No nos callamos, solo hacemos silencio

En el marco del 25N, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, recordamos un caso emblemático que cambió la forma de pensar los asesinatos de mujeres en la Argentina: el de María Soledad Morales. En un contexto de desfinanciamiento de las políticas contra las violencias hacia las mujeres y diversidades, seguimos sosteniendo la lucha por visibilizar, crear conciencia, evitar los femicidios y defendiendo nuestros derechos. 

María Soledad, el fin del silencio, documental de Lorena Muñoz estrenado en Netflix, podría haber sido una historia “comprada” para hacer el clásico “true crime” morboso y amarillista. Pero sorprende por fuerza propia, es una reivindicación de las primeras luchas de las jóvenes en la calle, con manifestaciones históricas, precursoras de nuestro Ni Una Menos.  

De todos los casos emblemáticos de los años 90, que se empezaban a convertir en un show de los noticieros de la época, el caso María Soledad Morales tuvo algo especial que se nos clavó en la memoria. Sole podía ser cualquiera de nosotras, sus amigas podían ser cualquiera de nosotras. No creo que haya una sola de nuestra generación, las nacidas y criadas por aquellos años, que pueda olvidar las imágenes que se trasmitían en la tele, los titulares de los diarios. Sentíamos la misma impotencia que las chicas del Colegio del Carmen. Veíamos la impunidad de un crimen tan brutal. 

Las adolescentes habían preparado “La Noche de la Sorpresa”, un baile en un boliche popular de Catamarca, y con las entradas recaudarían fondos para el viaje de egresadas. Sole era una de las que necesitaba la beca. Esa noche se iba a dormir a lo de una de sus amigas, pero al final, entre las 2 y las 3 de la mañana, cambió de decisión. A partir de ese momento, las teorías de lo que pasó esa noche empiezan a divergir. Sus padres la buscan, sus amigas hablan entre ellas. Pero no hay ningún dato hasta que un colectivero ve a dos policías haciendo “algo” a la vera de la ruta, ocultando “algo”. Esa mañana, 48hs. después de su desaparición, se da el hallazgo del cuerpo de María Soledad. En el documental, Muñoz puede contar este momento con la distancia justa, a través del dolor, con datos concretos y poniendo el foco en el accionar de los cómplices y encubridores y no en el morbo que se desata en otras coberturas mediáticas -incluso recientes- que vuelven al caso. Sole nos falta, es una ausencia que todavía nos duele, que dejó cicatrices, pero que también hizo brotar la semilla de la fuerza feminista que estaba por llegar.

La película lleva como subtítulo “El fin del silencio”. Durante estos casi 25 años nos perdimos de un testimonio clave: ahora son sus amigas y la directora del colegio las voces que nos cuentan esta historia, que es su historia. Junto al fiscal Gustavo Taranto y la periodista Fanny Mandelbaum reconstruyen, no solo el caso, el juicio, la impotencia y la valentía con que se enfrentó a la impunidad del poder provincial. Con la madurez de quienes sí pudieron seguir con sus vidas pero no olvidan las sensaciones de aquellos días. La cámara se apaga solo cuando quienes cuentan piden que se pare la grabación, hay muchas emociones que todavía están a flor de piel. El duelo no está cerrado, la justicia no puede reparar la pérdida y muchos de los culpables nunca fueron condenados. 

Las Marchas del Silencio, que llegaron a convocar a más de 30.000 personas en la provincia de Catamarca, se expandieron por el territorio de todo el país. En estas manifestaciones se prende el germen de algo mucho más poderoso, capaz de cambiar la historia de la política nacional y la forma en que percibimos los casos como este. Todavía no teníamos forma de darle palabras a lo que estaba pasando, pero aún así, en silencio, crecía el grito por justicia. Esta película no es solo la memoria cinematográfica de aquellas adolescentes protagonistas, aliadas de su directora de colegio, Martha Pelloni, “una monja rebelde” y de cómo enfrentan a los llamados hijos del poder. Es el relato de la caída de los Saadi y la larga herencia de impunidad que llevaban con ellos. Es un repaso de las alianzas entre la policía que encubría pruebas, los jueces y los acusados y el archivo del primer juicio por violencia sexual y femicidio que fue transmitido por TV y dio como resultado el encarcelamiento de dos de los implicados. 

Lo que pasó entonces y lo que pasó después

Muchas de nuestras infancias transcurrieron buscando las notas en los diarios, parando las orejas cuando se hablaba de María Soledad en la tele, nos prendíamos a canales que no habíamos visto nunca, queríamos saber. Intuímos que nos mentían con las primeras hipótesis: inventos de sectas satánicas, presuntos carniceros que sabían “usar cuchillos”, y por puesto, un “crimen pasional”, que podía incluir una venganza o un escape furtivo de la adolescente, encaprichada con un noviecito o con uno de los verdaderos implicados. Luis “El flaco” Tula, era un hombre once años mayor que Sole, comprometido con otra mujer, y proporcionaba el material perfecto para el “clásico romance oculto que terminó mal”. 

En realidad, Tula fue su entregador. Era parte de un grupo de hombres vinculados con el poder provincial. Por un lado, Guillermo Luque, condenado 8 años más tarde como autor material del crimen, hijo del diputado nacional Ángel Luque. Ambos la llevaron a una fiesta en la que también estaban Pablo y Diego Jalil, sobrinos del Intendente de la ciudad, Arnoldo Saadi, primo del gobernador Ramón Saadi. También estaban aliados con Miguel Ferreyra, hijo del jefe de la policía provincial. Se probó que Sole fue abusada, golpeada y asesinada con ensañamiento, que tenía una sobredosis de cocaína -imposible de haber sido consumida por motus propio, la autopsia concluía que tenían que habérsela suministrado en contra de su voluntad y por vía endovenosa-. Recién en 1998, Tula fue condenado a nueve años de prisión por ser partícipe secundario de la violación y el asesinato, y Guillermo Luque fue condenado a veintiún años de prisión como autor material del crimen. El resto de los implicados no recibió pena alguna. Tanto Luis Tula como Guillermo Luque salieron antes de cumplir sus condenas en la cárcel por buen comportamiento.

Lejos estábamos de pensarnos como parte de la Marea Verde cuando, en septiembre del ‘90, apareció el cuerpo de María Soledad Morales y sus amigas se propusieron llevar esa lucha hasta el final. Una manera de manifestación que nos inspiró y nos hizo creer que entre todas, juntas, podíamos. Nos acordamos todavía de las fotos de Sole, vestida con el uniforme del secundario, de su sonrisa encantadora, el flequillo lacio y la mirada de una chica de 17 años que tiene proyectos como ser modelo y maestra jardinera. Nos acordamos de sus compañeras llorando abrazadas y del frufrú de los pies de esas adolescentes sobre el empedrado, el único sonido que se escuchaba cuando se transmitían sus manifestaciones, que luego fueron famosas: las Marchas del Silencio. 

¿Por qué iban calladas? Martha Pelloni recibió minutos antes de la primera marcha al jefe provincial de la policía, Ferreyra, en la dirección del colegio. Mientras mantuvieron una larga y tensa conversación sobre las hipótesis del caso, quinientas chicas esperaban dentro en el patio, listas para salir. Murmurando, conteniendo la respiración mientras Ferreyra presionaba a Pelloni para que la cosa quedara ahí. Martha sabía que algo más había atrás, cuando el jefe de policía se fue del colegio, autorizó a las chicas a salir a la calle, bajo la consigna de ir pacíficamente a rezar frente a la iglesia, sin gritos, sin canciones, sin más consignas que “Justicia por María Soledad”. Quería protegerlas pero no iba a dejar las cosas “como estaba”. 

Fueron esos lazos entre mujeres, sus amistades y su potencia las que motorizaron la demanda de justicia, las que incansablemente marcharon por todo el país. Incluso con miedo, incluso contra amenazas concretas. El silencio era más fuerte que cualquier grito y pronto, dejó de ser fácil “acallarlas”. En abril de 1991, incluso el presidente en funciones, Carlos Saúl Menem, le suelta la mano a sus aliados políticos y destituye no solo al gobernador Raúl Saadi, sino que decreta la intervención federal del poder ejecutivo y legislativo. Pero el PJ de derecha neoliberal de los ‘90 estaba plagado de alianzas turbias. ¿Quién es ese interventor que llega, aclamado por el pueblo catamarqueño? Luis Prol. Después de años del clan Saadi, después de la intervención, gana la elección el Frente Cívico y Social. Pero Prol no es el único que llega para “aclarar” el caso. Desembarca en la provincia el subcomisario Luis Patti, el caso quedó en sus manos junto con el jefe de la División Homicidios de la Policía Federal, el comisario Enrique Saladino. Por supuesto, la investigación se empantana aún más. Estas designaciones provocaron que el juez que estaba a cargo, Jorge Córdoba Ruiz de Huidobro, presentara su renuncia. Martha Pelloni vuelve a intervenir, habla directamente con Patti, conociendo sus métodos, y le pide que no instale un clima de torturas y presiones. Según contó años más tarde, la respuesta de Patti fue que en algunos casos, ese es el único método que funciona. Aunque el nuevo juez a cargo relevó del cargo a Patti por las múltiples acusaciones de apremios ilegales en su contra, estas fueron desestimadas en la causa penal que se le iniciara. Hoy Patti tiene cuatro condenas a prisión perpetua por secuestros y asesinatos, aunque cumple su condena con el beneficio de la prisión domiciliaria.

Las que seguíamos el caso ya teníamos la certeza de que había que encontrar otra manera de llamar a ese tipo de casos. No eran “crímenes pasionales”. Los que pretendían investigar, en realidad, encubrían a los culpables. Estos no eran asesinatos ordinarios. Había algo más. Escuchábamos las noticias y teníamos ese nudo en el estómago, que fuimos desatando poco a poco. Este era la primera de muchas muertes con las que íbamos a tener que enfrentarnos. Sole podía ser cualquiera de nosotras. Sus asesinos no solo se resguardaban entre sí, con pactos de caballeros, pensándose en esa grupalidad cómplice e impune, sino que además, tenían una larga cadena de encubridores. Ángel Luque llegó a decir que si su hijo “hubiera sido partícipe del asesinato, a la chica no la hubieran encontrado nunca”. Mentiras y ocultamientos, pruebas alteradas, bomberos enviados a “lavar” el cuerpo y cortarle las uñas, desviaciones de la investigación tramadas dentro de las fuerzas policiales y el poder político y judicial. Una larga cadena que llegaba hasta el presidente de aquel momento. Sabíamos que necesitábamos otra forma de marchar entre nosotras. Y otras formas de decir. La palabra que buscábamos no estaba en nuestro vocabulario. Era femicidio