Esperamos 45 horas, atónitos, a que el aún presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, hablara desde el Palacio del Planalto, en Brasilia, reconociendo su derrota tras el resultado de las urnas. Aún con toda la máquina pública a su disposición y la amplificación de la fábrica de fake news que garantizó su victoria en 2018, Bolsonaro no lograra la reelección. Ni la puesta en duda sobre el proceso electoral ni los operativos en las rutas –ilegales en día de elecciones– de la bolsonarizada Policía Rodoviaria Federal (PRF) en diversos puntos del baluarte electoral de Lula, en la región del Nordeste, fueron capaces de revertir lo que las encuestas ya anunciaban: el pueblo brasilero eligió a Lula para su tercer mandato. Aún así, con un margen muy justo, de menos de dos puntos de diferencia.
El empeño en tumultuar las elecciones y las numerosas declaraciones previas por el no reconocimiento de un resultado diferente de su victoria generaba, en aquellas horas de silencio, una enorme expectativa en Brasil y en el mundo. ¿Cuál sería la reacción del explosivo e impredecible presidente derrotado?
La respuesta inmediata vino en la misma noche del domingo 30, poco después de la confirmación del resultado ya irreversible a favor de Lula, a las 19h56. Centenas de camioneros, a mando de sindicatos patronales del agronegocio, empezaron a bloquear rutas nacionales con maquinaria pesada en varios Estados, de norte a sur del país. Se sumaron miles de simpatizantes de Bolsonaro copando las rutas, con sus autos y motos particulares. Nadie pasaba. El bloqueo total de las rutas paralizó importantes puntos de las rutas, impidiendo incluso el tránsito de ambulancias con pacientes y de cargas de alimentos y combustibles.
Una mujer cuenta en un video, en llanto, haber sido impedida de pasar por la ruta BR-487, en Paraná, con su hijo con 38º de fiebre. Hacía el trayecto diario para el tratamiento del hijo, que tiene autismo y epilepsia, en otra ciudad. Consiguió pasar por la empatía de una mujer entre los manifestantes, pero tuvo que escuchar insultos al atravesar el bloqueo.
Sin decir palabra, la consigna de Bolsonaro se instauró rápidamente. Si es evidente que tamaña movilización se dio a través de una gran articulación, no se pudo atribuir directamente el liderazgo de Bolsonaro a este evento en particular, al contrario de lo sucedido en la resistencia de Donald Trump a la victoria de Joe Biden, en 2020, cuando instigó a sus seguidores a la fatídica invasión del Capitolio. Lo que sí dijo su silencio en aquellas horas fue el aval a lo que sucedía. En consecuencia, también dijo mucho sobre la convicción de sus seguidores.
Vistiendo verde y amarillo, los manifestantes colgaban la bandera de Brasil al lado de carteles con un enfático mensaje: “intervención federal”. Cuestionados sobre su motivación, decían que solo la intervención militar podría salvar al país, y que no aceptaban “ser gobernados por la izquierda”. Estaban seguros, y todavía están, de que hubo fraude electoral, aunque sin ningún argumento que sostenga esta versión. Algo como una ficción que sostiene un comportamiento y una serie de valores, no rara vez contradictorios cuando vistos desde afuera.
Pero quizás lo más sorprendente es darnos cuenta de que colectivamente estamos cooptados por esta misma ficción, aunque no compartamos su sentido. Por una semana no se habló del presidente electo, pero sí de Bolsonaro y su militancia, de las rutas cerradas, del pedido de intervención militar. Si la ficción bolsonarista ya fue vista con ridiculez y como motivo de chiste, hoy tiene la capacidad de pautar el debate público. Su modus operandi también marca los tiempos y nuevos parámetros institucionales, traducidos en una expectativa a nivel internacional del reconocimiento de una derrota que el propio proceso democrático ya había definido. O que debería haberlo hecho.
Así, todos esperábamos por la reacción del presidente, a ver si él “aceptaría la derrota”.
Figuras cercanas le pedían “sensatez”, debería decir algo, pronto. Y mientras decidía su futuro como expresidente, sin cargo estatal después de tantos años y con causas que le podían caer encima sin el foro privilegiado en el Tribunal Superior Federal, Bolsonaro eligió el silencio en incendiarias horas de protestas en su apoyo, con el aval de la PRF.
Presionado por las consecuencias ya económicas y otros incidentes provocados por los bloqueos de las rutas, Bolsonaro decidió pronunciarse en el Planalto. El presidente finalmente hablaría. Su asesoría anunció a la prensa el pronunciamiento “en instantes”, las cámaras no despegaban del estrado armado en el hall de entrada del Palacio. Bolsonaro apareció casi una hora después del anunciado, 45 horas después del resultado de la elección, y habló por menos de 3 minutos. Un mensaje ambiguo, en el que agradecía particularmente a sus votantes y a las “manifestaciones populares y pacíficas”, pero pedía por el “derecho a ir y venir” de los ciudadanos. “Nuestros métodos no pueden ser los de la izquierda”, dijo.
El rescate del mismo discurso de la Guerra Fría es una constante en el discurso de Bolsonaro y en el motor de su relato. El miedo al comunismo, y todo lo que cabe ahí como una adaptación a la actualidad, se convierte en la ficción bolsonarista tan real como la certeza de que Lula tiene como metas prioritarias en su programa de gobierno cerrar iglesias e instalar baños unisex en las escuelas. Una mezcla de rescate de viejos preceptos y de una agilidad para entender y adaptar el mensaje a las nuevas tecnologías, estéticas y herramientas de comunicación. Y nos da mucho que pensar sobre por qué funciona, y qué consistencia tiene para su permanencia en el tiempo.
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Según la historiadora brasilera Lilia Schwarcz, la pandemia de covid-19 marca el fin del siglo XX, “al dejar más evidente nuestro lado humano y vulnerable”. Sin embargo, muchas cosas han sucedido en los tiempos recientes que nos hacen sentir, de hecho, que protagonizamos un momento histórico. La digitalización de la vida, la transformación (o destrucción) del empleo, el camino a un mundo multipolar, el avance de las agendas de movimientos feministas y antirracistas, la respuesta conservadora a esos avances. La pandemia. Acontecimientos que a todo momento plantean un potencial definitorio de nuestra era. Y las más evidentes señales de que el modo de producción y consumo vigente tiene fecha de vencimiento vienen al mismo tiempo que la negación de sentidos comunes que, hasta entonces, creíamos pactados.
Después de la sorpresiva instalación de la ultraderecha en Brasil en 2018 y del consecuente gobierno bolsonarista entre 2019 y 2022, algo conocemos de qué se trata esta ficción. En una misma bolsa, combinan la defensa de armas y el cristianismo, la eliminación de la izquierda y la defensa del llamado ciudadano de bien, el negacionismo y la “inocencia de los niños”. Parece encajarse en lo que Enzo Traverso define como postfascismo: “un régimen de historicidad específico –el comienzo del siglo XXI– que explica su contenido ideológico fluctuante, inestable, a menudo contradictorio, en el cual se mezclan filosofías políticas antinómicas”.
Así, el bolsonarismo parece tener en su favor una ventana tan amplia de prioridades y valores que puede ser adecuada a cada quien, una vez que el decir y desdecir es una práctica habitual del propio Bolsonaro. Niega haber hecho declaraciones que fueron filmadas y circularon en todos los medios y redes sociales. Dice no haber defendido decisiones firmadas por él mismo. En su discurso de pocos minutos el martes post elecciones, dijo entender que sus apoyadores, así como él, estarían “indignados por la conducción de las elecciones”, invirtiendo los roles y poniéndose en una posición de víctima del sistema.
La ficción bolsonarista mantuvo por 6 días a los manifestantes en las calles, en las rutas y en cuarteles. Aún en la semana siguiente surgieron otros bloqueos de ruta, esta vez más aislados.
Convencidos de que deberían resistir 72 horas en las calles para que “se activara el artículo 142 de la Constitución” para habilitar la esperada intervención militar, los manifestantes no dejaron las rutas después que Bolsonaro rompió el silencio. El mensaje fue difundido en grupos de WhatsApp bolsonaristas y creaba una línea común entre los bloqueos de todo el país. Lo que ignoraban es que tal artículo establece que las Fuerzas Armadas pueden ser accionadas por el presidente de la República en casos excepcionales; sin embargo, no habilita a que su uso sea empleado en contra de otro poder –en este caso, del Judicial–.
Uno de los hits de la semana fue un hombre vestido de verde y amarillo agarrado en la delantera de un camión que logró perforar el bloqueo. El hombre rehusó bajar, y viajó kilómetros así, símbolo del patriotismo dispuesto a todo por su país.
Otro registro de esa semana que circuló en las redes muestra una multitud fervorosa, dando saltos y gritos, agitando banderas de Brasil. Una mujer se arrodilla y se golpea el pecho con el puño: “¡Brasil es nuestro! ¡No es de ellos, es nuestro!”. Festejaban la prisión del presidente del TSE, Alexandre de Moraes, quien ordenó el cese de los bloqueos de rutas y la prisión del jefe de la PRF en caso de descumplimiento. La cosa es que Moraes nunca fue preso.
La antropóloga Letícia Cesarino, autora del recién publicado O mundo do avesso: verdade e política na era digital, observa un comportamiento de secta en estos grupos extremistas y de segmentos conspiratorios. “Siempre existieron, pero eran grupos fragmentados. La internet permite articular esos varios segmentos marginales, la internet hace con que ellos ganen una fuerza para hacer frente al sistema político mediático vigente”, destacó, en entrevista al portal Nexo.
La forma particular que tienen estas personas de leer o recibir informaciones tiende a querer confirmar convicciones previas. Se cierran en un mundo propio sostenido en grupos virtuales y canales propios de “información”, muy anclados en las redes sociales y los influencers. Una red de gran capilaridad, que ya no depende de un líder como Bolsonaro para seguir existiendo.
“Aunque Bolsonaro salga de la escena, es muy probable que estos públicos sigan existiendo de forma independiente, porque tienen a sus propios influenciadores”, destaca Cesarino. “Claro que Bolsonaro es este paraguas que termina articulando a todos los segmentos de la extrema derecha, pero aun sin él, ese público va continuar existiendo porque existen influenciadores que segmentan y articulan redes en niveles abajo de Bolsonaro.”
¿Cómo responder a esto? Para la antropóloga, hay técnicas de desprogramación de miembros de sectas que podrían ser aplicadas, como las existentes en Estados Unidos. Pero, para encarar el tema en profundidad, es necesario prestar más atención al ambiente digital. La diversificación programada algorítmicamente, dice, sería fundamental para empezar a responder a estos problemas. Y esto tenga quizás menos efecto entre los negacionistas convictos que entre el electorado de Bolsonaro que no se encaja en este perfil. Incluso en los que todavía anulan su voto ignorando el contexto político y social que ponen al propio proceso democratico en riesgo.
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En un país donde reina la desinformación y un fuerte antipetismo* cultivado por años, no está demás decir que no todos los más de 58 millones de votantes de Bolsonaro encajan en el tradicional perfil bolsonarista que defiende el armamento y la militarización del país. De todos modos, llama la atención tal poder de narrativa antipetista y “anticorrupción” que neutraliza la sensibilidad frente al manejo criminal de la pandemia por parte de Bolsonaro y los numerosos ataques a la población indigena, negra, LGBTQIA+ y a las mujeres. Neutraliza la opinión pública incluso frente a los muchos casos de corrupción de la familia Bolsonaro.
Ello da cuenta de lo real que se hizo esta ficción, y con qué tipo de oposición Lula tendrá en su gobierno. Pero también es un desafío para los movimientos sociales.
Muchos llaman la atención por la ausencia de las movilizaciones masivas en los últimos años como respuesta a las políticas de desmonte y de muerte de Bolsonaro. Esto se explica en parte por la pandemia, en parte por miedo a adversarios violentos –y armados–. En todo caso, la ficción bolsonarista provocó muchas reacciones contrarias, pero colectivamente no se pudo responder a la altura.
En la campaña presidencial en 2018, miles de mujeres organizaron la marcha “Ele não” (“Él no”), sintetizando en la consigna que Bolsonaro no sería una opción democrática en la elección de aquel año. La marcha sucedió en varias capitales y ciudades de todo el país. Luego, las redes bolsonaristas viralizaron imágenes que no correspondían a las marchas, designando a las manifestantes como sucias y feministas, despectivamente. La encuesta electoral siguiente apuntaba a un incremento en intención de votos en Bolsonaro.
El dato fue ampliamente utilizado por la campaña bolsonarista, casi en forma de agradecimiento. El objetivo de desmotivar las movilizaciones se confirmó exitoso en los cuatro años de gobierno que seguirían.
En una entrevista reciente, Soledad Vallejos, periodista argentina que participó del mapeo de la articulación de la derecha nacional e internacional (La Reacción Conservadora), me dijo recientemente que la política hoy se sirve más de la emoción. “No se argumenta, se conmueve”, dijo. Esto suena más familiar aún en Brasil, en donde las discusiones salen con facilidad del campo racional. Es así que millones de brasileros protagonizan el bloqueo de rutas en todo el país movidos por una profunda convicción. Es así, también, que la otra mitad del país parece mirar a un monstruo de frente, sintiéndose agotado y casi que impotente.
Así, nos queda el rescate de un pasado mejor para imaginar el futuro. Este es un síntoma que también se ve en Argentina, y que apunta a un mismo lugar: nuestra capacidad de imaginar los cambios y efectivamente buscar formas de implementarlos.
João Petro Stédile, dirigente del Movimiento de los Sin Tierra, hizo una reflexión sobre la ausencia en las calles por parte de los movimientos sociales, en el podcast Três por Quatro. “Creo que esto es pasajero y creo que la victoria de Lula traerá como consecuencia natural la vuelta del ánimo para retomar las grandes movilizaciones de masa”, puntualizó. “Es cuando la clase trabajadora recupera la iniciativa en la lucha de masas, y pasa a actuar en la defensa de sus derechos de mil formas, haciendo paros, ocupaciones de tierras, movilizaciones, como fue en el gran período de 1978 a 1989.”
La ficción bolsonarista no solo generó la idea de una izquierda como enemigo a ser exterminado. También creó un enemigo para el campo progresista, que compró la idea de una figura odiable, el enemigo perfecto, aparentemente indestructible. Sus herramientas parecen tener como efecto quitarnos la capacidad de imaginar, y en consecuencia, de actuar. Es algo que la lucha colectiva nos enseña: es necesario imaginar y no dejar las calles. La capacidad de imaginación es el motor hacia un cambio profundo y efectivo.
En los días post elecciones, Bolsonaro apareció como una figura sola, de semblante triste, en las sombras del Palacio del Planalto en sus últimas semanas como presidente. Algunos hablan de la posibilidad de que se vaya del país.
De ninguna manera debemos menospreciar los efectos de estas imágenes. Es evidente que es algo con que vamos a lidiar todavía por un tiempo. La ficción que mueve a los bolsonaristas ya se probó lo suficiente como para encararla con seriedad. Desvendarla es un trabajo todavía en proceso, y que gana nueva forma ahora que podemos partir de otra perspectiva: una que tiene como principal objetivo reconstruir Brasil, desde las políticas y también desde los afectos.
En su primer discurso como presidente electo el domingo 30, Lula afirmó: “No existen dos Brasil”. Frente al poco margen de distancia de votación y la consistencia de una ultraderecha organizada y motivada, surge entre los muchos interrogantes que nos esperan en el Brasil post-gobierno Bolsonaro el enorme desafío de saber cómo salir colectivamente de la ficción bolsonarista. Y, principalmente, de cómo rescatar nuestra capacidad de imaginar, en conjunto, futuros posibles, sin perder el ánimo en el intento.
*“Antipetismo” se refiere al rechazo hacía el petismo, o el PT, sigla del Partido de los Trabajadores.
Fernanda Paixão es periodista corresponsal em Buenos Aires para el medio Brasil de Fato. Integrante del colectivo
Passarinho, creado en 2016 por brasileros en Argentina contra el golpe de 2016 que destituyó a Dilma
Rousseff. Vive en Buenos Aires desde 2015.