretende. Yo rompí desde temprano con ese mandato. Yo no me quería casar. Esta fue una insubordinación silenciosa, pero determinante para todo el resto de mi vida.

Descubrí el feminismo luchando contra la opresión económica, social y de la condición de la mujer en la comunidad.

Yo creía en la emancipación de la condición de pobreza. Fue la condición de clase la que me movió, no la de género. Descubrí el feminismo luchando contra la opresión económica, social y de la condición de la mujer en la comunidad. Ese momento fue decisivo en mi vida para mi proceso de militancia, en el ejercicio del poder político, sea en partido o en gobiernos.

Yo quería estudiar y mis padres no podían pagar mi presencia en el nivel educativo correspondiente, pero encontré generosidad por parte de una tía, una viuda muy joven. Y fue a través del estudio que ascendí socialmente. Fue lo que me permitió emanciparme política, social y económicamente.

Esa experiencia me dio la convicción de que la lucha por la emancipación de la mujer, en todos sus aspectos, en una sociedad machista y patriarcal, implica tener consciencia de ello y romper con la dominación. Y para emanciparse, se tiene que capacitar, ser la mejor en lo que se hace, en un contexto donde hay predominancia masculina, sobre todo en espacios de poder.

—¿Fue en la experiencia de militancia por el derecho a la tierra que te encontrás con algunas de las demandas feministas?

—Exactamente. No empezó por las demandas feministas. Y vino junto con mi presencia en la sociedad como profesional. Yo asumí el servicio social, por ser una profesión que me acercaba mucho a las clases populares en un entorno en donde no había igualdad de derechos y de oportunidades. No había democracia, ni desde el punto de vista del acceso a la tierra. Vi una necesidad de abrazar a la lucha por la reforma agraria.

Luiza en 1989

Mi primer involucramiento político fue en la lucha a través de la Pastoral de la Tierra de la Iglesia Católica progresista en el nordeste, junto a los trabajadores campesinos organizados por la reforma agraria y el derecho de acceso a la tierra. Cuando había cambios en la política agraria en un gobierno no era en el sentido de compartir la tierra sino hacerla menos accesible incluso al trabajador. No había una legislación que asegurara una condición de trabajo con plenos derechos como había en los centros urbanos en Brasil.

Así, siempre se me impuso la necesidad de estudiar para emanciparme y juntarme a los que luchaban no por la emancipación de la mujer, sino por la del trabajador de modo general, que pasaba por la democratización de la tierra en el campo. En esa época, Brasil vivía la dictadura cívico-militar, y asociarse a la lucha por la reforma agraria significaba oponerse al régimen militar. Era considerado una subversión. Yo no lo hacía por asumirme en confrontación al régimen, yo era una trabajadora, hija de trabajadores, que entendía la necesidad de la democratización del acceso a la tierra como condición de supervivencia y realización humana.

En ese contexto, la mujer se veía sobrecargada por el hecho de ser trabajadora de la tierra y también de soportar la carga de una familia numerosa que muchas veces debía mantener sola. Es una configuración que hasta hoy predomina, con algunos matices.

En ese marco, me ví teniendo que luchar para cambiar la realidad por el interés de la clase trabajadora y, dentro de esta, de la mujer en especial. Yo tuve entonces que dejar mi lugar, el nordeste, y dejar la lucha por la democratización de la tierra.

Me ví teniendo que luchar para cambiar la realidad por el interés de la clase trabajadora y, dentro de esta, de la mujer en especial.

Migré para São Paulo (SP) contra mi voluntad. Entendía que la lucha por la reforma agraria era la principal para mi entorno, para las familias y comunidades de aquella región. Me vine a SP a contragusto, frustrada. Como asistente social, participé de un concurso público para la intendencia, fui clasificada y me mandaron a trabajar en las villas y conventillos, en la periferia pobre de la ciudad. De aquella frustración que guardaba dentro mío, de no poder quedarme en la lucha por la democratización de la tierra, me vi de nuevo encontrándome con la misma causa. En la capital, me paré con los trabajadores rurales que justamente migraron al gran centro.

—Es un entorno en donde también es muy claro el recorte de género…

—Exacto. El primer migrante de la familia del campo que llega a la gran ciudad es el hombre. Aquí él crea vínculos y abandona a la familia, o viene con la familia y la abandona aquí por las dificultades que encuentra. La que se enfrenta a los desafíos de la familia es la mujer: la que tiene la responsabilidad de alimentar a los hijos y llevar la vida adelante mientras el marido no asume su responsabilidad. Yo era soltera y no tenía ninguna inclinación a constituir familia, sabía que sería un impedimento para mi dedicación a la causa colectiva.

Yo tenía una relación directa con quienes vivían el problema, pero no tenía poder político para intervenir en los hechos que quitaban a aquellas personas las condiciones básicas para su supervivencia: salario, trabajo. Ahí me di cuenta de que tendría que buscar nuevos espacios para ampliar la lucha con las clases populares excluidas del trabajo y de condiciones de supervivencia en la ciudad.

Yo tenía una relación directa con quienes vivían el problema, pero no tenía poder político para intervenir en los hechos que quitaban a aquellas personas las condiciones básicas para su supervivencia.

Así fue que empecé la lucha sindical. Con mis colegas de profesión, recreamos una asociación profesional que había en SP, cerrada por la dictadura militar. En mi trayectoria siempre tuve que enfrentar la persecución política.

Creamos la asociación profesional y pasamos a organizar políticamente a la categoría. Era una categoría conservadora. Antes, los asistentes sociales eran profesionales conservadores. No de derecha, pero que no tenían vocación política. Es la política la que resuelve los problemas de los estratos populares. El asistente social era formado para no mezclar política y profesión porque eso comprometería el carácter científico de la profesión. Pura falacia. No querían que el asistente social se asumiera políticamente y ayudara al usuario del servicio prestado en nombre del Estado. Así, me descubrí en la política. No bastaba con el movimiento sindical.

Entré en la política por el movimiento sindical y por la lucha de la población de villas y conventillos por sus derechos básicos: la lucha de las mujeres por guarderías para sus hijos, la lucha por vivienda, por mejoría de las villas, la canalización de pequeños arroyos que comprometían la calidad sanitaria de las familias de la periferia. Vi que la lucha por derechos sociales contaba con la presencia masiva de las mujeres trabajadoras. Más allá de trabajar en las casas de personas u otra actividad que ejercieran, en el tiempo que restaba, tenían que movilizar a su vecindario para hacer la lucha más general por esos derechos sociales. Ahí me di cuenta de que el problema de las mujeres trabajadoras no era solo la falta de tierra o vivienda, era la falta de muchas cosas.

—Era una cadena de problemáticas que fuiste develando.

—Era la falta de poder. O se tiene poder o se disputa el poder para hacer la lucha de clase y tener asegurados los derechos de ciudadanía. No había otros instrumentos más allá del sindicato, en donde también se daba la disputa del profesional juntos a las instancias de poder del estado para conseguir respuestas a las demandas de las clases populares.

En ese momento, nacía un partido, el Partido de los Trabajadores (PT), con los metalúrgicos del ABC. Ellos también descubrieron lo mismo: aún con la lucha sindical que llevaban adelante con mucho éxito, resistiendo incluso a la dictadura militar que impedía la organización autónoma e independiente de los trabajadores, también se vieron limitados a garantizar derechos. Así surgió la necesidad de un partido político. Los que existían no servían porque reproducían los intereses de las clases dominantes. Surgió la idea de un partido que naciera de las puertas de fábrica, de los sindicatos, de la periferia de los grandes centros urbanos, de la lucha por la reforma agraria y aquellas mismas luchas que ya llevábamos pero con medios limitados como el sindicato, asociaciones, o la lucha en las comunidades.

En el PT nos formamos políticamente desde el punto de vista de la disputa y el ejercicio del poder. Me involucré en la lucha política, pero muy asociada al proyecto profesional. Yo tenía como base de trabajo de militancia los sectores populares de la periferia pobre de los grandes centros urbanos y la lucha de los trabajadores del campo, que siguen resistiendo en defensa de la reforma agraria y la necesidad de tener poder político. Eso supone la existencia de un partido político, y fue lo que hicimos.

Así me candidaté a concejala. Además de la asistencia social, tuve que disputar un mandato de concejala en la Cámara Municipal de São Paulo. Tenía una herramienta más para poner a disposición de la lucha de los trabajadores y trabajadoras de la periferia. Traíamos al pueblo a la Cámara, abrimos las puertas del poder legislativo local para que el pueblo se descubriera en él. Eso molestó a los detentores del poder legislativo.

Éramos 5 concejales del PT, tres mujeres y dos hombres. Una asistente social, una profesora, una periodista y dos operarios. Éramos de origen popular. Nuestra acción fue una continuación de nuestro trabajo en los sindicatos, en la periferia, en las comunidades locales de base. Eso dio una vitalidad y una presencia del pueblo en el ejercicio de esos mandatos que hizo toda la diferencia.

Haciendo un salto en el tiempo, ¿cómo fue traducir las reivindicaciones de tu militancia al cargo que ocupaste en la intendencia de São Paulo (1989-1992)?

—El PT tenía fuerza popular en los segmentos que yo pertenecía. Yo comprendí que además del ejecutivo, el legislativo y el judicial, existe también el poder popular. Por lo tanto, yo ejercí el poder popular junto con la población que ayudé a que se organizara, se sensibilizara por la defensa de sus derechos. La predominancia en esas luchas eran las mujeres, ellas se descubrían como sujetos políticos. Sujetos que van a la puerta del intendente a reclamar derechos de guarderías, de mejores condiciones de higiene en las villas.

Fue a través del poder popular que llegué al poder institucional en la intendencia. Por ello, estoy convencida de que si no hay poder popular, no hay condición de existencia de la democracia. Solo hay democracia plena si hay democracia participativa, directa y representativa. Lamentablemente, la experiencia de democracia en Brasil se limita simplemente a la democracia representativa. La democracia directa y participativa no se ejerce.

Fue a través del poder popular que llegué al poder institucional en la intendencia. Por ello, estoy convencida de que si no hay poder popular, no hay condición de existencia de la democracia. Solo hay democracia plena si hay democracia participativa, directa y representativa.

Yo fui concejala, y fue así que salí candidata a diputada estadual. Siempre en coherencia con el poder popular, principalmente de las mujeres. Eran mujeres ejercitando el poder y reconociéndose con poder, y emancipándose a través de esto. Después, me candidateé y entré en la intendencia de SP. Fue una sorpresa enorme para los coroneles de la política paulista y un disgusto por parte de los dueños del poder en esa gran metrópoli: ser gobernados por una nordestina, mujer, soltera, de un partido de izquierda, de origen pobre. Yo solía decir que solo faltaba ser negra para completar el grado de prejuicio y discriminación que recaía sobre mí por el hecho de ser detentora de todos esos aspectos, que eran factor de rechazo y opresión. Encima, teníamos minoría en la Cámara. Fue un enorme desafío. Y de nuevo, yo recurrí al poder popular.

—¿Cómo fue la interacción y la articulación con las bases durante tu gestión de intendenta?

—La gestión debió ser radicalmente democrática. Las decisiones estratégicas no se hacían en el primer eslabón de gobierno. Se discutían los problemas y se los caracterizaba junto a la población. La ley presupuestaria, por ejemplo, pasaba por el aval de las comunidades locales, con quienes ya habíamos convivido, organizado y movilizado. Fue un plus que se colocó para las comunidades locales con nuestros mandatos: compartir con ellos el poder de decidir las cuestiones estratégicas de la vida de la ciudad. Eso era real. Sucedía con la prioridad presupuestaria, el control social sobre la ejecución de esas decisiones presupuestarias: era de hecho el ejercicio directo del poder.

Me gustaría enfocarlo con mucha énfasis: el proceso de traer a los trabajadores a la instancia institucional pasaba exactamente por el hecho de que eran mujeres en su mayoría, las que se dedicaban al cotidiano de criar a sus hijos, su familia, dar cuenta de su supervivencia y aun tener que movilizarse, organizarse y presionar el poder político para que sus derechos sociales, humanos, fuesen respetados y atendidos. Por eso, ellas también se formaban con nosotros.

Éramos muchas mujeres en el equipo de gobierno, y eso hizo mucha diferencia. Una mujer en el poder lo ejercita de forma diferente, salvo que ella tenga cabeza de hombre –cosa que también pasa–. La mujer puede pasar a tener poder político, pero depende de lo que haga con ese poder. Además del movimiento feminista despertar a la mujer para su condición y emanciparse, ser dueña de sus elecciones, aún tiene la cuestión del seguimiento de clase. Cuando las mujeres llegan al Estado para gobernarlo —un lugar históricamente hegemonizado, predominantemente administrado y usufructuado por la clase dominante–, de repente ese Estado pasa a abrirse. Abrir sus puertas, ventanas, traer el pueblo para dentro, incomodar, exigir, denunciar.

Estar en el poder institucional me puso en la situación de enfrentar el poder popular. Me acuerdo de la reacción de una militante del sector de la salud que fue a reivindicar recursos. Yo bajé, irritada, subí en el camión [de la protesta] y les dije que eran injustos, ingratos. Sabían que ya habíamos conversado y destinado lo que era posible destinar, y eso estaba garantizado. Entonces una militante del movimiento me dijo: “Pero fuiste vos quien nos ha enseñado a hacer así. Vos nunca fuiste de las que bajaban los brazos porque te decían que no había plata. Y nosotros estamos haciendo lo mismo.”

No es lo mismo estar en un movimiento que estar en el ejercicio del poder institucional. Ya no es lo mismo. Tu cabeza es otra. Hubo varias situaciones en las que tuve que lidiar con los límites y determinaciones del poder institucional teniendo una demanda múltiple, grande, amplia, de los intereses en general de la ciudad.

Hoy lo puedo decir por la experiencia que tuve y sigo teniendo: solo vale la pena un partido que se pretende socialista, el que tenga un proyecto de cambio real, de transformar las estructuras de poder. ¿Qué justifica dejar la lucha popular para ir a la intendencia? Cuánto se consigue colocar ese espacio de poder a disposición del pueblo. Para que el pueblo se ejercite con el poder. Poder de decidir las prioridades de un presupuesto, el control de qué hacer primero, las decisiones más importantes. Las políticas que implementamos –aunque con minoría en la Cámara, a duras penas, con apoyo popular– hasta hoy son preservadas. Y sólo se preservan aquellas acciones de partidos de izquierda que asumen el poder del Estado en los marcos del capitalismo si son proyectos y propuestas que tengan sentido para el interés de esa mayoría, porque esa mayoría va a defenderlos.

—En relación a la agenda feminista, ¿qué recuerdos quedan de aquella experiencia?

—Lo que vivimos [con la intendencia de SP] fue una experiencia definitiva. Estamos a 34 años de esa experiencia y hoy está tan más viva de lo que estuvo luego que dejamos el gobierno. No es mérito de Luiza Erundina: es mérito de un proyecto de partido y político que actúa para asegurar la emancipación de la mujer. No es necesario que un movimiento sea rigurosamente feminista. Es la presencia de la mujer en la lucha que hace a la lucha distinta. Michelle Bachelet decía: cuanto más una mujer entra a la política, ella transforma la política. Cuanto más una mujer entra en la política, más la política se transforma. Y es eso. Basta tener mujeres en las instancias de poder, ejercitándose en ese poder, y cuestionando para qué sirve ese poder, y ella transforma la manera de ejercerlo. Consecuentemente, el impacto de ese poder en la vida de las personas en una determinada instancia de la ciudad, de una región, de un estado.

No es necesario que un movimiento sea rigurosamente feminista. Es la presencia de la mujer en la lucha que hace a la lucha distinta.

Ser feliz es así, siendo sujetos de derechos, que consiguen encontrar brechas y salidas para resolver sus impases. Ser sujeto político es eso.

Es eso lo que emancipa a la mujer, lo que la hace libre para ser lo que quiera. Ella tiene que ser consciente de que su potencial es algo tan excepcional y especial en la forma de ser, ser militante política, ser parlamentaria, ser intendente, por ser mujer. Eso se hace con la efectiva participación de la sociedad, y modificando al propio partido, un partido que no envejece; si lo hace, es tiempo de salir de campo, dejar lugar para otra fuerza política que viene de abajo. Es así y es lo que hace sentido que la mujer esté. Una mujer consciente de su papel transforma su entorno. Pero claro, trayendo consigo a otras que, sumadas a ella, potencializan su presencia en los espacios donde esté. Esto es feminismo.

—¿Cuál fue su mayor sorpresa –agradable o no– de ocupar un cargo en el ejecutivo? ¿Es posible transformar al Estado desde adentro?

—Son determinaciones que presenta la propia instancia de poder. Por ejemplo, podríamos haber dejado consolidada la política del aborto legal. Creamos el programa de aborto legal en un hospital de un municipio que fue la primera experiencia cumpliendo el Código Civil de 1940. Dejamos una experiencia exitosa, importante, para cumplir el derecho al aborto legal, y nunca fue cerrado.

Ciertas políticas que no son incorporadas por quienes se benefician de ellas terminan muriendo, desaparecen. Por ejemplo, no poder garantizar la vivienda, que es el origen de mi militancia popular en las villas y conventillos, es una cuestión que nos frustra. La casa del pueblo tiene que ser segura, bonita, construída junto con él, en colectivo, para reducir costos. Por lo tanto, eso es una frustración. Un intendente o intendenta que quiera garantizar el derecho a la vivienda –que es un derecho constitucional– no lo va a lograr en el ámbito del poder local, porque no tiene la política económica. Tiene que tener el poder máximo del Estado. Y aún el poder máximo del Estado, si no hay democratización de la tierra en el campo y en la ciudad, la demanda por habitación jamás será plenamente atendida. 

Así, es una puja política permanente, no hay vacaciones. Es una lucha de todos los días, si no, perdés conquistas. ¿Cuántas conquistas se pierden de un gobierno a otro porque no se consolidaron ciertas políticas? Dentro de la lucha se incluye el elemento cultural, ideológico. Por ejemplo, no somos formadas en la familia, en la escuela, en la comunidad en general, para sentirnos sujetos de derechos y para poder cambiar las cosas. La mayoría no cree en ello. Y la propia mujer no se percibe todavía como detentora del poder.

Es un déficit de la educación política de la mujer, su formación política. Es cultural. La cuestión de clase tiene que atravesar toda la lucha de género. La lucha de género por sí sola no resuelve el problema. La lucha identitaria es necesaria, es oportuna, pero si no es cruzada por la lucha de clases, no cambias el status quo de una realidad de las mujeres. Nos debemos percibir iguales en derechos y dignidad, como está en la propia Constitución. No es un invento de la izquierda, está en la Constitución. Los propios partidos de izquierda no son los que tienen más mujeres en la dirección. No nos damos cuenta de la importancia de disputar el poder y conquistarlo. Mientras no nos descubrimos queriendo el poder, él no llega a nuestras manos, por lo menos no como llega a los hombres.

—¿Debe ser un cambio interno del propio sistema partidario?

—Exactamente. Los hombres quieren mucho el poder, sin ni siquiera preguntarse para qué. Es para ellos mismos. No es necesario preguntarse. Ya la mujer se tiene que preguntarse para arriesgarse, para colocarse a disposición de enfrentar situaciones que existen en el conflicto, en la disputa de poder, el prejuicio en contra de la mujer.

Me acuerdo cuando éramos tres mujeres concejalas en nuestra bancada en la Cámara Municipal. Nos preguntaban si teníamos piernas bonitas. No había baño femenino, solo había masculino, porque solo había hombres ahí. No se pensaba que una mujer pudiera llegar ahí.

Somos más de la mitad de la población, pero no nos sentimos con poder, porque nadie nos dijo que teníamos poder: ni la familia, ni las iglesias –que son también dominadas por hombres–, ni los partidos políticos. Somos nosotras mismas. Fue en el momento en que el movimiento feminista se asumió como tal que se abrió la posibilidad de disfrutar y crecer en espacios de poder. Nunca antes habíamos tenido una bancada tan grande [de mujeres] como la que tenemos hoy en la Cámara de los diputados. Yo estoy allá, en el 7º mandato, y solo ahora tenemos una bancada del 15% de mujeres en la casa. Siempre fue menos que eso.

La política de cuotas es lo que ha permitido que las mujeres tengan espacio en los medios para presentar sus ideas, costear la campaña para presentarse, para aprender a hablar. Eso es negado a la mujer. No le es dado gratuitamente, tenemos que disputarlo. Por eso, las organizaciones de mujeres son necesarias, pero con solo eso no basta. Si te quedás apenas en las organizaciones de mujeres y no buscás el ejercicio de la política institucional no avanzás en la presencia de la mujer en los espacios de poder y, por ende, no avanzas en la conquista de sus derechos. Es querer o poder. Hay que buscar el poder.

Eso debe estar en nuestras cabezas: “quiero el poder, quiero disputar el poder”. Pero claro: para transformarlo. Disputar el poder con el hombre y ejercitarlo igual, ¿cuál es la diferencia? Tenés que conquistarlo para transformarlo. ¿Y cómo hacerlo? Ejercitar el poder democráticamente, con la participación de quien es blanco de esa acción política de quien detiene determinado poder. Así se cambia el mundo. No es solo por la cantidad, eso no cambia, lo que cambia es la calidad. Por eso, tenemos que estimular la participación política de las mujeres.

—A partir de tu trayectoria y tu experiencia como intendenta y ahora como diputada, ¿cómo pensas la política feminista? ¿Qué hace a una política ser feminista? 

—Traer a la mujer para decidir en conjunto sobre esa política. Si la mujer no participa de la definición de una política, mismo la que está centrada en la mujer, ella no se ejercita plenamente. Todo lo que decidimos [en la gestión de la intendencia], sea en relación a la mujer, al niño, la familia, derechos sociales, fueron hechas con decisión colectiva, la mujer deliberando, opinando, controlando después la ejecución de la política: es lo que la emancipa, que sea reivindicada por ella. Esas políticas tienen que ser discutidas y decididas por la mayoría de las mujeres. Por eso creamos un mecanismo de consejo de mujeres junto al poder central de la intendencia luego que entramos al gobierno. Eran mujeres no de mi partido o elegidas por mí, sino por la propia sociedad, y con presupuesto propio. Lo mismo se hizo con adultos mayores, juventud, con la población negra. Lo que cambiamos al hacer es lo que se hace junto al beneficiario. Que se sientan autores de esa medida. Yo estoy convencida: la democracia plena, radical, en el ejercicio directo del poder es algo que transforma todo lo que existe, cualquier sea el segmento de la sociedad. 

¿Qué opinás de un ministerio centrado en las políticas de género? ¿Es algo importante?

—Es una conquista si se tiene en el horizonte la organización de mujeres. No creo que sea tan fundamental, que sin eso no se lograría avanzar con las conquistas de las mujeres. A veces el ministerio se subordina a otro poder mayor y termina no teniendo autonomía para hacer lo que le gustaría. No es la estructura del poder la que resuelve, es el poder en sí mismo. No creo que sea fundamental tener un ministerio. Creo que es fundamental que todos los ministerios tengan una mujer presente decidiendo con los hombres al frente de esa instancia.

A veces el ministerio se subordina a otro poder mayor y termina no teniendo autonomía para hacer lo que le gustaría.

El aparato, el instrumento en sí, no cambia el resultado de la participación de la mujer; es cuánto ella está convencida de su papel como sujeto de derechos, como sujeto de poder y dispuesta a disputar los espacios para el ejercicio de ese poder. Ella tiene que tener una actitud activa, de iniciativa, seguridad de qué quiere, qué piensa. No digo que sea autoritaria, puede incluso colocar sus posiciones y ser vencedora en esa disputa de posiciones por su forma propia. En todos los espacios es necesario tener el mayor número posible de mujeres para feminizar el mundo.

“Institucionalizadas: cuando los feminismos se vuelven parte del Estado” es una investigación especial transnacional de LATFEM sobre Argentina, Uruguay, Chile y Brasil con apoyo de FESminismos, proyecto regional de la Fundación Friedrich Ebert (FES).