10 años de política feminista desde la panza

El 3 de junio de 2015, hace diez años, una multitud se convocó en la Plaza de los dos Congresos con una consigna muy básica: paren de matarnos. Ni Una Menos fue el puntapié de una serie de cambios en el sentido común respecto a las cuestiones de género. Las demandas se fueron complejizando y cobrando espesor político. Este año, la ya instalada marcha del #3J se pasa al 4 (en Congreso, a las 16 hs), para unirse a las luchas de jubiladxs, trabajadorxs del Garrahan, discapacitadxs, científicxs y todxs lxs afectadxs por el gobierno actual.

Foto de portada: Ni Una Menos

Como escribe la periodista argentina María Moreno, al feminismo “solo los enemigos lo ven en masa”. Pensado así, los feminismos están más vivos que nunca o avivados al fuego de la ofensiva conservadora. Arrollados, sí, agotados en más de un sentido, licuados también en otros frentes de batalla, como corresponde al feminismo transversal e interseccional que respaldamos. Quizás de alguna manera esto responda a las preguntas que flotan: ¿Dónde están las feministas, qué piensan, qué van a hacer? 

A diez años de aquel primer 3J, la pregunta sería ¿qué hizo Ni Una Menos? ¿Qué podemos reconocerle en estos diez años? ¿Qué debe ser sometido a la crítica y tal vez no recuperado en absoluto y qué sí sigue produciendo claves para la emancipación? ¿Fue más que un grito contra los femicidios, reordenó el campo político, emocional y cultural? ¿Fue una revolución desde abajo, con efectos acumulativos? ¿Para dónde acumulan, para quién? ¿Hubo apropiaciones a costa del movimiento, interesadas, con doble estándar ideológico, políticas personales del prestigio? ¿Dejó saldos organizativos? ¿Mostró la cara del nuevo sujeto político a ser subestimado por “la política en serio”: muchas mujeres, lesbianas, travas, maricas, marronas, indígenas, piqueteras transfeministas, de izquierdas, populares?

La organicidad del feminismo es una fantasía, pero ese sueño, como todo sueño, se agarra de trocitos de realidad: lo que ocurrió en 2015 en Argentina es parte de ese material onírico. Ni Una Menos fue un acontecimiento que tuvo lugar en Argentina el 3 de junio de 2015, pero muy rápidamente se autonomizó para iniciar un ciclo de amplificación regional de historias y voces de víctimas de violencia machista, de deslegitimación social de la violencia machista y de pensamiento y de acción en torno a las violencias y los derechos humanos de la mayoría.

Mirado desde el futuro, que es hoy, Ni Una Menos es un ciclo feminista que tuvo un auge entre 2015 y 2018, se trata de un momento de apogeo caracterizado por grandes movilizaciones, como  la “Primavera Violeta” en México en 2016, la marcha Ni Una Menos de Perú en 2016, la marcha multitudinaria del 8 de marzo de 2017 en Uruguay, los paros internacionales feministas que se realizaron los 8 de marzo (8M) en varios países, el Mayo feminista de Chile de 2018, el Movimiento Ele Não en 2018 en Brasil y la reacción social al asesinato de Marielle Franco ese mismo año, entre otros. Podemos mencionar otros acontecimientos sucedidos entre estos años, que coinciden con el #MeToo y la gran movilización feminista contra Donald Trump en enero de 2017 en Estados Unidos, grandes movilizaciones feministas en países europeos, y con la Marea Verde por la legalización del aborto en Argentina en 2018. 

Ni Una Menos, con sus muchas expresiones regionales, se puede reconocer parte de un movimiento histórico, con hitos organizativos fundamentales en las tres décadas de Encuentros Nacionales de Mujeres y en la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto legal, seguro y gratuito. También en la lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, en los movimientos LGBTQ+, en las que se organizaron en sindicatos, las piqueteras, las migrantes, indígenas y afrodescendientes y en la larga historia de luchas por la ampliación de derechos. Y a la vez se arraigó en las generaciones que brotaban al calor de esas marchas, en un intercambio generacional rico y provechoso. 

Ni Una Menos también es un momento de expansión de las bases feministas, de subjetivación intensa. El momento de declive callejero luego de la visibilidad de esos años sedimentó en otros espacios, en organizaciones, lugares de trabajo, prácticas cotidianas y actividades varias que, de a poco, fueron atravesadas por un desafío igualitarista. En cada territorio, su gramática propia, su “estructura de sentimiento”.

Ni Una Menos significó un cambio cultural a partir de la pregunta sobre si el lugar social que ocupamos es natural o una construcción que tiene costos para nuestras vidas. Ese aguijoneo provocó una revolución desde abajo.

El comienzo de Ni Una Menos como colectivo (hubo una treintena de personas que desde marzo de 2015 organizaron diversas acciones, entre ellas la masiva movilización del 3 de junio en toda Argentina) estuvo marcado por cómo caracterizar el fenómeno de la violencia de género y quiénes tenían responsabilidad en la espectacularización del fenómeno, en la prevención, en la naturalización de la desigualdad. Capas y más capas. Por entonces se usaban expresiones como “grito colectivo”, “estamos hartas” o “basta” como símbolos que sintetizaban la disposición emocional manifestada socialmente como el reclamo de un límite y un pedido de atención. 

Ese grupo era plural en lo ideológico, diverso en trayectorias, con acuerdos que se limitaban a que el eje central del movimiento era la violencia de género y el reclamo al Estado. No mucho más. También había un cálculo temeroso de los efectos que un documento muy politizado, o muy feminista, podía provocar en lo que se adivinaba como un acontecimiento sin precedentes. De hecho, el primer documento no llevó la palabra aborto, sino un eufemismo, pensando en que se abría un proceso que iba a ir incrementando y sumando demandas. El pañuelo verde, sin embargo, estuvo en el escenario.

De forma prioritaria, las políticas públicas feministas del primer Ni Una Menos debieron dar respuesta a una construcción cultural en la que la figura de la víctima ocupaba un lugar central y al mismo tiempo nos identificaba a todas. La legislación sobre violencias de género es anterior a este ciclo, pero es en el ciclo Ni Una Menos que se establece en el sentido común la concepción de que la víctima porta una verdad indiscutible y que, al mismo tiempo, de una manera u otra todas somos víctimas del patriarcado. Esta narrativa se presentó con tal contundencia, como un asunto vital (“paren de matarnos”, “vivas nos queremos”), que la necesidad de dar una respuesta acorde al tamaño de la demanda quizás haya obturado, al menos en los primeros años del ciclo, la posibilidad de pensar otras lógicas políticas.

Foto: Gala Abramovich

La violencia de la desigualdad

Para la primera huelga internacional feminista, el 8 de marzo de 2017, ya el proceso organizativo era asambleario. Para ese entonces Ni Una Menos hizo explícito que debajo de la violencia de género había pilares que sostenían la desigualdad: la distribución de la riqueza, ser construidas con menor relevancia social, la invisibilización de las tareas de cuidado. Los cuidados, sin embargo, no fueron tomados con decisión como una bandera por el movimiento.

Ni Una Menos se construye sobre una agenda feminista centrada en las violencias, como una respuesta a la visceralidad del reclamo feminista y no feminista, y produce derivados contrapuestas con el progresismo; como ya hemos dicho muchas veces en LatFem, el punitivismo feminista es un borde muy peligroso y concreto de nuestro ciclo. Es uno de los modos en que el feminismo iniciado en 2015, que se nutre y se alimenta de otros repertorios políticos, como el securitismo o el denuncismo, construye una vertiente no-progresista del feminismo.

En los últimos años nos sorprendimos construyendo una analogía entre progresismo y feminismo, incluso en el plano nacional se ha llegado a decir que el progresismo/feminismo había de algún modo arruinado al peronismo, el partido político mayoritario y principal opositor a las políticas de la derecha radical. 

El llamado feminista es una reacción a una incorporación insuficiente de las mujeres, personas LGBT y sus problemas en las políticas de los gobiernos democráticos progresistas o populares de nuestra región. Es por esa insuficiencia en la respuesta a los reclamos de las mujeres, feministas y comunidad LGBTQ+ que en el ciclo feminista de la segunda década del siglo aparece el Estado y los gobiernos como sitios a intervenir desde los feminismos. Y si aparecen los Estados como esos sitios hacia donde es posible recurrir es porque de algún modo esas puertas ya habían sido abiertas al diálogo en los gobiernos progresistas o populistas de la primera oleada. Con esto queremos decir que si bien el pueblo feminista (como dice Graciela Di Marco) reacciona desde la frustración con el Estado, el modo en que se produce ese reclamo (con grandes manifestaciones callejeras, conversaciones sociales amplificadas y heterogeneas, el apoyo de todo el arco político, etc) solo fue posible por la preexistencia de gobiernos que habían hecho de los derechos humanos y las políticas sociales asuntos prioritarios (aunque hubieran sido insuficientes en términos de la violencia machista).

El acontecimiento Ni Una Menos, ese evento que inaugura un ciclo, surge de la frustración y la desilusión. De un súbito reconocimiento de que las mujeres (principalmente las mujeres) estábamos desprotegidas y en riesgo y que “nadie hacía nada”. Las manifestaciones feministas son masivas pero no son espontáneamente políticas, en el sentido de político partidarias. Las mujeres salen desde el estómago, indignadas. El feminismo como un actor masivo callejero no nació politizado, fue necesario un proceso de traducción de esa rabia “desde el estómago” a agendas políticas, eso se logró durante el macrismo, cuando el feminismo y en particular Ni Una Menos se construyó como un actor opositor y abiertamente antineoliberal.

¿Cómo se traduce la rabia en proyectos que deben conseguir avales, convencer a burócratas y jefes políticos, insertarse en formularios, etc? Quizás algo propio de este ciclo sea cierto desfasaje entre las agendas de las expertas, que emanan desde las organizaciones de la sociedad civil y los organismos internacionales, y las agendas de las feministas de a pie, que pivotean entre las necesidades materiales urgentes y las lógicas del feminismo pop. Si bien hubo y hay esfuerzos para crear puentes entre los diversos feminismos para que la política pueda dar respuesta ajustada a las demandas del movimiento, lo cierto es que esa traducción nos dejó gusto a poco. Se trató de meter una marea revoltosa dentro de una cubetera estatal, el resultado claro que nos deja heladas.

Pero se han logrado grandes cosas con el entrismo, articulando entre actores tan disímiles, pivoteando entre las asambleas, los grupitos de WhatsApp y los despachos. La Ley IVE es el gran ejemplo de cómo se pudo aprovechar el caudal político que se fue dragando desde 2015. La marea verde en 2018 y la promulgación de la ley en 2020, durante la pandemia, sin embargo, dejó exhaustas a las feministas y provocó efectos muy difíciles de controlar en el campo progresista. 

Cuando se aprobó la Ley IVE, entre las feministas nos preguntábamos, ¿y ahora qué sigue? ¡Vamos con los cuidados!, decíamos. Pero, otra vez mirando desde el futuro, que es hoy, quizás haya sido un error pensar las agendas temáticas feministas como una lista de objetivos a cumplir: primero, el aborto; luego, los abusos; luego, los cuidados; luego, la paridad; y así siguiendo. La insistencia obsesiva en un tema en la discusión pública, incluso su tratamiento comunicacional como un producto a colocar en el mercado de las conversaciones, si bien puede ser exitoso en términos de los objetivos, puede tener como contraparte la pérdida de integralidad de los conceptos y de la política feminista, al punto de que grandes porciones de la población femenina, una vez legalizado el aborto, no conozcan la implicancia que ese derecho tienen en sus propias vidas.

Foto: Sol Avena

Muchas feministas han sacado rápidamente esta conclusión y encaminaron sus esfuerzos en construir otro feminismo desde la panza, desde las panzas cada vez más vacías de las mujeres de los barrios y de las comunidades. Un feminismo que se llama popular, que busca tener respuestas frente a las necesidades concretas de las personas que el capitalismo, o el neoliberalismo, o el libertarianismo, o el Estado Benefactor deficiente, no logra satisfacer. Un feminismo que pone la vida en el centro, la vida humana y la vida de los ecosistemas. Pero también otras han notado que por momentos un feminismo que va detrás del desastre, poco tiene para decir del futuro y de un proyecto integral de transformación para la región y para cada país en particular. 

En la última década, el feminismo fue aluvional, logró avanzar más lejos que nunca, desbordó sus propias expectativas, inundó el campo de la cultura y de la política con la promesa de que crecerían allí nuevos frutos y, al mismo tiempo, que el regadío ahogaría conceptos, prácticas y relaciones de un viejo orden arbitrario e injusto. Durante los primeros años del ciclo Ni Una Menos, iniciado en 2015, el estallido feminista fue bien recepcionado y hasta festejado por la política y por la sociedad en su conjunto. Sin embargo, en un momento que podríamos fechar entre 2021 y 2023 comenzó a incomodar.

Desde entonces, hemos escuchado y leído cientos de veces que el feminismo ha ido demasiado lejos, que fue un exceso, que las feministas se pasaron tres pueblos. O que el feminismo se convirtió en vigilancia y control, de arriba hacia abajo y horizontalmente. Que las feministas son responsables de la derechización radical y/o de la perversión de los valores tradicionales y nacionales. Que “hablar con la e” no es inclusión, que decir “violencia de género” es discriminación, que la teoría de género es un lobby globalista y que el lobby queer quiere corromper sexualmente a los niños. Que el feminismo es wokismo pero también terrorismo y comunismo. O que el feminismo es burgués clasemediero y, además, cosa de zurdas roñosas. Todas formas de rechazar desde la incomodidad un imaginario, una lengua y un modo de hacer feminista. 

Desde 2015, la mayoría de los gobiernos nacionales y provinciales se vieron obligados a pronunciarse sobre la violencia machista y definir políticas de prevención, como la ley Micaela. Los medios tuvieron que cambiar la manera en que contaban la violencia machista.

Desde la primera marcha, muchas personas comenzaron a reconocer situaciones de violencia en sus entornos y a cuestionar prácticas que antes estaban naturalizadas. El universo del micromachismo entró bajo la lupa. Para que esto pasara, no hizo falta ser feminista. Lo que se masificó fue la incomodidad ante roles desiguales. La biología no es destino -esa vieja frase de afiche feminista- se hizo deseo de vivir con más libertad que antes, sin jerarquías de género. También aprendimos a acompañar, a hacer redes. Hicimos charlas intergeneracionales, con voluntad no adultocéntrica, que no siempre funcionó.

Ni Una Menos dejó a las maricas afuera, primeros traidores de la masculinidad hegemónica. No fue deliberado pero fue así, contra toda la trayectoria de alianzas previas desde la posdictadura. El sujeto del discurso principal fue la mujer heterosexual cis, más víctima que rebelde corporal y disidente. Hoy el discurso del gobierno es antifeminista, pero socialmente la homofobia, el transodio y el lesboodio están desatados.

Dependemos de los demás, materialmente y para construir nuestro sentido social. Saberlo nos abre a la posibilidad de la esperanza, la resistencia común y la conciencia de la responsabilidad en los cuidados mutuos. También implica saber que si cortan los derechos de un grupo, nos afecta a todxs. Construimos un estar en la calle, hicimos de la calle una casa, con elementos traídos de los escraches de HIJOS, las marchas del orgullo, los pañuelazos de la Campaña por el Derecho al Aborto. Nos apropiamos de las redes para quienes no podían poner el cuerpo también estuvieran. Cabe la pregunta sobre si la ritualización es una forma de conservadurismo, si la política de efemérides interpela.

A 10 años de ese acontecimiento, Ni Una Menos, aprendimos muchas cosas, y nos hemos convencido de que las feministas hacemos política en todos lados. Que nuestras estrategias son impuras y que no vamos a creernos que estuvimos equivocadas en reclamar y en organizarnos para avanzar sobre todo lo que esté a nuestro alcance. Los desafíos hacia el futuro son muchos, pensarnos como un actor político local es uno de ellos, poner en valor nuestras estrategias frente a los que nos gobiernan, sean quienes sean, desde la panza.


*Integrantes del colectivo organizador del primer NUM.