Cuando era pequeña era una niña gorda, segura de mí misma, mandona, ridícula y novelera. Si de repente en mitad de la cena se me ocurría que quería hacer un concurso de talentos de tres cuartos de hora conmigo como única protagonista, esto se veía como un comportamiento totalmente normal y, de hecho, loable. Siempre fui excéntrica. Mi madre, mi abuela y mi abuelo son personas que iban muy a la moda. Mi madre era una maestra del ahorro: a menudo compraba en la tienda de ropa de segunda mano que había en nuestra calle, cosas como polleras u overoles, y las acortaba hasta que eran versiones en miniatura del original, a los que añadía puntillas y pintura con volumen. El resultado eran unos intrincados conjuntos rococó. Mi abuela era un poco más reservada pero le encantaba un buen detalle con muchos brillos. Con la vejez se aficionó mucho a un esmalte de uñas de purpurina de la marca Daiso. Mi abuelo era un pavo real: siempre iba de amarillo, verde, rosa intenso, a veces incluso con estampados de flores. Tenía dientes de oro y un Ford Thunderbird dorado de 1993, que heredé cuando murió en 2015.
Mi familia no es perfecta. De hecho, mi familia es muy disfuncional, pero siempre se les dio muy bien hacerme sentir como la reina del mundo. Crecí sintiéndome adorada de muchas maneras. De pequeña siempre me llamaban reina.
Mis abuelos, que fueron quienes me criaron, eran ambos inmigrantes mexicanos. Mientras crecía fui aprendiendo por ósmosis cómo cambiar de código, cómo vender, cómo sacar un dólar de valor gastando quince céntimos, y cómo amar a Estados Unidos: Capitalismo. Sándwiches. Cereales Cap’n Crunch. Rainbow Brite. She-Ra, La Princesa del Poder. Mantequilla de maní. Golosinas de fruta. Cantar canciones sobre cómo cualquiera puede acabar siendo presidente cuando sea mayor.
Salir adelante sin ayuda de nadie, el famoso bootstrapping, es algo que he visto hacer a mi familia con orgullo durante todos los días de mi vida. La idea tras el bootstrapping es que cualquiera puede conseguir lo que sea, siempre que lo desee con la suficiente fuerza. Esta es una de las piedras angulares de la estética y la ideología estadounidenses. También es uno de los cimientos de la cultura de la dieta.
A diferencia de otras partes del mundo, donde se considera que el destino es algo que está fuera del alcance del ser humano medio, en Estados Unidos el destino es algo que está de forma rotunda dentro del alcance y el control de cada individuo. El fracaso es un problema individual, nunca colectivo, cultural o político. La idea es que si no tenés algo es porque no lo deseaste lo suficiente, o no te esforzaste lo suficiente. Aunque el atractivo de esta idea es innegable, en esta narrativa no hay mucho sitio para consideraciones serias como la justicia o la desigualdad histórica. Pero es esta fantasía —el sueño americano— la que fue el canto de sirena para muchos. Y también era un canto de sirena para mi familia y para mí. El bootstrapping es tan estadounidense como la tarta de manzana.
Mi abuelo era un hombre de esos “que nunca había faltado al trabajo, ni un solo día de su vida”. Sabía lo que los estadounidenses piensan de los mexicanos, así que siempre sentía la presión de ser el doble de bueno. Llevaba colonia y se echaba aceite capilar, con lo que siempre iba bien peinado. Todas las noches se frotaba las uñas con un detergente muy fuerte que no estaba hecho para la piel delicada de sus manos… o de seres humanos. Invertía muchísimo tiempo en leer libros, en aprender palabras nuevas en inglés, en intentar siempre ser más listo que los demás. Aceptaba todas las horas extras que se ofrecían en su trabajo. Ahorraba, se ajustaba a su presupuesto, iba a misa, se compró una casa. Pasó de ser el conserje a ser el jefe de química de la empresa en la que trabajó durante veinte años. Era un “buen” mexicano. Era la prueba de que cualquiera podía empezar en cualquier parte y llegar a ser alguien. Lo que era invisible al mundo exterior era lo atormentado que estaba, lo mucho que se preocupaba, lo a menudo que lloraba en secreto, y cuánto lo avergonzaba su tristeza. No hablaba de las veces en las que lo habían humillado o no lo habían ascendido porque tenía acento. Estaba repleto de rabia, pero lo pagaba consigo mismo y con la gente que más amaba: con mi abuela y nuestra familia.

Hay muchos puntos de coincidencia entre su historia de bootstrapping y la mía. Poco a poco aprendí que era menos que los otros por ser una chica gorda y marrón. Las lecciones que aprendí sobre la inferioridad de mi cuerpo gordo fueron brutales: las que recibí sobre mi inferioridad racial y de género fueron, en comparación, sutiles. Pero ambas educaciones fueron reales y, en cierto sentido, la brutalidad de la gordofobia hizo que más tarde su existencia fuera más fácil de reconocer para mí. Yo lo único que quería era que la gente me tratara como a una persona. Pensé que podría hacer bootstrapping para llegar a ser humana.
Del mismo modo que crecí dejándome la piel para sacar todo sobresalientes y poder ir a una universidad que estuviera en el top cien de las mejores, y trabajar en una oficina y llevar traje todos los días (¡éxito!), ni siquiera vacilé cuando me pidieron que aplicara ese bootstrapping a mi peso. Las dietas encajan perfectamente con la narrativa estadounidense preexistente de fracaso y éxito como un empeño individual.
Tal y como yo lo entendía, mi peso era claramente un problema: mi problema. Y descubrí que era mi responsabilidad arreglar mis problemas. No me enseñaron que a alguna gente no le gustan las personas gordas porque son intolerantes, y que es responsabilidad suya no ser intolerantes. Me enseñaron que todo el planeta odia a las personas gordas porque es una verdad universal e innegable que las personas gordas son malas. Presentado de esta manera, no tenía sitio para considerar que el tratamiento que yo recibía era poco ético o siquiera raro. Lo acepté como la verdad que había existido desde siempre. No fue hasta que empecé a investigar la historia y sociología de la gordura cuando descubrí que la manera en la que tememos a la grasa es un constructo social. “Gordura” y “delgadez” son categorías de mentira, al igual que lo son “gay” y “hetero”. Se crearon con la única intención de controlar a la gente.