Tengo esclerosis múltiple y mi familia no me deja salir de casa. Lo hacen desde el amor y por recomendación de la Sociedad Argentina de Neurología, personificada en mi neuróloga, quien al principio de la pandemia de COVID-19 me envió un PDF de la institución por WhatsApp. La recomendación de aislamiento social en la casa, sin embargo, entra en contradicción directa con otra advertencia acerca de las terapias modificadoras de esta enfermedad ya que “la interrupción de ciertos fármacos (natalizumab y fingolimod) por tiempos relativamente prolongados puede producir rebote de la enfermedad”. No es una opción dejar de salir, no es una opción dejar de tratarme.
Hace cinco años esta enfermedad autoinmune, neurológica y crónica (del latín chronos: una vida, “a lifetime”) me transita. Hace dos me lleva a Flores para tratarme, a una rutina demasiado espaciada para ser considerada extraña pero tan frecuente que ya conozco todos los pasos. Lxs enfermerxs, lxs recepcionistas, los sillones teal (no hay traducción de ese color, pero lo juro que verde azulado no transmite su especificidad), en fin, todo eso me es familiar. En contexto de COVID-19, siguen siendo todxs los mismos, solo que ahora usan barbijo y te piden que por favor no te apoyes en nada: “es por vos”. Como sea, en mi primer tratamiento bajo amenaza de Covid fui vestida para la guerra, con tapabocas verde y campera camuflada. Es el canto sutil de mi moda.
En estos años tuve tres brotes y transité cuatro tratamientos distintos durante la evolución de mi enfermedad autoinmune. Desde el último brote a esta parte el tratamiento es una infusión mensual de natalizumab, un anticuerpo monoclonal que suprime el “ataque” de mis células T, una de las líneas de defensa que tiene el sistema autoinmune, hacia la mielina que cubre los axones de las neuronas de mi cerebro. Tengo más lesiones en el cerebro que cualquier otra cosa. Una vez usé la palabra gruyere y la gente se preocupó. Las enfermedades autoinmunes no tienen una explicación científica, no se sabe qué es lo que las dispara. El trabajo detectivesco por mi vida postdiagnóstico me llevó a pensar que quizá hubo ocasiones de mi vida dónde me comporté como capitalista con mi propio cuerpo. La última vez que broté estaba en Galápagos y me afectó el habla.
El entusiasmo por salir de mi casa por primera vez en un mes me acompañó todo el camino hasta la clínica, sobre todo porque me llevaba una amiga de las salvadoras. A unas cuadras de la clínica, cuando me pude despegar de la charla, empecé a reparar en algo: había como doscientos metros entre persona y persona. Los negocios estaban cerrados. El cartel del kiosko en el que bajé para comprar sedas me pidió mantener distancia. La entrada de la guardia estaba custodiada por un profesional de la salud sin rasgos visibles que me quitó toda locuacidad. Detrás de una cinta retráctil, me preguntó —con un dejo acusatorio que aún no sé si me inventé— qué me traía a la clínica. Empujé en su dirección el celular con la orden de infusión y balbuceé que estaba en tratamiento hace veinticinco meses. La recepcionista, la misma de siempre, con sus pelos platinados e idéntica energía, me pidió por favor que me tape la nariz con el tapaboca. Éramos las únicas personas presentes en la sala de espera y en la parte de la espera propiamente dicha cada tres sillas había una tachada con una gran equis de cinta plástica roja. Firmé la hoja que me daba un motivo para estar ahí. Ya me había puesto alcohol en gel dos veces en los tres minutos que tardaron en llamarme para que pase a otra habitación.
La unidad de observación de esta clínica es donde van lxs pacientes limbo—lxs que están para internación pero no hay camas, o les tienen que hacer estudios o se pasan tratamientos como el mío— y en general está más o menos lleno de personas que terminan siendo compañerxs ocasionales del quehacer mensual. Ahora, estaba totalmente sola en mi paciencia y rodeada de profesionales de la salud, enfermerxs, médicxs, que se saludaban con los codos de manera enérgica. Se acercó un enfermero, empezó a prepararme el brazo para la vía y me preguntó si quería un barbijo de verdad, de los que no te venden sin matrícula. No tuve mucha opción.
Tengo un ritual para las infusiones: me saco una selfie, a veces beboteadora, otras desafiante, de vez en cuando triste. Esta clínica está cubierta de carteles que dicen que está prohibido fotografiar en la institución, entonces la selfie es una especie de transgresión que me devuelve un poco de mi agencia. También los puchos que me fumo a la entrada y a la salida de la guardia. Todas las enfermedades de alguna manera te quitan la agencia.
En algún momento del desarrollo socio-histórico, lxs pacientes le cedimos a nuestros médicxs la potestad del saber/poder acerca de lo que nos aqueja. Las mujeres y las feminidades sabemos bien de qué se trata eso. Una negocia con la realidad constantemente cuando tiene una enfermedad, cualquiera sea, pero si tenés una medio rara que la gente no entiende bien de qué va y no se te nota en la cara que la tenés, encima tenés que negociar con muchxs necixs. La necedad de algunxs médicxs puede llegar a ser tremenda porque la comprensión de la medicina alopática de las enfermedades autoinmunes es muy limitada.
Joanna Hevda, autora de Sick woman theory (teoría de la mujer enferma) y paciente de endometriosis, bipolaridad, desorden de despersonalización, ataques de pánico y una enfermedad autoinmune sin definir, también luna en cáncer en casa ocho y marte en casa doce, lo explica clarísimo: “mente y cuerpo son sensibles y reaccionan a regímenes de opresión, en particular al actualmente vigente de patriarcado heteronormativo, neoliberal, racista, imperialista y capitalista. Es que nuestros cuerpos y nuestras mentes llevan este trauma histórico y es el mundo el que nos está enfermando y manteniendo enfermas”.
Digamos que estaba pensando en eso mientras me quedaba quietita, con la vía puesta y conectada a la droga, en mi sillón verde azulado en la unidad de observación. “Me aburro”, le escribí a mi amiga salvadora, que no bajó a la clínica. “Estoy escuchando a Tognetti”, me contestó. Me saqué otra selfie, con el barbijo quirúrgico, cuidando de cómo se me viera el escote. Había traído el cuaderno para empezar a anotar las cosas que me tenía que llevar de mi casa, segunda parada estratégica de ese día, pero tampoco me podía concentrar. Lo que llegaba a escuchar desde la aglomeración de médicxs alrededor del mostrador era inquietante pero no llegaba a interesarme del todo, no tenía auriculares, no tenía señal de internet, tenía un poco de frío. No bajaba el natalizumab disuelto en 60 cc de solución fisiológica.
La irrupción de la pandemia y lo imponderable de su aparición puso al centro de la escena vital un virus. Las personas que ya estábamos enfermas vemos las maneras que se metaforiza la enfermedad como “enemigo” y éste momento que estamos viviendo como una “guerra”. Tampoco lxs enfermxs escapamos de esas lógicas, hablamos de “ataque” de nuestro sistema autoinmune para generar un lenguaje en común. También vemos, con interés, cómo de pronto las tareas de cuidado, como la higienización de los espacios de vida, la desinfección de compras, la preparación de comida, entre muchas otras actividades, se vuelven la primera línea de defensa contra el COVID-19. No sorprendo a nadie si explicito que éstas son todas tareas feminizadas. Tampoco es notable si digo que no se me ocurrió pedirle a un chabón que me acompañe la clínica. Vuelvo con Hevda: “La mujer enferma es necesaria para el capitalismo para sobrevivir porque no se puede hacer cargo de nuestro cuidado, su lógica de explotación requiere que algunx de nosotrxs muera”.
Mi enfermedad me construyó como sujeta política en todos lados menos la habitación donde me hago la infusión mensual. En este espacio tengo miedo, algo de aprehensión permanente e intento que el tiempo pase lo más rápido posible. Las primeras veces que me hice el tratamiento hasta me dormía. En contexto COVID-19 ni siquiera me pude relajar. La bolsa de medicación no bajaba más e intenté perforarla con la mirada. En ese instante, se acercó un enfermero y me salvó. Me charló de los recursos movilizados, de Trump, hablamos de la respuesta estatal y de nuestras predicciones para el fin de la cuarentena, de la temporada “alta” y sus otros laburos. Pude enfocar en otra cosa que no fuera esa habitación vacía de enfermxs. Acompañar también es cuidar. Y llevarse a lugares con miedo quizá sea valentía real.
Para el nuevo mundo que se nos viene —al menos yo parto de la idea de que la normalidad vieja era injusta y cruel— pensarnos desde el eje de las tareas de cuidados y la mujer enferma puede ser un pasito en la dirección correcta. “Lo más destructivo de concebir al bienestar como el valor por defecto, es que la enfermedad se vuelve temporaria. Cuando estar enfermo es una desviación a la norma, los cuidados y los apoyos también lo son”, resume Hevda.
Me encuentro ya inserta en una red de cuidados, de acompañantes, de personas que me sirven de “recordatorios”, de subjetividades dispuestas a charlar cuando el peso de la incertidumbre sobre el modo que viviré mi vida sea hace insoportable. Y lo que es aún más complejo: estoy aprendiendo a reconocer que necesitar ayuda no me quita mi autonomía ni me hace menos. En este sentido me gusta fantasear en mundos posibles: ¿Llegará el momento que nuestros cuerpos no sean variables de ajuste? ¿Podremos pensar en el reconocimiento económico de las tareas de cuidado todas, hasta las propias? ¿Lograremos considerar que todas las vidas son dignas ahora que todxs somos pasibles de estar enfermxs?
En cuánto la última gota de la droga ingresó a mi cuerpo las cosas se volvieron a acelerar: el enfermero me sacó la vía, me tapó la microherida con algodón y cinta, me dijo que espere cinco minutos que fue uno, me levanté, saludé a todxs lxs médicxs y enfermerxs con un sonoro “¡nos vemos el mes que viene!” y me fui casi corriendo. Mi amiga me esperaba en el auto, me subí a la parte de atrás con mi tapaboca cubriendo el barbijo y finalmente me relajé.
Fuera de la unidad de observación, la vida como esclerótica es más sencilla. La burocracia de las recetas, que en la vida anterior se hacían pesadas, ahora se pueden hacer vía mail. El diálogo con mi neuróloga siempre es fluído. La Asociación Argentina de esclerosis múltiple me inunda la casilla de mails con “tips” frente al coronavirus. Ahora siento que estoy más preparada, en términos de paciencia, para lidiar con la amenaza de contagio, como también lo estoy ante un futuro brote de mi enfermedad de base. El terror sordo sigue siendo esa habitación. La cuestión es seguir llevándome.