Cartografía de los exégetas
En las últimas semanas, en los medios de comunicación y en buena parte de los ámbitos sociales, una noticia ocupó casi todo el espacio: en la noche del 1 de septiembre, un hombre apuntó y gatillo dos veces a centímetros de la cabeza de Cristina Fernández de Kirchner en la puerta de su casa en el barrio porteño de Recoleta. La bala no salió, ni a la primera, ni a la segunda. No salió de milagro, “por Dios y por la Virgen”, explicó ella misma. Las cámaras de televisión y de los celulares de quienes la estaban esperando lo registraron todo. Transmisión en vivo, en el prime time. El criminal, Fernando Sabag Montiel, fue retenido por un grupo de militantes que lo entregaron a las fuerzas de seguridad que estaban en las inmediaciones del lugar. Lo detuvieron y lo trasladaron, al tiempo que se iniciaba la investigación penal. Su integridad física nunca estuvo en peligro y, a pesar de que estaba la Policía Federal, la de la vicepresidenta sí lo estuvo.
Ciertamente, esa noche la noticia se fue construyendo lentamente bajo el imperio del desconcierto y de la necedad/necesidad de creer que “esas cosas acá no pasan”. Con la confirmación del uso de un arma de fuego y la imagen del momento exacto, la mayoría de los/as dirigentes de relevancia en los diferentes sistemas —político, social, empresarial, sindical, deportivo, productivo, religiosos— repudió el hecho. Con disímiles tonalidades, las condenas al atentado y las expresiones en favor de la democracia se propagaron combinadas con la exigencia de celeridad y esclarecimiento por parte de la justicia. Sin embargo, hubo dos excepciones que nos interesan, particularmente, pues llevan nombre de mujer: la presidenta del PRO, Patricia Bullrich, y la diputada santafesina Amalia Granata. En esa operación, ambas se ubicaron por fuera de los acuerdos básicos que estructuran el orden social —orden que no es ni el mejor, ni el peor, sino el que supimos construir hasta acá— y expresaron una rebeldía de derecha antidemocrática. De ese pronunciamiento se desprenden dos elementos: a) la re-confirmación de que ser mujer no alcanza ni para ser feminista, ni para comprender las injusticias; b) esa es una posición de irreverencia con la democracia porque con ella tampoco alcanza, pero en lugar de querer mejorarla y hacerla exigente, se busca derribarla. El mensaje detrás es “si no sirve, lo rompo”. El riesgo es que pretendan jugar con un pie dentro y uno fuera de la cancha, pero no se puede: no hay democracia a medias.
En esta misma zona interpretativa, al límite de los acuerdos básicos, otros posicionamientos desconocieron el carácter eminentemente político de lo acaecido, sospecharon de su veracidad —titulares y zócalos con “supuesto atentado”—, relativizaron el hecho porque “está viva”, focalizaron en el feriado que anunció esa misma noche el presidente o argumentaron que “la gente está harta” —como si el hartazgo justificara los medios—. Inquietantes escalas valorativas que, estas escribas advierten, se ampararon en la idea de que “CFK es capaz de todo”, incluso de teatralizar este ataque para obtener un rédito político: ubicarse en el lugar de víctima para ser candidata en 2023. Una interpretación que se basa en una idea tan extraña como extendida de lo que significa ser víctima. Por un lado, supone que esta condición transforma a la persona/víctima en buena persona (como si tal cosa existiera en estado puro) y entonces le otorga una posición de altura moral que la hace incuestionable e intachable. Pero, como para estos intérpretes CFK no reúne ninguna de estas condiciones, entonces no podría ser una víctima. Conclusión, “se hace la víctima”. Por el otro, esta interpretación establece qué debe hacer y qué no debe hacer una buena víctima. El incumplimiento de este manual es lo que levanta sospechas que refuerzan la idea de que fue una pantomima: “se agarró la cabeza” y “siguió saludando a la gente” funcionarían así como demostraciones del “montaje”. Son, precisamente, estas voces las que siguen de cerca los avances de la investigación con la predisposición a no creer que estuvimos a un ápice de la mayor tragedia de los últimos 30 años.
Entendemos que esto tiene múltiples explicaciones y que muchas de ellas anidan en el inmutable desengaño con el polo opuesto —esto de que no hay nada que diga el/la otro/a/e que haga cambiar de parecer—. Pero se advierte que, en un momento tan álgido como el actual, las interpretaciones conspiranoicas cobran protagonismo porque cumplen una triple función: a) expresan el deseo de sentirse inteligente: “¿a mí me la vas a contar?” y resultan autogratificantes; b) ofrecen un saber, una explicación que alivia frente a la marea de incertidumbres que es el mundo; c) otorgan la posibilidad de “no comerte la curva” y ser distinto/a entre tanta gilada. Tres cosas que escasean, entre otras austeridades del presente.
El dilema es, entonces, ¿qué hacemos frente a la voluntad de no creer en nada del adversario/a/e? ¿Qué hacemos frente a un otro/a/e que se presenta con una maliciosidad extrema, capaz de todo, incluso lo peor? He aquí lo irreconciliable del asunto porque ¿qué futuro hay juntes en este estado de cosas? La Bersa 32 resquebrajó los acuerdos más o menos explícitos en torno al orden social y desdibujó la ética democrática gestada en 1983. No los rompió del todo, pero los hirió profundamente, dejando una huella ineludible y visibilizó a gran escala que existen otras Argentinas con tintes punitivistas y que enseñan que al que piensa diferente se le puede decir/hacer cualquier cosa. En algunos de sus extremos, incluso quitarle la vida.
Las democracias avanzan en función de esos consensos acerca de cómo vivir juntes así como de las conquistas sociales, políticas, simbólicas y redistributivas. Las ciudadanías se han vuelto cada vez más exigentes frente a Estados que se deterioran, que tienen menos injerencia en la globalización, menos recursos y menos funciones frente al incesante acecho neoliberal. Esta imposibilidad es desesperanzadora. Y hay quienes entonces rechazan la forma democrática, en lugar de reponerla en su integridad. El hecho de que unos no quieren vivir con otres y que esa determinación sea tan improvisada como ligera, reafirma la apremiante necesidad de reconstruir la ética democrática, las capacidades estatales y la épica de una gran Nación. Amparar valorativa, material y mitológicamente.
Rezo por vos
¿Qué pasó con Cristina después? Se sabe poco y se especula mucho como regla general, pero parece humanamente razonable que semejante hecho también haya generado una reconfiguración a gran escala en ella. Al día siguiente del atentado, mientras se colmaban calles y plazas de todo el país en defensa de la democracia, dejó su departamento de la calle Juncal para instalarse en otro lugar protegido, por lo menos, por el desconocimiento. Poco después, el 12 de septiembre, compartió en Twitter la tapa del Diario Clarín resaltando el título de un artículo de Pablo Vaca que rezaba “La bala que no salió y el fallo que sí saldrá” y que parecía indicar que de alguna forma, más temprano que tarde, se la van a poner. En ese tuit, CFK no escribió nada para acompañar la imagen. A buen entendedor, pocas palabras bastan: ella también apuntó al rol de los medios de comunicación y al poder judicial en la exaltación/habilitación de los ánimos. No es novedad y, la verdad, es que se la dejan en bandeja: no hay que ser semiólogo para encontrar una continuidad entre ese titular y el instructivo para gatillar: “será la próxima”.
Finalmente, al cumplirse dos semanas del atentado, la vicepresidenta reapareció públicamente en una encuentro con religiosos/as de a pie, de los márgenes. Fue en un entorno de fe. En esa oportunidad no se extendió hablando, pero dijo muchas cosas: que la salvó Dios y la Virgen —y se le quebró la voz como cuando hablaba de Néstor—; que por eso elegía que su primera actividad pública fuese en ese escenario, para agradecer; que habló con el Papa Francisco y que compartieron la apreciación sobre las consecuencias de los discursos de odio —también coinciden sus lecturas del lawfare—; que el problema no es lo que le pasó a ella, sino que se fracturó el acuerdo social sobre el que se cimentó nuestra democracia; que hay que reconstruirlo y que para eso hay que establecer un diálogo con quienes piensan diferente y “ver si al menos en economía, podemos tener un acuerdo mínimo”.
Ese día, Cristina marcó una hoja de ruta, desde la gracia divina al encuentro en la divergencia para alcanzar el horizonte de recomponer lo común. El nudo: los problemas materiales y redistributivos. Tampoco esto es novedad. Ni el llamamiento al diálogo que se remonta a la convocatoria del kirchnerismo a la Basílica de Luján el sábado 10 de septiembre. Allí, se pidió por muchas cosas, entre ellas la salud de Esteban Bullrich. Pero la oposición no fue y argumentó que se los invitaba sin que cesaran las críticas. ¿Habría que proponer un cuarto intermedio hasta estar frente a frente? Desde las filas más ultras de los cambiemitas dicen que es imposible sentarse a la mesa en esos términos, pero tampoco le aflojaron a los dardos. Ambos sospechan del otro, dice Shila Vilker. Comparar, en general, nunca lleva a buen puerto, en este punto resulta más productivo volver a Marcela Tinayre en ese audio en que responde a una invitación a un programa. Enojadísima ella con la producción dice “yo voy a ir, con la peor de las ondas, pero voy a ir”. Es por ahí. Siempre ir.
Ir porque, guste o no, Cristina es la figura más importante de la política argentina del siglo XXI. Todo en ella es noticiable: si habla y si no habla; si aparece en el centro o si se corre. Para unas Argentinas —sin importar si son azules, amarillas o incoloras—, ella es la culpable última de todos los males nacionales y la depositaria de todas las críticas. Es la cadena nacional, la soberbia y también la jefa de la asociación ilícita. Es la responsable de todas las derrotas electorales del peronismo y de la crisis energética también. Es temeraria con los propios, severa, perversa, es la que critica sin piedad y la única que se resiste a hacer autocrítica. Es la que no atiende el teléfono, la que no deja gobernar. Es la corrupción y la maldad encarnadas. Es mala. Es más mala que Ana Prada en “Pecadora”: perra, perra, mala. Es malísima.
Cristina parió una generación en la política y, precisamente por ello, es también un campo de batalla.
Para otras Argentinas, en la gama del azul, CFK es el último dique de contención frente al persistente neoliberalismo. Ella es la encarnación de una idea colectiva que tiene un antecedente real en esos 12 años, sin biri biri. “Lo viví”. Es un refugio frente a la indefensión, una certeza ante lo incierto; es un horizonte, el de la casa común con todos/as/es adentro; es la comprobación empírica de que se puede. Esa dimensión, la material y corpórea, es identitaria e ideológica y se la encuentra en forma de tatuaje, en “lo volvería a hacer 20 veces” pero también en el “es como mi vieja” y “yo los siento mis hijos”. Y, a decir verdad, Cristina parió una generación en la política y, precisamente por ello, es también un campo de batalla. Imposible no linkearlo con las vejaciones sobre los cuerpos de todas las mujeres lideresas del justicialismo —Evita, Isabel y CFK—. A todas ellas les cabió un feroz aleccionamiento por desafiar el orden interseccionalmente —como mujeres, como peronistas, como blancas, como clase media, como sur-periféricas—. La condena se inscribió en sus cuerpos, para que carguen la cruz por siempre. Luci Cavallero dice que esto es una pedagogía a gran escala: un acto disciplinador que advierte que la defensa de los sectores populares tiene un costo alto, pero más alto para las mujeres. Al mismo tiempo funciona como un intento de aleccionamiento para la militancia popular, especialmente la peronista a la que se le venía dictando que bancar a Cristina es “de termo”. Ahora que la esperanza blanca del justicialismo porteño que se autopercibe federal mostró sus límites, otros se animan a advertir que quieren “que dé miedo ser kirchnerista”.
En ese afán, personas agrupadas en torno al odio, mezclado con la precarización, entre el olvido y la cancelación, decidieron pasar de las redes sociales a acciones resonantes en la calle —es que el espacio público es un imprescindible en el devenir de lo social—. Por eso, en las últimas semanas se sucedieron increpaciones a ciertos dirigentes sociales y políticos que fueron registradas y difundidas. Lo que ordenaba estas intervenciones era la bronca. Eran pocos, pero eligieron lugares estratégicos para hacer mucho ruido. Lo que se veía era gente sin mecha creyendo que esa acción era un paso para empezar a tener injerencia en la realidad. Un híbrido entre escrache y justicia por mano propia. La cosa se fue poniendo densa y pasó a ser concebida con un profundo sentido de la responsabilidad: querer hacer historia. Trascender, justo cuando el presente no ofrece ni para hoy ni para mañana. Y lo hicieron con la idea de que para reponer algo de su malestar había que matar a Cristina. A ella, justo cuando la hostilidad del presente hasta nos hace añorar la inflación debajo de 30 puntos anuales de aquel entonces.
Matar como una patriada bajo el imperio del hartazgo, de la improvisación y de la imposibilidad de imaginar el futuro: “ya fue”, dijo Brenda Uliarte. Pero ya fue no es un destino. Es una renuncia. No es un acto emancipatorio, es una encerrona. Es dejar de pensar para actuar, sabiendo que igual no va a funcionar. Es la contraseña de un hartazgo caprichoso, derivado de un malestar real que, por ello, considera que tiene derecho a todo, incluso a la eliminación del otro. La única manera de revertir este estado de cosas es con política, es defendiendo el destino común. Si, como argumenta Chantel Mouffe, la política es conflicto y éste es inherente a la vida en sociedad —porque existen múltiples miradas sobre un mismo asunto— entonces el problema no es pensar distinto, sino no poder convivir con la divergencia. Enfrentarse en relación a ideas alternativas con la pretensión de alcanzar un consenso —aunque sea efímero e inestable— no se parece en nada a desearle la muerte, la desaparición o el miedo al oponente. En el primer caso, lo comunitario y lo democrático son una posibilidad —posibilidad y no un hecho dado y consagrado— en función de la voluntad de persuadir y viceversa. En el segundo la comunidad y la democracia no son una posibilidad y así las chances de un nosotres también se restringen.
Estos antagonistas tienen entre 21 a 35 años. Nacieron en democracia. Crecieron en el kirchnerismo, años en que los jóvenes fueron el grupo predilecto del gobierno. Y, aunque las políticas apuntaban a algunas juventudes más que a otras, esta fuerza política batía récord en esta franja etaria. Fernando, Brenda, Agustina, Gabriel alcanzaron su primera adultez en los últimos años, signados por la incertidumbre, el deterioro y el malestar material. Lo que se dice hijos de laburantes, laburantes ellos/as. ¿Por qué entonces? Mucho se ha hablado de esto, con aportes valiosísimos de quienes vienen estudiando, escribiendo y pensando qué pasa con las juventudes aquí y allá. En estos días, Revista Anfibia trajo a la memoria un fragmento de un discurso de la propia Cristina, 10 años atrás, en el que sostenía que lo que más le preocupaba era que a la juventud —principal víctima de las crisis económicas y la falta de trabajo— renegara del sistema y los valores democráticos ante la falta de soluciones para sus vidas. Y no hay dudas de cómo opera esto. Pero ser pobre no te vuelve antidemocrático. La posibilidad o la obstaculización de una ideología está determinada por una inabarcable serie de elementos. Desde ya que las condiciones materiales cuentan, especialmente en un escenario como este en el que el FMI presiona implacablemente y los economistas repiten que “no hay otra”. También, opera la impotencia del sistema político y sus agentes para consensuar y resolver los problemas de la comunidad. Lo mismo las estructuras valorativas que promueven ciertas percepciones desde los medios hegemónicos de comunicación. Además, intervienen las interpretaciones y el margen de acción que habilita el Poder Judicial y las fuerzas de seguridad. Pero hay algo que es signo en esta hora y es el vacío mitológico: no hay una épica de este tiempo y entonces hay quienes no encuentran razón para permanecer juntes y es ahí donde lo antidemocrático pasa a ser una opción.
No hay con qué darle. Los contextos mitológicos también hacen a lo ideológico. Nadie pone el pecho por algo en lo que no cree, en donde no hay promesa, en donde no hay fé. Habrá que recomponerla. Rezo por vos, dijo Charly.
Seguir con el problema
Si, como postula Constanza Michelson, “en la medida en que cada uno se identifica emocionalmente con una verdad sin cuestionamiento, no hay ánimo de diálogo para pensar un proyecto político común” (2021: 39) entonces estamos frente a un problema. De los graves. ¿Cómo atendemos el malestar, la urgencia primera, si los canales para el encuentro entre las principales fuerzas políticas están bloqueados? ¿Cuándo se volvió imposible sentarse con el otro? ¿O será, como repite Reynaldo Sietecase citando a Carlos Rottemberg, que la grieta es un negocio? No arrimar posiciones puede ser una opción para quienes compiten electoralmente desde el llano, pero nunca para gobernar. Y hoy, con apremio, la Argentina requiere ser gobernada.
Esta negación a sentarse a la mesa es una posición que anula la única alternativa en democracia, que derriba la posibilidad de construir un consenso sobre el que cimentar el orden. Porque aún no poniéndonos nunca de acuerdo, el hecho de que esa idea permanezca en nuestro horizonte es lo que armoniza las tensiones principales entre el individuo y comunidad, entre el Estado y el mercado, es lo que hace posible la unidad conflictiva que somos. Anularla, no conversar, no hace menos inevitable el enfrentamiento, pero sí lo deja desprovisto de valores, reglas y límites: elimina el para qué de estar juntes y entonces todo vale. ¿Qué nos queda en común entonces? ¿Es posible seguir sin la voluntad de seguir? Para estas escribas no se trata de encontrar una solución final y definitiva, sino de acercar una estrategia o, a lo sumo, una performance para intentar salir del entuerto —a sabiendas de que volveremos a enredarnos y saldremos; y volveremos a caernos y así en loop por los días de los días—. Es eso que Donna Haraway describe como seguir con el problema. Es asumir el dilema en tiempos de urgencia, sin negarlo, sin relativizarlo, pero tampoco decretando un cataclismo tan irresoluble como paralizante porque así “se da por terminado el juego” (2019). Es reconocer la crisis para darle lugar a nuevas preguntas, aún cuando no tengamos respuestas para ellas. Es intentar hasta que salga, es buscarle la vuelta, es aproximarse desde otro lado. Es empeñarse en encontrar algo en la yunta de enfrente, en rebuscar los repertorios de acción que conocemos mientras ideamos unos nuevos, es repensar lo que se piensa y cómo se piensa, hasta que nos salga. Es quedarse a pelearla, es querer que nos salga. Es saber que así no va más, pero que de alguna forma tiene que ir. Si el ya fue es actuar fuerte rifando lo que venga después, seguir con el problema es desensillar hasta que amaine, para vislumbrar el horizonte común.