La historia del arte eligió una pintura para dar por finalizada la era de representación convencional y abrir el comienzo del cubismo. Esa pintura —la voy a nombrar en español— se llama “Las damiselas de Avignon”. En ella, Pablo Picasso pinta a un grupo de mujeres explotando de sensualidad al punto de no poder capturarlas en un solo plano. Para que aparezcan en todo su esplendor tiene que pintarlas facetadas, un poco rotas, en movimiento. Ese movimiento viene de antes, del fauvismo, del arte salvaje y de otro cuadro que también me aparece en la mente cuando leo Las desmayadas: “La danza”, de Matisse, bailarinas en ronda, de la mano, ya desobedientes de la representación clásica. Incluso aunque colemos también un poquito de las bailarinas de Degas.
¿Qué es, en literatura, romper con la representación tradicional? ¿Escribir sin las obligaciones del lenguaje codificado, denotado, el que dice las cosas como son y como deben ser? A eso, se le puede llamar poesía. Sobra aclararlo, la prosa también puede serlo. Cecilia Szperling en Las desmayadas habla una lengua india, la lengua del Cacique en que se erige, la lengua de Toro sentado, esa que carece de artículos y conectores, no los necesita. Su mundo es pura percepción, una antena de sensaciones.
Pero vamos a la historia. Porque el idioma de esta Cacica lo comprende cualquiera que tenga la percepción atenta. Estamos en una Mansión, no importan las proporciones ni los valores monetarios. Son —poco más, poco menos— los años 80 en Buenos Aires, y tres hermanas crecen silvestres y con clase como el jardín de la casa, junto a la madre que recientemente viuda hace —como toda madre— lo que puede.
Las hermanas ocupan su posición, cada una, como un ejército: mayor, menor, mediana. Obedecen, ordenan, pero sabemos que son, sibilantes, sibilinas, siblings. En camisón, van de la cama al living, pero no todavía, no al comienzo. En el origen, y antes del verbo, está el paraíso. Un paraíso que como cualquier Edén que se precie, es perdido. Perdido en el tiempo y en el espacio, como estas chicas, perdidas, mareadas en el aroma etílico que dejaron los algodones de su difunto padre.
Languidecen en el jardín que crece sin límites, sin leyes, sin explicación. De pronto ya no se pueden leer los signos, algunas zonas de living, del estar, del vivir, se oscurecen. No hay grandes formalidades más que las posiciones de baile, pero entra una luz bergmaniana, quizás se proyecta Fanny y Alexander.
Es que hay a la vez de la entrada de tres princesas, hadas, libélulas, a la edad sensual, un telón de la historia que pasa como en el kamishibai de los bienes y raíces al despojo, el estadio de sitio la guerra y el estallido democrático. Hay fiestas clandestinas y abortos clandestinos, sangre que corre en la sincronía de los cuerpos. Y también, al mismo tiempo, se va componiendo un corpus emocional y sintomático de la vida de estas jóvenes, Tintín, Tati, Freud, Walsh, Maria Elena, claro, los surrealistas, pintores, músicos, cuentos infantiles, escritores de Proust a Dickens a Poe a Cervantes, Andersen, un canon tan ateo como la medicina, como la lengua que va del yiddish al guaraní, que se habla con voz gruesa, que quiere, quiere creer, como peter pan en las hadas. Qué útil sería.
Pero hay algo fantástico en todo esto, otra dimensión posible entre la realidad y el más allá. Es una frontera, un borde, un ensueño, una suspensión, un simulacro. Entre vivir y morir está el desmayo, una forma de evasión precisa y perfecta para los momentos molestos, en contextos acordes, ante la autoridad indicada -él médico, el maestro, el mayor, el seductor desubicado. Una manera elegante de retirarse sin conceder ni negarse, salirse de sí, fugar hacia…lo profundo de la marea.
Una marea privada que también es historia relevante para explicar la realidad. El sentido de la historia está en cada paso más o menos titubeante de estas chicas en camisón. La historia no es un relato único y monolítico. No es la historia de los grandes personajes, sino que cada historia es parte de la historia. Quizás el desmayo sea una de las formas de aquello que Josefina Ludmer llamó “Las tretas del débil”. Ellas muestran que el orden constituido por el poder no es ineludible. Ni siquiera el del lenguaje. Por eso, la poesía. Donde caben las combinaciones infinitas.
Ni tampoco lo es el propio orden instituido. Por eso ni la Cacica autoproclamada tiene que serlo para siempre. Puede deslizarse al sillón de pana, y ahora sí: De la cama al living. Y del living al piso liso, arrastrada. Al patio, al afuera. ¿Se desmaya o no se desmaya? Desmayarse es salirse de sí, desaparecer un rato. Este libro, hay que decirlo, está lleno de
preguntas, ¿qué mejor para aprender que preguntar, que preguntarse? ¿Se desmayan las hermanas? Casi.