Madres e hijas okupas: historias a un mes de la toma feminista de la CDMX

Se cumplió un mes desde que comenzó la toma en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en la Ciudad de México. Familias de víctimas y víctimas de violencias machistas e institucionales ocupan el edificio oficial, convertido en la “Okupa Cuba Casa Refugio”. En esta nota, testimonios de madres e hijas que luchan juntas por conseguir justicia.

“¡Hasta el coño de ustedes, burócratas de cagada!”, se lee en una bandera de fondo blanco, que aún conserva el logo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), aunque salpicado y tachado de pintura roja. La bandera cuelga de una baranda justo en el hall de entrada del edificio estatal y se presenta como el recibimiento iniciático para cualquiera que se adentre en este nuevo espacio, denominado ahora “Okupa Cuba – Casa Refugio”, y que acaba de cumplir su primer mes de vida.

Las paredes imitan la jugada: ya no tienen lugar en ellas cuadros majestuosos de patriotas mexicanos. Ahora los aerosoles negros y violetas llenan de mensajes el blanco impoluto de la burocracia oficial. “El miedo ya cambió”, “No hay libertad sin desobediencia”, “Somos las de abajo y vamos por las de arriba”: son algunas de las frases graffiteadas.

“El objetivo es darle cobijo a familias y mujeres que sufrieron violencias y que necesitan un espacio libre de violencia”, cuenta en diálogo con LATFEM Erika Martínez, integrante de la Okupa y parte del colectivo Bloque Negro, uno de los tantos que sostiene la toma desde sus inicios. Reciben donaciones de ropa, de alimentos, de medicamentos y también monetarias, con las que contienen los gastos cotidianos y también los viáticos de las familias que se acercan desde otras ciudades. Además, organizan festivales, marchas, pañuelazos y performances de acción directa.

En los últimos días, y a pesar de haber sido víctimas de la violencia policial durante la marcha por el Día de Acción Global por el Derecho al Aborto, fueron acusadas de violentar y provocar incidentes con las fuerzas de seguridad.  Érika se defiende: “Esas pintas y vidrios rotos son consecuencias de todo el maltrato que las mujeres hemos recibido. Así como ven esos destrozos, que vean los destrozos en nuestros cuerpos, nuestras almas, nuestras mentes”, dice con rabia. Y sigue: “Una niña violada, una mujer violentada, es producto de esa inacción de las autoridades, y por eso estamos alzando la voz. Ya no nos vamos a callar”.

Madres e hijas okupando

Érika llegó a la toma el primer día, el 4 de septiembre de 2020. Durante los últimos tres años había transitado un derrotero inconducente que incluyó juzgados, carpetas rechazadas, órdenes misóginas y omisiones caprichosas. Fue luego de denunciar el abuso que sufrió su hija cuando tenía siete años, por parte de un miembro de la familia. Por razones judiciales, hoy no puede mencionar ni el nombre ni el parentesco preciso del agresor. Pero recuerda bien aquel 2 de noviembre de 2017: “El mismo día que mi hija me lo contó fui a levantar la denuncia. Pero el proceso de investigación duró dos años, recién ahí judicializaron mi caso”. En ese lapso el agresor volvió: la golpeó hasta fracturarle la nariz, le quitó sus herramientas de trabajo y la echó junto a su hija de su propia casa. Ahora las dos comparten la toma: “Mi hija también se ha empoderado en este tiempo”, afirma con orgullo. Y cuenta: “Yo también fui víctima de abuso sexual a los 10 años, entonces a ella le había inculcado que nadie la tenía que tocar y todo lo que conlleva el abuso sexual. Y que inmediatamente que alguien le hiciera eso o se lo insinuara me lo contara. Estaba bien educada ya para esto”. 

Las voces de les niñes jugando por el patio central del edificio envuelven la conversación. Una se acerca a susurrar una pregunta que Érika responde con precisión quirúgica y fugaz y entonces la niña sale corriendo, feliz, como llevando ese mensaje hacia algún lugar impostergable.

“Al principio sufrió como todo niño abusado. Le costó entender todo esto. Pero gracias a que ha visto a su mamá luchar y todo este proceso, hoy puede sentarse contigo y decirte lo que ella quiere como justicia para ella”, cuenta.

Hoy la causa de Érika y su hija está frenada, a la espera de la resolución de un amparo elevado por sus abogados. El mismo exige que se tengan en cuenta una serie de pruebas que el Juez no aceptó, y por las que desestimó el caso. Además, exigen su recusación: saben que tiene una carpeta abierta por abuso sexual. 

Cada día en la Ciudad de México se denuncian al menos 50 casos de violencia y abuso sexual. Se estima que en el país hay 10 feminicidios diarios. Las cifras, desprendidas de la ONU y de estadísticas nacionales, ubican la mitad de estos hechos directamente vinculados al crimen organizado. Durante la última semana de septiembre en México se registraron 65 víctimas de feminicidio, tanto mujeres como personas del colectivo LGBTQI. 

Yiye tiene 58 años y llegó el tercer día de la toma junto a su hija, de 21. Hasta el 2018 trabajó con mujeres víctimas de violencias en la alcaldía Álvaro Obregón pero, luego del cambio de gestión, la corrieron de su empleo. “El gobierno llegó precisamente con gente vinculada a violadores y abusadores que yo había mandado a la cárcel. Por eso me echaron. Fue una forma de violencia institucional”, relata a LATFEM mientras cuida el puesto ubicado en la entrada del edificio. Está, junto a sus compañeras, vendiendo tortas, remeras, tazas, pulseras y piedras energéticas para la Okupa. Alterna su relato con la explicación acerca de los colores y los tipos de gemas: “Ésa te sirve para alinear tu chakra”, le dice a una mujer que husmea cada uno de los dijes expuestos.

Yiye y su hija además son sobrevivientes: en el año 2010 sufrieron una violación. Durante su juicio el Juez José Antonio Mayorga exigió una recreación de los hechos. Alegando que se trataba de una violenta revictimización, ambas se negaron. Mayorga decidió declararlas en rebeldía y desestimó el caso. “Así siguió nuestra batalla: tuvimos que mudarnos 7 veces, 7 veces cambiamos de casa con lo que teníamos puesto y nada más, empezando de cero. Y en cada vez llegaba de nuevo este tipo. Sufrimos 4 atentados, me balearon, me atropellaron, me dejaron secuelas físicas. Pero eso fue lo que me hizo salir a luchar. Porque lo que nos pasó a nosotras se repite todos los días”. 

Yiye tenía 48 años y su hija diez cuando fueron violentadas. “Lo perdimos todo. Porque en torno a un violador, a un feminicida, hay familia y amigos que encubren”, explica. La contención del Estado tampoco fue la esperada: luego de casi 3 años de proceso judicial y terapias gubernamentales, su hija intentó quitarse la vida. “Lo único que hacen es revictimizarte. La metían en grupos donde cada día entraba alguien nuevo y contaba su historia y donde todos… salían más lastimados y dolidos de lo que se aliviaban”, relata Yiye. Entonces buscaron caminos alternativos: comenzaron a practicar Reiki y a andar por un camino espiritual que, cuentan, las sanó. La hija de Yiye hoy trabaja, a través de la práctica del Reiki, con víctimas de violencias y sobrevivientes. “Ella se ha convertido en un punto garante que ayuda a muchas mujeres. Lo que no logran esos servicios ella lo hace con sus sesiones”, comparte. 

La organización colectiva, el Estado ausente

En las instalaciones del edificio todo fue modificado en función de la organización autogestiva y autónoma: están divididas en más de diez comisiones que se encargan de los alimentos, la limpieza, la medicina, la seguridad y las finanzas. Hasta el día de hoy sólo han recibido comunicados informales por parte del Gobierno. En la mesa de trabajo que tienen abierta con las autoridades reina la decepción: nada les es entregado por escrito y no les permiten entrar con medios de comunicación para registrar lo que ahí sucede. Durante la última semana les prometieron la entrega de un nuevo edificio. Nunca dijeron cuál, dónde ni cómo.

“No está en discusión el abandono de este edificio: si lo entregamos es como borrar esta historia. En este mes hemos logrado lo que en muchos años hemos exigido a las autoridades del país y del mundo”, aclara Érika. Y detalla: “Claro que evaluaríamos aceptar otro edificio, porque aquí en un momento no vamos a caber”. “Acá la compañía es intergeneracional. Están las niñas y niños, las adolescentes, las jóvenes, todos los niveles… ¿Y dónde están esas mujeres institucionales que deberían de pronunciarse en contra de las agresiones del Estado?”, dice por su parte Yiye. Para ambas es su primera experiencia dentro de organizaciones feministas.

¿Qué sienten que les cambió con el activismo colectivo?

Yiye:—La esperanza de sentirme acompañada, de ya no sentirme sola, de tomar del ímpetu de las chicas, de las jóvenes, todo el amor, el cariño, ese acompañamiento que nos hizo falta. El feminismo ya se había hecho institucional, se había quedado en esa burocracia, en ese lugar cómodo que te da el poder. Acá somos también la punta de lanza de esas mujeres que ya no pueden gritar, que llegaron pidiendo justicia y se les negó. Yo digo que a mí no me importa, que en el camino habremos de caer muchas, pero sabemos que muchas más van a venir, hasta un verdadero “ya no más”.

Érika:— Yo perdí el miedo. Antes me daba miedo salir a la calle, encontrármelo en cualquier lado, pero el día de hoy me siento orgullosa de que él sea ahora la persona que tenga miedo. Que sepa que ya no estamos dispuestas a llevar esto en silencio. Y que el día que me lo encuentre voy a responder y voy a gritar a los cuatro vientos que él fue el violador de mi hija. Junto a las colectivas encontré coraje para no seguir callando. Porque si una calla esos abusadores van a seguir abusando de otras mujeres. Hay que alzar la voz.