Aunque casi no quedaban rastros del sol, las mejillas de Norita Cortiñas seguían irradiando el calor de ocho horas de caminata alrededor de la Pirámide Mayo, y de alguna parada a descansar. Pasadas las ocho de la noche y cuando la 38° Marcha de la Resistencia está apagándose, Norita se planta en el escenario. Pañuelo blanco en la cabeza, pañuelo verde alrededor de la muñeca izquierda. Habla de la unidad, del dolor de no saber qué pasó con sus hijos e hijas desaparecidos por la dictadura, del ajuste, del hambre y de la represión. Está segura de que el triunfo no está lejos. Venceremos, grita. Levanta el puño verde y termina: “Y esto será ley”.
Nora tiene 88 años y 41 de Madre de Plaza de Mayo. No siempre se reconoció feminista, y mucho más les costó a ella y a las Madres de la Plaza hablar del aborto.
Nora tiene 88 años y 41 de Madre de Plaza de Mayo. No siempre se reconoció feminista, y mucho más les costó a ella y a las Madres de la Plaza hablar del aborto.
—Yo no soy feminista, soy femenina –les dijo a Marta Merkin y Ana María Muchnik antes de la emisión del programa Ciudadanas que conducían por Radio Belgrano en los primeros años de la democracia. Era la víspera del Primer Encuentro Nacional de Mujeres.
—¿Vos estás a favor de los derechos de las mujeres? –le preguntaron.
—Sí.
—Entonces sos feminista.
Mabel Bellucci fue una de las responsables de acercar a Nora al feminismo, cuenta la Madre de Plaza de Mayo. “Una loca, loca como yo”, se ríe. Se conocieron en los primeros años de la democracia cuando un grupo de mujeres decidió sumarse los jueves a las rondas. De esos años, Nora guarda amistad con muchas de las integrantes de ATEM, y algunos rencores con feministas que no entendían la lucha de las Madres, esa combinación de maternidad biológica y política.
Salir a la calle
Nora llegó por primera vez a la Plaza de Mayo en la segunda semana de mayo de 1977. Hacía dos semanas que un grupo de Madres, lideradas por Azucena Villaflor, había decidido que tenía que llevar la búsqueda de sus hijos e hijas a la arena pública, y nada mejor que hacerlo frente al poder político.
Salió a la calle cuando se llevaron a su hijo mayor, Carlos Gustavo Cortiñas. Lo secuestraron el 15 de abril de 1977 en la estación de Castelar mientras esperaba el tren para ir al trabajo. Eran las nueve menos cuarto y estaba parado a la altura del primer vagón en el andén.
Gustavo estaba casado con Ana y tenían un hijo de dos años, Damián. En la misma noche del secuestro, un grupo de hombres de civil entró en la casa de los Cortiñas. Golpearon y amenazaron a Ana. Cuando la interrogaban, decían: “Coincide”.
Nora había visto por última vez a su hijo el 10 de abril, el domingo de Pascuas de 1977. Estaban en Mar del Tuyú. Ana y Gustavo se volvieron para Buenos Aires. Nora y su marido, Carlos, se fueron para Mar del Plata con Damián porque un cuñado cumplía 60 años. Como Carlos estaba intranquilo, decidieron adelantar la vuelta. Llegaron el sábado 16. Los recibieron las caras de horror de Ana y de Marcelo, su hijo más chico.
La primera gestión para saber qué había pasado con Gustavo fue en la Catedral de Morón. De ahí, a la comisaría de la zona. Un amigo de Gustavo que recién se había recibido de abogado redactó un hábeas corpus, pero Nora no quiso que lo firmara. Lo firmó ella. Fueron a los organismos de derechos humanos que ya estaban funcionando entonces: la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH) y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH). Un cuñado le habló de unas mujeres que se reunían en la Plaza, y allá fue ella.
“Yo me había hecho la idea de que tenía deberes – dice Nora 41 años después de ese primer día en la Plaza –. Cuando salí a buscar a Gustavo, la calle me empezó a mostrar que tenía derechos”.
No se nace
Nora Irma Morales nació el 22 de marzo de 1930 en el barrio de Monserrat, cerca de Constitución, en Capital Federal. Es una de las cinco hermanas de la familia. Todas mujeres. Madre y padre, españoles. Un abuelo español, otro francés; una abuela aragonesa y otra valenciana. Se puso de novia muy jovencita con Carlos porque eran vecinos en el barrio. A los 18, él entró a pedir su mano y, un año después, se casaron. Carlos Gustavo nació en 1952. Ese mismo año se mudaron a la zona oeste. Después llegó Marcelo Horacio.
Carlos, el marido de Norita, trabajaba en el ministerio de Economía. Era peronista – más de Evita que de Perón, apunta Nora. “Trabajó cerca de la Fundación de Evita. Le veía el valor a esta mujer. Gustavo también la admiraba”.
Los chicos estudiaron en un colegio católico. “Para mí, participar era ir al colegio a preguntar cómo iban mis hijos”, cuenta. “Yo era ama de casa de una familia patriarcal. Mi marido estaba acostumbrado a que yo estaba dentro de mi casa”.
El mundo de Nora transcurría dentro de las paredes de la casa de Castelar. Tareas domésticas y costuras. Ella cosía para afuera y daba clases. Ese mundo se hizo añicos con la desaparición de Gustavo. Se iba a la mañana y volvía a la noche, pero los deberes siempre estaban. Si salía a las ocho de la mañana, a las seis dejaba hecha la comida. “Esas cosas del doble rol: Pensar me voy, pero tienen esto, tienen aquello”, relató en una entrevista.
“En nuestros hogares se vivía un clima de incertidumbre”, contó en otro reportaje. El terror funcionaba hacia afuera y hacia dentro. Nora le pedía a su marido que no contara nada en la oficina. Temía que el castigo a Gustavo fuera peor. ¿Qué decirles a los vecinos? “También empezó un sufrimiento muy grande de mi marido, por el hijo que se habían llevado y por el miedo de que yo tampoco volviera, de que me pasara algo. Cada vez que yo he caído presa o que me amenazaron, él sufrió mucho”. A ella no le preocupaba lo que pudiera pasarle. Dice que el único miedo era colectivo: temían que algo de lo que estaban haciendo terminara resultando en un castigo peor para sus hijos e hijas desaparecidos. Ese miedo lo conjuraron unidas y en las calles.
Como ahora, en ese entonces nada paraba a Norita. Llegó a meterse en la Mansión Seré, el centro clandestino de Morón, en 1978, para ver si escuchaba un grito, algo que le indicara que su hijo podía estar ahí. Tampoco la frenaban las amenazas ni siquiera cuando las paredes del barrio se llenaron con una pintada que combinaba su nombre y la leyenda “madre de terrorista”. Tampoco el paso de los años y el pacto de silencio de los genocidas. Nunca pudo saber dónde estuvo secuestrado Gustavo, pero en 2015 logró que la Cámara de Casación Federal le concediera un hábeas corpus para reavivar la investigación.
Siempre adelante
Gustavo militaba en la Juventud Peronista (JP). En los primeros años, lo hizo en la villa 31 de Retiro con el padre Carlos Mugica. Al cura lo asesinaron el 11 de mayo de 1974, el día en que Gustavo cumplía 22 años. Ese día no quiso ni cena ni festejos. Hubo pocas palabras para no preocupar a la familia. El asedio de la Triple A siguió creciendo y aparecieron las discusiones sobre la seguridad.
—No tenés que ir a esas movilizaciones o, si vas, no vayas adelante –le dijo Norita a su hijo mayor.
—¿Qué querés, mamá? ¿Que vayan los hijos de otras madres?
“Desde el día en que empecé a salir a la calle siempre fui adelante, no me importó qué me podía pasar”, dijo Norita en el libro Ni el flaco perdón de dios.
Una historia de pañuelos
Norita está sentada en una banqueta a un costado de la Pirámide Mayo, fuera del corralito dispuesto para lxs integrantes de los organismos de derechos humanos durante la Marcha de la Resistencia del último jueves. No pasa un minuto sin que se le acerque alguien a darle un beso o pedirle una foto.
Emilia tiene cinco años. Su hermanito, Facundo, tres. Vienen con su papá. Él la besa a Norita y le pide una foto. Emilia y Facundo son los nietos de Francisco “Pancho” Provenzano, uno de los desaparecidos de La Tablada.
Emilia acaricia la foto de Gustavo que Norita lleva sobre su pecho. En esa foto, Gustavo sonríe con ganas. La nena le pregunta sobre él y Norita le responde. La mano de Emilia enseguida va hacia el pañuelo verde anudado en la muñeca izquierda de la Madre de Plaza de Mayo. Juega con él y lo desanuda. En la camisa de Norita, hay dos prendedores: uno es el pin de la Línea Fundadora –la fracción de Madres que ella integra– y debajo un pañuelo de canutillos verdes. En Norita, esos pañuelos se unen.
La primera vez que usó el pañuelo sobre su cabeza fue en octubre de 1977 en una peregrinación a la basílica de Luján. “Como las Madres seguíamos la tónica de los militantes, no queríamos conocer los nombres. Cuanto menos supiéramos, mejor. ¿Cómo nos vamos a identificar? Con un pañuelo blanco nos vamos a ver, aunque no haya luz en la ruta. Como la mayoría teníamos nietos muy chiquitos, el pañuelo fue un pañal cuadrado de gasa. Ése fue nuestro pañuelo hasta el día que decidimos comprar tela y grabarle los nombres de nuestros hijos”, dice Norita. “El pañuelo perturba mucho –especialmente a jueces y policías”.
Super-Norita
La semana de Norita suele incluir algún que otro viaje a las provincias, varias conferencias de prensa, marchas y encuentros. El jueves, cuando la Marcha de la Resistencia estaba terminando, llegó Bruno Arias a la Plaza y se puso a tocar. Y Nora a bailar una chacarera.
El día anterior había estado había estado sentada junto a Stella Peloso, la mamá de Santiago Maldonado, y, a la tarde, abrazando a Marta Montero, la mamá de Lucía Pérez. Anda con un bastón con flores –con el que se afirma pero que no retrasa su paso rápido, ni impide su presencia en donde la necesiten.
Cuando puede, se suma a las marchas de los miércoles contra los despidos en el Posadas, un hospital que adoptó como espacio de militancia por ser vecina de la zona. Carlos Apezteguía es uno de los médicos a los que hace unos meses el gobierno echó mientras hacía los trámites para jubilarse. Detenido ilegalmente en 1976, forzado al exilio, pudo reintegrarse al hospital a fines de la dictadura e impulsó la creación de la comisión de derechos humanos. El día de su despedida fue Norita quien lo llevó de la mano hacia el pasillo donde esperaban trabajadores y trabajadoras para homenajearlo. “Dice que yo soy su médico –cuenta, divertido, Carlos–. Alguna vez le hice una recomendación, siempre sobre parar la mano, pero no me hizo caso. Tiene un motor impresionante”. Por ejemplo, un día le dijo que descansara porque tenía vértigo, pero, al día siguiente, la vio subiéndose a un avión para irse a Salta.
La lucha, para Norita, no está exenta de travesuras. En el verano, las redes sociales reproducían la foto de Norita trepada a la moto de Eduardo Nachman. O, en octubre, una foto dándole un beso a través del blindex de la sala de audiencia de Tribunales a Carlos “Sueco” Lordkipanidse antes de que volviera a testificar en la causa ESMA. A Myriam Bregman cuando le preguntan por Norita, cuenta entre risas: “Yo era muy fanática de amamantar a mi hija. En un cumpleaños de un amigo común, Eduardo Walger, me descuidé y le dio una cucharada de locro. Eduardo sacó una foto: Norita feliz y mi hija con la cara llena de locro”.
Nora es como una santa, dice Mabel Bellucci. “Le piden de todo, la invocan en las marchas aun cuando no está”. Mabel es testigo de cómo Nora fue desarrollando sensibilidades para todas las causas, especialmente la de las mujeres. “Si bien ella remite a la desaparición de su hijo, salta ese cerco y empieza a entender que todos son derechos humanos”, explica. Allí radica gran parte de la magia que hace de Nora un ícono ecuménico de las causas justas.
Norita responde llamados, anota citas en su agenda, reparte besos y abrazos. “Es difícil entender algo tan bello dentro de nuestro dolor”, dice. “A veces me preguntan cómo hago para estar en todos lados. Estoy donde hay una injusticia. Me llaman y trato de ir”.