Nadie se suicida en una penitenciaría

Lucho Ávila, varon trans preso en un penal de mujeres de la Provincia de Buenos Aires y sometido durante días a torturas en una celda de castigo, se suicidó el 1 de febrero. Su muerte es una de las tantas ocurridas en contextos de encierro que afectan a la población trans. ¿Es la muerte de Lucho otro “olvido” de la justicia? ¿Son las muertes de las personas trans* en contexto de encierro una impericia del Sistema Penal? Escribe Marce Butierrez.

La mañana del 1 de febrero Lucho Ávila, un varón trans alojado en la Unidad Penitenciaria N° 33 de Los Hornos, provincia de Buenos Aires se suicidó con las sábanas de la precaria celda tras pasar los últimos días de su vida siendo víctima de tortura y maltrato psicológico en una celda de castigo, conocida en el argot carcelario como “el buzón”. Lucho llevaba recluido en un penal de mujeres dos años y seis meses, acusado sin demasiada prueba del presunto delito de tenencia de drogas para comercialización, una acusación recurrente hacia las personas trans*. Sufría ataques de pánico y a pesar de ello no recibió atención psicológica. Aunque el Servicio Penitenciario Provincial le garantizó acceso al tratamiento hormonal, su identidad era vulnerada constantemente en el trato cotidiano con los agentes quienes le asignaban tareas “masculinas” que lo sobre-exigían físicamente a modo de castigo. Su muerte, caratulada como suicidio, engrosa las listas de personas trans* fallecidas en contextos de encierro que merecen ser revisadas en busca de justicia.

Sus compañeras de prisión recuerdan a Lucho como una persona amable, educada, trabajadora, que no se drogaba y que ocupaba sus horas practicando deportes. Lo recuerdan cansado, resignado a que su destino era la reclusión tras casi tres años sin condena firme y luchando por su libertad. Cansado. El sistema penal había logrado poner a Lucho de rodillas, asfixiado en una habitación oscura con sus más íntimos temores y pensamientos. El suplicio de Lucho fue mellando su carne hasta dejarlo encerrado en una trama de violencias, maniatado frente a la muerte que finalmente llegaría en aquella celda, sin poder volver a respirar en libertad. Tras su muerte sus compañeras hicieron circular en redes sociales un comunicado exponiendo lo sucedido y pidiendo que se ponga fin a estas prácticas aberrantes:

“Lucho no recibió atención psicológica, algo esencial si lo que le interesa a la justicia es que a futuro puedan reinsertarse a la sociedad. En ese lugar se les olvida que tienen entre cuatro paredes a seres humanos. Piensan que porque cometieron errores y están ahí no tienen derecho a nada. No es el primer suicidio en ese penal, pido por favor que esto salga a luz y puedan asistir a las personas que lo necesitan. Lucho no mató a nadie, era una persona buena  que cometió un error, que estaba pagando por su error y que NO merecía pagar con su vida.  No todos los que están presos son malas personas y detrás de cada interno hay una familia. Que alguien haga algo, esto es una falta muy grande a los derechos humanos.”

¿Es la muerte de Lucho otro “olvido” de la justicia? ¿Son las muertes de las personas trans* en contexto de encierro una impericia del Sistema Penal? ¿Existe una salida a estas violencias regulando las prácticas abusivas de los agentes penitenciarios?  En su análisis de las prisiones Foucault insiste que las críticas que se le realizan al sistema penal son en realidad elogios de su éxito. Para Foucault “las medidas punitivas no solo tienen el papel negativo de represión, sino también el papel ‘positivo’ de legitimación del poder que dicta las reglas. Puede incluso afirmarse que Ia definición de las ‘infracciones a Ia ley’ sirve justamente de fundamento al mecanismo punitivo.” Aquello que observamos como fallas y errores dentro del sistema son actos efectivos y positivos de disciplinamiento y control en los que se reifica el poder del Estado antes que la condena de los delitos. La violencia impresa en el cuerpo de las personas trans* en contextos de encierro no son producto de la dificultad del sistema para abordar nuestras identidades, sino un acto premeditado y una estrategia de amedrentamiento que refuerza el cisexismo de la sociedad patriarcal.

Aunque los protocolos internos de los servicios penitenciarios apelan a diferenciar en diversas categorías las muertes accidentales, los homicidios, los suicidios y las muertes producto de autoagresión durante una medida de fuerza estos límites entre las formas de morir en prisión son confusos:

“Asignar a cada muerte violenta bajo custodia una subcategoría, como homicidio, suicidio o accidente, suele tornarse dificultoso. Los casos de ahorcamientos o incendios resultan buenos ejemplos de esa complejidad. Aun confirmado el fallecimiento por incendio, pueden presentarse incertidumbres sobre la participación de terceros en el inicio del fuego [homicidio], o en el caso de haber sido provocado por la misma víctima, si su finalidad era quitarse la vida [suicidio], o las lesiones mortales han sido la consecuencia de un incendio no intencional [muerte accidental] o el resultado no pretendido de una medida de reclamo extrema [autoagresión durante una medida de fuerza]. Este nivel de análisis, en todo caso, supone siempre una conclusión propia de la Procuración Penitenciaria de la Nación alcanzada hacia el final de una investigación administrativa, definición que puede consolidarse —o revertirse— con el avance de las actuaciones.”

La “confusión” opera otra vez como una herramienta a favor del amo, permitiéndoles evadir responsabilidades sobre la base de las dificultades para identificar las causas de los fallecimientos de lxs reclusxs. Las acciones que llevan a la muerte de las personas bajo custodia del servicio penitenciario terminan reducidas a actos administrativos tendientes a dilucidar entre sutiles formas que conllevan de fondo las experiencias latentes de una vida que se apaga. En Argentina durante el período que va de 2009 a 2018, sólo se obtuvieron condenas en contra de agentes del servicio penitenciario en un único caso: el de un recluso que murió incinerado en una celda aislamiento. Sin embargo, las muertes en contextos de encierro suman miles de casos sin justicia.

En Argentina, un informe realizado durante el periodo 2018-2019 por la organización OTRANS expone la situación de las personas trans* y travestis en contextos de encierro. Una de las problemáticas expuestas refiere al acceso a la salud, el cual está sumamente limitado dentro del servicio penitenciario. El 73,3% de las personas trans* padecen algún tipo de afección crónica que precisa tratamientos, sin embargo más de un tercio de la población no recibió atención aún a pesar de haberla solicitado. Esta desatención de la salud trans* se traduce en muertes que podrían ser evitadas con los tratamientos adecuados. Tan solo en 2017 fallecieron cuatro compañeras travestis en la Provincia de Buenos Aires debido a la falta de acceso a la salud. Respecto al status legal de las personas trans* recluidas, más de la mitad se encuentra procesadas y apenas una décima parte tiene condenas firmes. La acusación más frecuente es la tenencia de estupefacientes, alcanzando al 91% de la población trans*. La gran mayoría desconoce los detalles de las causas, los nombres de sus defensores, el estado de sus condenas, lo que agudiza la vulnerabilidad en el acceso a la justicia. Por último en Provincia de Bs. As. cerca del 70% de las travestis reclusas son extranjeras, en su mayoría peruanas y ecuatorianas lo que da cuenta del fuerte estigma contra las personas migrantes.

Según un informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) remitido a la relatora especial de las Naciones Unidas sobre la violencia contra la mujer, sus causas y consecuencias durante la pandemia de COVID-19 se registraron irregularidades en las medidas sanitarias de prevención y en las normativas establecidas para la detención de personas vigentes en la Provincia de Buenos Aires:

A pesar de que se tomaron medidas como excarcelaciones para descomprimir la cantidad de personas detenidas, las mujeres que siguen en los centros de detención, denuncian falta de elementos de limpieza y desinfección, así como también falta de acceso a alcohol en gel y tapabocas. En muchos de los espacios de detención es difícil el acceso regular al lavado de manos. Por ejemplo, en muchas de las comisarías de la provincia de Buenos Aires para poder acceder a una canilla hay que solicitar que una policía te saque de la celda y te lleve hasta el baño. También se denuncia la falta uso de medidas de protección por parte de las agentes de los servicios penitenciarios. La situación más grave es la que viven las mujeres detenidas en comisarías de la provincia de Buenos Aires. Estos espacios no están preparados para alojar personas por tiempos prolongados. Las condiciones de detención son infrahumanas, el hacinamiento es extremo, las celdas son colectivas y en la mayoría de ellas no hay aire ni luz natural. En estos lugares, pese a la prohibición judicial que rige para alojar personas en esos espacios, al 1 de junio había alojadas 216, entre ellas 9 con problemas de salud. En estos lugares, es inviable implementar las medidas necesarias para la prevención del COVD-19. Además, como consecuencia de la limitación a la entrada de nuevas detenidas en la cárcel como medidas de protección de contagios de COVID-19, las mujeres alojadas en comisarías aumentaron en 9% en el último mes, lo que agravó aún más el hacinamiento en estos espacios.

En suma, estas irregularidades del sistema penal que se presentan en estadísticas siempre acotadas por las mismas reticencias judiciales y del servicio penitenciario por ofrecer datos certeros, refuerzan la tesis de la efectividad del sistema en el control de las poblaciones vulnerables y en particular de la población trans* y travesti. Aunque los datos parecen estremecedores y movilicen a pensar formas de reformulación del sistema penal, la salida precisa de una discusión profunda sobre el ejercicio de los poderes del Estado, la administración de justicia y los modos en que como sociedad pensamos la resolución de los conflictos y debates sobre el crimen.

Casi a la par de la muerte de Lucho, cientos de mujeres se movilizaron por el estremecedor femicidio de Úrsula Bahillo ocurrido el 8 de febrero en la localidad bonaerense de Rojas. El crimen de Úrsula fue perpetrado por su ex pareja, miembro de la policía y encubierto por las fuerzas de seguridad. Durante las manifestaciones muchas mujeres fueron agredidas por los efectivos de policía. La relación entre los casos debería resultar obvia, dos muertes conectadas por la presencia de las fuerzas de seguridad. La de Úrsula quizás, evidente y bestial, pareciera opacar a la de Lucho, pero ambas son producto de un sistema viciado que sujeta las vidas y cuerpos de las mujeres y las disidencias sexuales con el poder de su mano patriarcal. Una mano a la que debemos criticar y derruir desde su carnadura primigenia, escapando a la tentación de acrecentar con discursos punitivistas un sistema que ha dado probada cuenta en los cuerpos de sus propias víctimas de la irrefrenable e impune fuerza de sus actos.

Fuentes: