En medio de la calma del anochecer riojano, donde todo parece detenerse, los pasos inquietos de Rosa marcan otro ritmo. Un movimiento constante y atento que le permite anticiparse a quienes la rodean. Su atención está puesta en la conversación, pero también en la pizza que está cocinando en el horno, en el hogar que mantiene encendido con leña de olivo, en que no le falte el hielo para el fernet y en la cantidad de salmuera que tienen las aceitunas. Es una noche de celebración. Por primera vez en 83 años, el Festival Nacional de la Olivicultura la reconoció, junto a cuatro mujeres de otros departamentos, con la distinción “Las Mujeres del Oro Verde”.
“Nunca antes nos habían reconocido como mujeres trabajadoras”, dice Rosa Fuentes, productora rural y “aceitunera” —como ella misma se presenta-— de la localidad de Villa Mazán, en La Rioja y agrega: “ni a mí como trabajadora independiente porque mi trabajo no es para ninguna empresa”.
La vida en Villa Mazán no es para cualquiera, pero Rosa no se imagina en otro lugar. Durante gran parte del año, tanto el viento como el calor son muy hostiles. “Acá los coyuyos se turnan, mientras uno canta el otro lo abanica”, se ríe la aceitunera al hablar del verano riojano. Mazán es un oasis en medio del desierto. El paso del río Colorado, la protección de sus cerros y la expansión de los olivos cultivados por su abuelo generan un paisaje acogedor en medio de toda la inmensidad desértica.
Pero la vida no siempre fue así. Desde antes del siglo XX, esta zona del oeste de la provincia de La Rioja estaba rodeada por un frondoso bosque nativo de algarrobos y quebrachos. Durante el proceso de industrialización nacional, pueblos como Villa Mazán vivieron el saqueo en carne propia con el desmonte de sus árboles y la extracción descontrolada de sus minerales.
Como si fuese una condena en vez de un beneficio, Rosa enumera todas las bondades de sus tierras: privilegiadas para la producción de aceitunas y el aceite de oliva, rodeadas por montañas con cuarzo y bosques de árboles nativos y bendecidas por el afluente del río y sus termas. “Acá teníamos todo para vivir bien”, se lamenta mientras recorre el pueblo —hoy casi fantasma—. Ese mismo pueblo donde nació su abuela y donde ahora sólo quedan algunas pocas familias que producen carbón de los algarrobos que quedan.
La revolución de las aceitunas
La historia de Villa Mazán es una más entre las miles que vivieron los pueblos del norte argentino. Pueblos que, en un primer momento, fueron invadidos en nombre del progreso y fueron abandonados cuando ya no quedaba ningún “recurso” más que sacar. El ferrocarril que conectaba a los pueblos y sus producciones entre sí fue desmantelado como toda la economía regional, ahora reemplazada por la producción concentrada en grandes empresas, como sucede en La Rioja con la fábrica Nucete que produce aceitunas y aceite de oliva a nivel nacional e internacional.
La empresa aceitunera Nucete, ubicada en la ciudad de Aimogasta a 30 kilómetros de Villa Mazán, fue adquirida en 2014 por el ex gobernador de Tucumán, Juan Luis Manzur. Desde entonces, el empresario tucumano comenzó a comprar cada una de las pequeñas pymes familiares y se estableció como una de las industrias aceituneras más grandes del país. Según sus propios datos oficiales, la empresa Agro Aceitunera SA maneja alrededor del 45% del mercado interno y es uno de los mayores exportadores de aceitunas de la Argentina. Por ese motivo, Manzur se convirtió en el empresario aceitunero más grande del país y, también, es quien fija el precio de la producción.
“Los olivos llegan a La Rioja a través de los españoles, incluso tenemos un olivo, el más viejo del país, que tiene más de 400 años”, relata Rosa. Luego de las revoluciones independentistas, la corona española prendió fuego gran parte de estos olivos y algunos de ellos, como el cuatricentenario que se encuentra en Aimogasta, resistieron. “Mi abuelo, junto al abuelo de Sandra, trajeron algunos gajos de ese olivo y por eso nuestros árboles tienen más de 200 años, los esquejes que ahora planta Manzur son ́plata para hoy, miseria para mañana´ porque sabe muy bien que esos brotes no vivirán más de 20 años”, se lamenta recordando cómo sus antepasados reproducían los olivos a partir de gajos centenarios.
Explica Rosa que Don José Álamo, el abuelo de Sandra, fue el primer viverista de Mazán y quién cultivó cada una de las plantas que se encuentran multiplicadas en cada finca. En lo que ahora es la casa de su amiga, se encuentra el olivo más viejo de todo el pueblo y, a unos metros de allí, la primera fábrica de elaboración de aceitunas. “Que no es de Manzur y no lo será”, aclara Rosa con una sonrisa pícara. Como productoras independientes, Rosa y Sandra, se enfrentan a quienes intentan monopolizar esta producción traspasada de generación en generación. Así como sus abuelos imaginaron un futuro para su comunidad, hoy ellas se organizan y conspiran para sostener el oficio en el tiempo.
Como nieta e hija de olivicultores, para Rosa, es muy importante defender el conocimiento aprendido generación tras generación así como las tierras heredadas. “Yo sé muy bien cuál es mi historia y no me la van a usar. Mi sabiduría ancestral no se vende”. Su independencia y resistencia son un baluarte en una época donde lo tradicional es menospreciado por un mercado cada vez más concentrado en grandes corporaciones. Rosa y sus colegas de la zona se erigen como defensoras de la producción artesanal y del valor cultural que representan.
“Antes lo tradicional tenía un valor, ahora no les importa”, lamenta Rosa. Ella sigue creyendo firmemente en la importancia de su trabajo, consciente de que su labor es vital para la comunidad y para la preservación de una tradición que está en peligro de desaparecer: “Esta economía es la que verdaderamente mueve al país aunque digan lo contrario”. A pesar de estos desafíos, se mantiene firme en su convicción de que “solo las manos de las personas pueden cultivar este tipo de aceituna”, porque, “por mal que les pese, no hay tecnología que pueda hacer este trabajo tradicional”.
Producir sobre ruinas
Pero la concentración de la producción no es el único problema que tiene la población de Villa Mazán en la actualidad. Desde hace unos años, también, notan cómo la crisis climática afecta a sus olivos y, por ende, a toda la economía del pueblo. Este cambio ha tenido un impacto devastador en la cosecha de los últimos cinco años. “La aceituna no ha crecido, está chica y el cambio climático tiene mucho que ver”, explica. En ese marco, los nuevos patrones del viento, con un zonda constante que antes no existía, han afectado la polinización: “El viento cambió, nunca lo hemos tenido así”, dice con preocupación.Entre los efectos más visibles, se encuentra la bacteria Xylella fastidiosa, causante de la enfermedad conocida como “rama seca”. Esta bacteria, que obstruye los conductos y tejidos vegetales, ha destruido millones de plantas en todo el mundo, y la actual crisis climática está facilitando su propagación. Según investigaciones recientes del Instituto de Física Interdisciplinar y Sistemas Complejos (IFISC) y el Instituto de Física de Cantabria (IFCA), el aumento de más de 3 grados en la temperatura media global podría ser el punto de inflexión, incrementando significativamente el riesgo de contagio de esta bacteria. Para Rosa, esto significa un doble desafío: preservar sus métodos tradicionales de cultivo y proteger sus olivos de una enfermedad que se aprovecha de las condiciones climáticas extremas.
Tristemente, como denuncia la productora, tanto el gobierno local como el provincial no han tomado los recaudos necesarios para combatir este tipo de bacteria. “Estamos desesperadas, comenzamos a ver cómo se arrugan las hojas, después ataca a las ramas hasta acabar con toda la planta, nosotras no podemos hacer nada porque se propaga a través del riego y del viento, necesitamos iniciativas políticas que apoyen con sistemas de riego por goteo y que trabajen sobre esta problemática”, explica Rosa mientras mira el horizonte donde los olivos plantados por sus ancestros se pierden en la distancia.
Rosa, dame todos tus sueños
Si bien para Rosa la distinción otorgada por el municipio de Arauco como “Mujer del Oro Verde” es un importante reconocimiento, para ella todavía faltan acciones concretas. “A mí me gustaría que así como reconocen mi labor puedan reconocer el trabajo ancestral que estamos haciendo y, para ello, necesitamos apoyo real porque los olivos se nos están muriendo”, denuncia la trabajadora rural galardonada en el 83° Festival Nacional de la Olivicultura de La Rioja.
“Ella se puso el morral, cosecha la aceituna y la vende”, relató el locutor en su presentación durante la premiación. Porque, además de haber heredado su finca familiar, ella continúa realizando de manera manual cada una de las tareas de producción junto a las y los cosecheros “golondrinas” con quienes trabaja a la par. Por eso, para Rosa, el verdadero premio “es el reconocimiento de la gente, que las personas con las que trabajo hayan hablado bien de mí es lo más gratificante”, celebró.
Rosa sueña con un pueblo con trabajo asegurado, donde la corrupción política y la conspiración empresarial no existan. Porque, para ella, el trabajo rural bien pago dignifica y resignifica los conocimientos de los pueblos: “Todo lo que sabemos lo aprendimos de nuestros abuelos, de nuestros padres y madres, es un oficio que asumimos con mucha pasión por eso yo no le hago asco a nada, me subo a la escalera, levanto los cajones y los cargo en la camioneta como mi papá, maestro de la pala y de la aceituna, me enseñó”.
“Yo me subiría a un cerro para gritarle a los más jóvenes que valoren lo que tenemos acá”, exclama Rosa. Para ella, en cada aceituna, hay mucho más que un fruto: hay generaciones y generaciones de saberes y conocimientos ancestrales pero también y, sobre todo, hay una lucha constante por un futuro donde la agricultura siga siendo una forma amorosa y generosa de relacionarse con la tierra y no usufructo de la misma.