Cuando Nelly Richard leyó “Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico. Se constituye como una república solidaria. Su democracia es inclusiva y paritaria” el auditorio se desembarazó del protocolo ceremonial: se aplaudió, se vitoreó, se lagrimeó. Con estas palabras, cita directa de la Constitución chilena que define su aprobación el 4 de septiembre, la ensayista y crítica cultural chilena Nelly Richard recibió el Doctorado honoris causa otorgado por la UBA en la Facultad de Filosofía y Letras. Junto a ella estaban Andrea Giunta, docente e investigadora de esa casa de estudios, Ricardo Manetti, el nuevo decano (fuera del clóset, como lo definió la prensa), la vicedecana Graciela Morgade y el rector Ricardo Gelpi. Reconocida por su trabajo incesante desde los tiempos de la dictadura pinochetista y la escena artística de vanguardia, con una insistente prédica a favor de la militancia teórica feminista, Richard trenza pacientemente el pensamiento político con la crítica cultural, sin dejar nunca la pregunta por el presente. En su paso por Buenos Aires alguien le dijo que con ella trajo la revuelta, y justamente sobre eso le preguntamos.
—El camino del pueblo chileno desde la revuelta hasta la nueva constitución es observado con sorpresa por todo el mundo, por sus detractores y por sus admiradores. Es un aire renovador en un mundo ya sin sueños revolucionarios. Si tuvieras que mencionar tres acontecimientos de la historia (reciente o no) del pueblo chileno (y de las naciones indígenas que comparten su territorio) que sembraron la posibilidad de este presente y del futuro que se avizora en el nuevo texto, ¿cuáles serían esos tres escalones de la memoria sin los cuales esto no hubiera sido posible?
—Es cierto que Chile suele dar sorpresas al elaborar procesos que, por una u otra razón, poseen una dimensión experimental: ocurrió felizmente en los tiempos de la “revolución socialista”, de Salvador Allende, y luego, por desgracia, cuando Chile se vuelve pionero mundial del “laboratorio neoliberal” bajo la dictadura de Pinochet. Y, recientemente, cuando saltamos del estallido social de octubre 2019 (y de la profunda crisis político-institucional desatada por la revuelta) a un proceso constituyente, cuyo texto no puede sino ser calificado de rupturista en comparación con cualquier otro texto constitucional. Como bien sabemos, la historia está hecha de memorias entrelazadas que se van superponiendo unas a otras en una trama que puede hacerlas confluir en el presente de modo imprevisto. Como respuesta a tu pregunta, me gustaría citar la memoria reciente de las organizaciones sociales que protestaron en distintas oportunidades durante los últimos quince años de la transición por temas de salud, trabajo, pensiones, medioambiente, memoria y derechos humanos. Estas sucesivas protestas, rápidamente desactivadas por los gobiernos concertacionistas, ya expresaban el malestar ciudadano con los pactos económicos y políticos de la transición. Luego está el ejemplo del poderoso movimiento estudiantil del 2011 que exigió desprivatizar la educación con su consigna del “¡No más lucro!”, cuestionando, al reclamar la gratuidad universitaria, toda la lógica de una sociedad de mercado que lo privatiza todo. Después viene el mayo feminista del 2018 que no sólo reclama contra la violencia y la discriminación sexuales sino que, a través de una desobediencia de los cuerpos tomándose las universidades y las calles, hace ver la alianza estructural entre patriarcado y capitalismo. Creo que la revolución cultural del mayo 2018 feminista es un antecedente decisivo para comprender el estallido social y la revuelta del 18 de octubre 2019: una revuelta que hizo valer su categórico rechazo a los miles de abusos del neoliberalismo que esclavizan a las vidas cotidianas. Si bien lo que prevaleció en las calles durante la revuelta fue un “estar en contra”, sin que las multitudes autoconvocadas compartieran algún programa futuro de organización política, el deseo de una Nueva Constitución pasó a simbolizar la necesidad de dejar atrás la Constitución dictada por Augusto Pinochet en 1980 y romper así con los amarres de lo que administró la transición como herencia de la dictadura. El cambio de Constitución significa terminar con un modelo autoritario y excluyente de democracia vigilada y con el enmarque económico de políticas trazadas por los Chicago Boys para custodiar los intereses empresariales y monopolizar beneficios. Para quienes vivimos la dictadura, el plebiscito del próximo 4 de septiembre que, a través del Apruebo o Rechazo, va a decidir si cancelar o perpetuar (por un tiempo indeterminado) la Constitución de Pinochet, reviste un cierto dramatismo porque convoca a todas estas memorias (incluyendo las de la lucha antidictatorial) que lucharon en distintas épocas por una sociedad más igualitaria. No puede ser que las luchas de estas memorias hayan sido en vano.

—En tu experiencia como crítica cultural desde la resistencia a la dictadura, con una mirada muy crítica a sus instituciones que se extendió hacia la transición y considerando el discurso y la estética de la cultura de izquierdas en esas dos etapas, ¿qué desafíos encuentra hoy esta cultura de izquierda, cuando se ha logrado “tomar” las instituciones, el Estado, la Constitución misma? Hace poco nos visitó Francia Márquez y con nuestras amigas nos preguntamos qué lugar hay hoy para los discursos de fuga del estado, cuando en Colombia una mujer negra llega a ser gobierno o cuando se puede redactar una nueva constitución con base popular como ocurre en Chile. Pienso en Las Tesis: “el Estado opresor es un macho violador”, ¿el Estado de Boric, el de Francia, el de la Constituyente presidida por Elisa Loncón es un macho violador? ¿Qué ocurre con esos discursos/prácticas ahora?
—Sería muy largo entrar en el detalle de lo que ha ido sucediendo con la izquierda desde la dictadura hasta hoy. Varias de las categorías que eran verdaderos emblemas de la tradición del marxismo clásico (“pueblo”, “lucha de clase”, “revolución”, etc.) han debido ser revisadas críticamente por lo que se llamó, primero, la “renovación socialista” y luego por corriente postmarxistas. Hay todo un debate teórico sobre cómo reactualizar un proyecto de izquierda(s) que tome en cuenta los cambios de la subjetividad individual y colectiva que derivan de una reorganización de lo social que ocurre a través del consumo, de las estéticas publicitarias y de la cultura mediática. Prefiero contestar tus preguntas centrándome en el escenario de la revuelta de octubre 2019 en Chile. Una cierta intelectualidad filosófica se dedicó a exaltar la “potencia destituyente” de la revuelta como revocación-derogación total del poder y como ruptura intransitiva que disloca a la historia. Para estos autores, la excepcionalidad del Ahora de la revuelta como acontecimiento explosivo no tendría por qué hacerse cargo de lo que viene después en términos de éxito o fracaso según un orden de las secuencias trazado por una racionalidad política que es precisamente aquella que la revuelta habría trastocado definitivamente. Yo soy de las que piensan que es importante combinar lo destituyente con lo constituyente-instituyente porque, una vez disipada la efervescencia de la revuelta, si la izquierda no se preocupa de forjar enlaces y conexiones entre el paroxismo de la ruptura y su después, llegan la derecha y la ultraderecha a imponer su fanatismo represivo del Orden. Esto es de cierta manera lo que explicaría que, en la primera vuelta de las últimas elecciones presidenciales del 2021, llegara a obtener un 44 % de la votación un candidato de ultraderecha como José Antonio Kast (con un discurso alineado con Bolsonaro, Trump, Vox, etc.). Si bien el despliegue multitudinario de los cuerpos rebeldes en la calle constituye un “nosotros” cuya fuerza colectiva fue capaz de desestabilizar el anterior gobierno de derecha de Sebastián Piñera, no creo que baste con la furia y la indignación para construir un proyecto alternativo que, desde la izquierda,logre la consistencia suficiente para ganarle al neoliberalismo. Desconfío del esquematismo binario al que recurren ciertos movimientos autonomistas que plantean un divorcio entre lo social y lo político mediante una contraposición absoluta entre el adentro (poder de estado, instituciones y partidos) y el afuera (la exterioridad social de la calle cuyas protestas y asambleas cumplirían con los ideales de la democracia directa). Desde ya, las condiciones materiales en las que nos encontramos después de la pandemia (desempleo masivo, desprotección social, créditos y endeudamientos, etc.) y el actual estado de inflación que aumenta aún más la precarización económica hacen muy difícil imaginar cómo se podría remediar estos desastres sin recurrir a políticas públicas de corte estatal. Es cierto que hay que revisar la estructura y composición del Estado tomando nota que también ha sido capturado por lógicas neoliberales pero hoy no me parece razonable querer prescindir de él cuando, por un lado, se requiere garantizar y fortalecer derechos sociales y, por otro, estamos asistiendo a las transformaciones que bien señalas tomando el ejemplo de Petro-Márquez en Colombia o de Boric en Chile. No tendríamos por qué pensar en un Estado monolítico (ni menos en el Estado autoritario-totalitario de algunas izquierdas latinoamericanas) sino en una construcción más flexible cuya centralidad —en el diseño de políticas públicas— no le impida dejar que tomen la iniciativa agencias horizontales de tomas de decisión cuyo anclaje sea comunitario. Confío en una expansión y profundización de la democracia que pase por reforzar planos de coexistencia simultánea entre organizaciones y partidos, entre la sociedad civil y las instituciones, sin quedar atrincherados en esta dicotomía del adentro-afuera del poder que no hace sino recortar el campo de opciones. Mencionas al feminismo y me parece especialmente valioso el modo en que, por ejemplo, en Chile la política feminista ha sido capaz de transitar desde la academia hacia las calles, desde el cotidiano de las juntas vecinales hasta la alcaldía de importantes municipalidades, desde el activismo de las coordinadoras del 8M y sus marchas hasta haber logrado presionar al Parlamento para que aprobara una fórmula paritaria en la composición del diseño de una Nueva Constitución. Hay ahí una política de lo múltiple que transita por varios “adentro” y “afuera”, armando puentes y conexiones entre territorios disímiles para darle forma a una construcción alternativa del poder.
Confío en una expansión y profundización de la democracia que pase por reforzar planos de coexistencia simultánea entre organizaciones y partidos, entre la sociedad civil y las instituciones, sin quedar atrincherados en esta dicotomía del adentro-afuera del poder que no hace sino recortar el campo de opciones.
—En el prólogo de tu libro Zona de tumultos (Clacso, 2021) mencionás que el discurso transicional fue un discurso de integración al consenso y al mercado, de algún modo la salida democrática de la dictadura obligó a traducir a una nueva lengua del mercado y de las instituciones los deseos políticos de los 70 o directamente a callarlos. Algo muy similar ocurre en nuestro país. También escribiste allí que a la memoria de la tragedia no “le basta como reparación verse consignada en las denuncias de los Tribunales”, te referís a la conciencia del daño, de la falta, de la pérdida, ¿como se hace para no borrar esa lastimadura social pero tampoco mercantilizarla o monumentalizarla?¿es posible desde las políticas culturales pensar todavía horizontes emancipadores?
—Con Argentina compartimos no sólo la experiencia del haber padecido las dictaduras militares y el terrorismo de estado; del haber insistido en las luchas contra el olvido y las exigencias ciudadanas de “justicia, verdad y reparación” sino, también, del haber participado de todo un campo de reflexión teórica y crítica en torno a los dilemas de la memoria: en cómo hacer para que no desaparezca el recuerdo y, a la vez, en cómo lograr que este recuerdo no quede atado a una imagen fija del pasado tal como ocurre con la monumentalización o la emblematización de ciertas memorias oficiales. Se trata de no sólo recordar al pasado sino de hacer que su recuerdo siga generando una conmoción sensible para que logre remecer un presente que el diseño neoliberal pretende mantener liso e indiferente. Ha sido necesario y valioso, indispensable, todo el trabajo de las Agrupaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos y los avances logrados a nivel de Comisiones y Tribunales para que las violaciones de los derechos humanos no queden impunes. Pero esto que se llama “políticas de la memoria” no tiene siempre la capacidad expresiva de interpelar a las subjetividades para que la experiencia del daño y la pérdida siga “afectando” a los cuerpos en el doble sentido de la palabra “afectar”: el de generar un efecto y de movilizar afectos. Creo en la capacidad que tiene el arte para darle materia y textura al recuerdo desde la singularidad de sus operaciones con la imagen. Hay todo un pensamiento estético en torno a la figura del duelo que trabaja el doble registro de la presencia-ausencia (el fantasma, el espectro) como una reserva crítica capaz de perforar el régimen de lo visible que promueve la cultura mediática de la actualidad neoliberal, introduciendo en ella las sombras y opacidades de la memoria inconclusa.
—Te referís en algunos pasajes a los “procesos de identificación mutantes”, prácticas artísticas que desafían el esencialismo y el binarismo de género. Pero a la vez, marcás una distancia crítica con la cultura queer, ¿en qué reside esta crítica a la fantasía de “darse el lujo de abandonar el género”? ¿Qué lectura hacés en el marco de cierta alianza entre la contraofensiva conservadora y los llamados feminismos transexcluyentes que justamente acusan a la ideología queer de borrar a las mujeres?
—Escribí tempranamente, en los años ochenta, sobre algunas prácticas artísticas (Carlos Leppe, Juan Dávila, Paz Errazuriz, Las Yeguas del Apocalipsis) que, en plena dictadura, trabajaban con el referente homosexual y escenificaban la figura del travestismo. Esto era antes de que hubiese leído a Judith Butler pero ya me interesaba el travestismo en el mismo sentido de lo que ella elabora teóricamente en sus textos: el de una sobreactuación paródica del género que sirve como crítica anti-esencialista al naturalismo y determinismo sexuales del cuerpo originario. Estos textos míos de los ochenta no eran muy bien recibidos por el feminismo del movimiento social (con cuyas mujeres organizadas sí mantenía una relación solidaria) que los consideraba demasiado excéntricos: como algo digresivo que se apartaba del programa feminista de una lucha contra el patriarcado radicalizada en las mujeres como sujetos que serían las únicas, en tanto víctimas, en encarnar la auténtica verdad de la opresión sexual. Mantuve una distancia crítica con el “feminismo autónomo” de aquellos años en Chile no solo porque reafirmaba el cuerpo en su dimensión biológica como propiedad femenina sino porque, además, dicho feminismo sospechaba de la teoría a la que consideraba un instrumento falocrático que, en nombre de la razón y el concepto, censuraba el sustrato femenino-materno de una experiencia primaria (no mediada por el discurso) con la corporalidad. Yo siempre defendí la necesidad de la teoría para el feminismo ya que es lo que les permite a las mujeres volver inteligibles las estructuras -materiales y simbólicas- de cómo se articula la ideología sexual dominante. Después, en los noventa, seguí con una cierta atención todo lo ocurrido con el repertorio queer que se convirtió muy luego en moda académica internacional. Si bien me interesa el juego oscilante de las identidades fluidas que deconstruyen el binarismo sexual del eje masculino-femenino, no comparto la exageración de ciertas teorizaciones queer que consideran al género como una categoría ya descartable. Puede ser que esta ficción resulte motivadora en ciertas teatralizaciones queer, pero en el duro mundo que habitamos como un mundo donde se instala con fuerza y violencia el discurso de la derecha y la ultraderecha en contra de la “ideología de género”, no me parece que tengamos que desechar una categoría —la de “género”— que sigue funcionando como un bastión teórico del feminismo. Estoy de acuerdo con erosionar las categorías —por ejemplo, la de “género”— por dentro y por fuera desde la teoría y la estética, pero no en abolirlas cuando, políticamente, siguen siendo útiles para combatir la renaturalización de la mujer y de la familia que persigue el conservatismo de derecha y ultraderecha.

— En Argentina tenemos ministerios de género y diversidades desde 2019, específicamente en el campo artístico se establecieron concursos, premios, exposiciones, y muchas políticas públicas para fomentar el arte de mujeres y el arte feminista (aun así sigue sin haber paridad de género en las instituciones del campo). ¿Qué desafíos nos propone este éxito de los feminismos que además de expandirse por la epidermis popular ganó un lugar institucional? Sabemos por experiencia que el terreno ganado puede volver a ser de otros, que las leyes se pueden echar atrás y que el backlash de la derecha en respuesta al avance de los feminismos es peligroso y está en marcha de forma muy organizada. ¿Cuál es tu lectura de las posiciones de extrema derecha (la de Kast en Chile es una de las más sonadas)? ¿Crees que son una respuesta al hartazgo con el progresismo, como lee Nancy Fraser?
—Lamentablemente hemos aprendido que nada de lo ganado lo es de una vez para siempre y que ninguna conquista es irreversible, basta con tomar en serio el último fallo de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos que deroga el derecho al aborto que se había hecho ley en 1973. Yo creo que el modo en que el feminismo ha desmontado eficazmente el todopoderoso relato patriarcal y la forma, también, en que se han organizado en el mundo entero colectivos de mujeres que conquistan visibilidad por sus acciones en la esfera pública reclamando derechos, son amenazas que la derecha y la ultraderecha no están dispuestas a tolerar tan fácilmente. De ahí la guerra contra el “marxismo cultural” en las universidades y también, a nivel administrativo, contra los departamentos y programas de estudios de género. El feminismo les resulta amenazante a los grupos conservadores no sólo en tanto movimiento social sino, también, como una teoría crítica que ha ido elaborando un pensamiento sobre cuerpo, sexualidad, género y subjetividad que ha estado reformulando varias disciplinas académicas. Esta es la doble ofensiva del feminismo: como movimiento social y como teoría crítica. No hay que aflojar en ninguna de estas dos dimensiones pero, al mismo tiempo, hay que saber que el enemigo es poderoso y que los caminos para alcanzar metas pueden estar llenos de curvas y rodeos. Señalas muy bien como un nuevo problema para el feminismo su “institucionalización” y sus modas (concursos y premios al “arte de mujeres” y otros). Por un lado, el feminismo ha expandido velozmente sus influencias durante la última década conquistando derechos y dando batallas culturales de un modo que resulta ya casi ineludible. Pero por otro lado, tenemos que seguir mostrándonos vigilantes respecto de las apropiaciones liberales del término “feminismo” que lo van acomodando en función de consensos que buscan desactivar y neutralizar su fuerza de interpelación. La vigilancia crítica es el único recurso que sirve para que el feminismo sepa infiltrarse en estructuras varias cuidándose de no entrar en complicidad funcional con lo que estas estructuras pretenden hegemonizar.
La vigilancia crítica es el único recurso que sirve para que el feminismo sepa infiltrarse en estructuras varias cuidándose de no entrar en complicidad funcional con lo que estas estructuras pretenden hegemonizar.
—¿Qué papel creés que tiene la cultura y los medios de comunicación en la conservación de una vida con horizontes de derecha? Puntualmente, mirando el 4 de septiembre, ¿qué rol juegan en la construcción del “rechazo”?
Desde que se inició el trabajo de la Convención Constituyente, la arremetida de la derecha y la ultraderecha en contra de la legitimidad democrática de su proceso ha sido brutal. Esto va a la par de una gigantesca operación de desestabilización política del gobierno de Boric que se da a través de los medios de la prensa hegemónica. A medida que se va acercando el Plebiscito, las fuerzas conservadoras (de ultraderecha y de derecha pero, también, las del progresismo neoliberal) han redoblado sus esfuerzos para descalificar sistemáticamente al proyecto de Nueva Constitución, armando campañas mediáticas que movilizan los miedos más primarios de una población temerosa frente a los cambios: miedos al feminismo por su defensa del aborto y al tema de las disidencias sexo-genéricas; miedos al concepto de “plurinacionalidad” en un país cuya construcción de nacionalidad obedece a un modelo colonial y cuya tradición cultural está impregnada de racismo; miedos al desorden conceptual que introducen en un texto jurídico-normativo nuevas categorías que se abren a transformaciones socioculturales de largo alcance. Es mucho lo que está en juego porque el nuevo texto constitucional está orientado por una clara voluntad transformadora que, entre otras definiciones, propone un reparto descentralizado del poder político, formula un Estado garante de los derechos sociales y establece mecanismos de inclusión y participación de los sectores postergados. La amenaza de que la Nueva Constitución les quite sus privilegios a la elite política y económica del país, a los “ricos y poderosos”, ha desatado una reacción muy agresiva en la prensa y la televisión que han sido, además, muy hábiles en resucitar fantasmas de caos y destrucción en torno a la irrupción de lo Nuevo. Es de esperar que los jóvenes y las mujeres (cuyos sectores poblacionales le dieron el triunfo a Boric en las últimas elecciones) salgan enfáticamente a votar Apruebo el 4 de septiembre, para sepultar definitivamente la armadura jurídica de la Constitución aun vigente pese a lo ilegítimo de su matriz dictatorial.
Es de esperar que los jóvenes y las mujeres (cuyos sectores poblacionales le dieron el triunfo a Boric en las últimas elecciones) salgan enfáticamente a votar Apruebo el 4 de septiembre.
—El 25 de agosto te entregaron un reconocimiento en la UBA por tu trabajo en las últimas décadas en el ámbito universitario y cultural, todxs los que estudiamos alguna vez en el área de los feminismos y la cultura leímos textos tuyos y nos entusiasmamos con la crítica feminista, ¿querés contarnos qué te produce el reconocimiento? ¿te gusta, te incomoda, te parece una oportunidad para decir algo?
—Hacía referencia al movimiento estudiantil chileno del 2011 exigiendo reformas en la educación superior y para todos en Chile la Universidad de Buenos Aires era el símbolo más cercano de una universidad pública de máxima relevancia. La he visitado más de alguna vez y mantengo relaciones de amistad de larga data con varias colegas. Lamentablemente Ana Amado y Leonor Arfuch (dos grandes y queridas amigas mías) no estarán el día de la entrega del Honoris Causa para acompañarme pero, sin lugar a duda, las tendré muy presentes en mi memoria afectiva. No siento incomodidad ninguna con el reconocimiento sino, al revés, valoro enormemente esta muestra de distinción por tratarse precisamente de una institución tan prestigiosa a nivel latinoamericano.