El 18 de septiembre de 2012 hubo un ciclón extratropical en Uruguay, parecido al que pegó el fin de semana pasado en la costa sur y contra la ventana de mi comedor en Montevideo. En aquel momento nos asombramos de las fuertes ráfagas, pero seguimos saliendo. Tanto, que una de las imágenes que siempre tengo grabadas en la memoria es la de un hombre de bigotes cruzando bajo el aguacero desde plaza Independencia a la sede de Presidencia, con un tabaco de armar encendido en la boca, el termo bajo el sobaco y el mate en una mano, agarrado con la otra mano de la cuerda blanca atada de un poste frente a la plaza a otro de enfrente. Así, casi como si nada.
Hoy, con otro ciclón extratropical que pasó y el récord mundial de muertes por coronavirus por habitante, en Uruguay muchxs siguen como si nada y otrxs tantos hacen lo mejor que pueden. Casi todos los días son récord: 4581 casos el 20 de mayo, 4586 una semana después, un promedio de 50-60 muertos por día. Uruguay tiene una curva ascendente, en una pista de carreras regional donde no está solo.
Solo parecía estar el año pasado. En los primeros seis meses de pandemia llegamos a tener “cero” muertes por varios días. Hoy podemos cantar como Jaime Roos, “antes éramos campeones, les íbamos a ganar” y estamos más para lo que seguía de la canción: “parece cosa de locos, les va cada vez peor”.
Uruguay tiene el promedio diario de contagios de COVID-19 cada 100 mil habitantes más alto del mundo. A comienzos de mayo, este dato ubicó al país en la tapa del diario New York Times. Una vergüenza internacional que el presidente Luis Lacalle Pou prefirió surfear en la ola de la “libertad responsable”, es mantra que repite para culpabilizar a la población de no estar haciendo lo suficiente para cuidarse, sin restricciones claras (excepto cerrar de nuevo teatros y cines y, por supuesto, mantener a niños, adolescentes, maestras y familias en la incertidumbre de clases virtuales, presenciales y vuelta paulatina).
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Mientras tanto, el presidente no tiene más soluciones que retar a la ciudadanía porque no bajan los contagios diciendo que “si fracasa la libertad responsable, fracasa la humanidad”, y que la gente no puede quejarse de cómo está la situación si después hace un asado de a veinte, aunque al día siguiente se lo vea a él mismo en un asado con otras 20 personas, entre dirigentes de la Conmebol, la Asociación Uruguaya de Fútbol e integrantes del gobierno. O restringe la cantidad de personas permitidas para un velorio, pero despiden al ministro del Interior, Jorge Larrañaga –fallecido súbitamente de un paro cardiorrespiratorio el sábado 23- en un enjambre de políticos y legisladores sospechosos de tener COVID abrazados en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo.
A esto se sumó que el Arzobispo de Montevideo, Daniel Sturla, se acercó en la caravana de despedida de Larrañaga y saludó a varias personas frente a la Catedral a pesar de estar esperando el resultado de un hisopado, enterándose un día después que era positivo de COVID.
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Vacunación made in China
¿Por qué no bajan los contagios, a pesar de que el plan de vacunación avanza en todo el país? No sólo la vacunación empezó más tarde que en otros países de la región, recién el 1 de marzo, sino que nunca se frenó la movilidad desde que, hacia fines de 2020, se aflojaron las propuestas de “exhortar” a la población a una cuarentena preventiva no obligatoria y se abrieron todas las actividades.
Para la comunidad médica no hay dudas: “No nos alcanza con la vacunación para controlar la epidemia”, expresó la magíster en epidemiología Jacqueline Ponzo en su Twitter el 22 de mayo.
De lxs tres millones y medio de habitantes menos de un millón ha recibido la segunda dosis de la vacuna, en una coyuntura de máxima circulación comunitaria del virus en sus variantes más peligrosas y contagiosas.
La variante P1 está presente en todos los departamentos del país. De hecho, el 99% de las muestras de coronavirus de mayo son de esta variante, según un informe del Grupo Interinstitucional en Vigilancia Genómica del Instituto Pasteur difundido este lunes. Con nuevas variantes, parte de la eficiencia de la vacunación “se pierde” y se necesitan más personas para alcanzar la inmunidad de rebaño. En Uruguay se aplican vacunas Coronavac, Astrazeneca para la población en general y Pfizer para personal de salud y otras personas de mayor riesgo o con mayor exposición al virus.
Al 26 de mayo, el 76.5% de las camas de terapia intensiva estaban ocupadas, más de la mitad (53%) por pacientes COVID. Una de las pocas medidas del gobierno fue aumentar la cantidad de camas, pero sin aumentar en proporción la cantidad de personal capacitado y sin otras medidas paliativas. Cuando bajaron los números de ocupación de camas, varios vocerxs de la comunidad médica advirtieron que esto pasaba porque la gente se moría, no porque fuera dada de alta.
“La velocidad de vacunación es insuficiente para contrarrestar la velocidad de contagios causada por la alta circulación comunitaria del virus y predominancia de cepa P1 más contagiosa. No disminuir la movilidad expone [a] más del 70% de la población (no inmunizada) a enfermar y morir”, advirtió Álvaro Niggemeyer, cardiólogo e intensivista, también en Twitter, una de las voces más críticas sobre la gestión del gobierno en la pandemia.
Oídos sordos
A diferencia de otros países, desde el comienzo de la pandemia Uruguay cuenta con un Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) que realiza periódicamente análisis de la situación epidemiológica y eleva recomendaciones al Presidente, sobre las que se esperaría que se basen las medidas de gobierno para contener y frenar la pandemia, pero esto no pasa tanto como el GACH quisiera. En enero hicieron un documento en el que remarcaban que el país debía lograr al menos una meseta de 200 casos diarios e ir a la baja, para mantener un control sanitario, seguir el hilo epidemiológico y no saturar las internaciones. El 28 de febrero se contaron 633 casos diarios y 5 muertos. Ninguna de las recomendaciones (inclusive escalonadas, según el nivel de gravedad de la pandemia) fue tenida en cuenta por el Poder Ejecutivo y, promediando marzo, los casos seguían subiendo.
Ante los oídos sordos del Lacalle Pou, el coordinador del GACH, Rafael Radi, dijo en un noticiero de horario central que había que “blindar abril”. Abril no se blindó y empezaron las cifras récord de contagios y muertes que se mantienen (o superan) hasta hoy. Termina mayo y Radi dijo este jueves en el semanario Búsqueda: “Hay que apagar. Chau. Porque hoy es tan grande la circulación que si cerrás una cosa y no la otra, lo que bloqueás por acá se te traslada por allá”. La respuesta del gobierno fue difundir los resultados de un estudio preliminar sobre la efectividad de vacunas anti SARS-COV-2 en personas vacunadas con dos dosis: 57% para Coronavac y 75% para Pfizer.
Si bien la percepción de riesgo creció en la población, esto no tiene por qué traducirse en mayores cuidados personales, menos aún si no hay medidas restrictivas claras ni compensaciones económicas para evitar salir a trabajar y exponerse al riesgo de contagio, o poder trabajar desde casa en las condiciones adecuadas. La preocupación personal por contagiarse pasó de un 63% en febrero a 74% en marzo, según los informes del Observatorio Socioeconómico y Comportamental (OSEC) del GACH, y la respuesta sobre si el COVID afecta a mucha gente en el país subió de 69% a 81%.
También subió la percepción del riesgo entre las personas de nivel socioeconómico más bajo, que son quienes están más expuestas al virus porque tienen menos posibilidades de quedarse en su casa. “Tienen que salir a trabajar y usar el transporte público, probablemente tienen menos acceso a los hisopados y a saber cómo circula el virus en sus entornos próximos, y no tienen condiciones estructurales para tener mayor protección”, explicó la psicóloga Alejandra López, integrante del OSEC.
A la vez, las mujeres perciben más el riesgo que los hombres. “Esto es coherente con lo que la literatura de género nos ha enseñado: los hombres son más tomadores de riesgo, son quienes más mueren por accidentes de tránsito, sufren más muertes violentas, son quienes más cometen suicidio, llegan más tarde a los servicios de salud y habitualmente adoptan menos conductas preventivas. Entiendo que la medicalización de los cuerpos de las mujeres y las pautas de socialización de género tienen que ver con esto, dado que está presente en la conducta de las mujeres realizarse estudios como el Papanicolaou o la mamografía, por eso estamos mucho más entrenadas para actuar preventivamente en salud que los hombres, y esto se refleja en otros campos de la vida social como en la exposición a los riesgos. En el contexto de COVID, esto también se refleja en que las mujeres tienen mayor preocupación por la enfermedad, perciben con más claridad el riesgo y tienen más temor a enfermarse”, dijo López entrevistada en la web de la Universidad de la República.
El difícil equilibrio entre parar la movilidad y parar la olla
La crisis sanitaria va de la mano de la crisis económica y social en el país. En las calles se multiplican las personas que duermen en rincones, en parques o en la puerta de comercios cerrados, que arrastran un carro o tiran de un caballo y revuelven en los contenedores para sacar restos de basura, y que hacen fila en las ollas populares que funcionan todos los días en plazas y clubes barriales. La población en situación de calle aumentó 52 por ciento desde 2019; en julio de 2020 el ministerio de Desarrollo Social censó a 3916 personas que pernoctan a la intemperie o en refugios, 90% eran varones.
La CEPAL lo advirtió en 2020 y lo reiteró en marzo de este año: Uruguay es uno de los países que menos ha invertido en respuestas a la pandemia. En especial, para frenar el crecimiento de la pobreza es el que menos invirtió en transferencias monetarias. El gobierno destinó el 0,7% del PBI en medidas que atiendan a las poblaciones más vulnerables a caer en la pobreza extrema e indigencia ante la pandemia. La cifra se ubica muy por debajo de países como El Salvador que invirtió un 11,5% en medidas económicas o Brasil que destinó un 7,5% de su PBI anual, detalla el informe de CEPAL.
Mientras que el 1% de la población más rica en Uruguay concentra un ingreso equivalente al 50% por ciento de la población más pobre, el primer año de pandemia dejó 100 mil nuevos pobres en Uruguay (35 mil niñxs y adolescentes) y elevó el índice de pobreza al 11%. La economista Andrea Vogorito opinó esta semana que “el aumento de la pobreza no hubiera sido tanto” si el Estado hubiese fortalecido las transferencias sociales que suele otorgar a los sectores vulnerables. Los hogares que están por encima de la línea de pobreza también vieron reducidos sus ingresos.
Desde la Intersocial, una plataforma que agrupa a la central sindical y a movimientos cooperativistas, ambientalistas, estudiantiles y feministas, presentaron a comienzos de la pandemia once medidas para que el gobierno nacional pudiera paliar la crisis. Proponían una renta transitoria de emergencia, en especial para trabajadores informales y desempleadxs, posponer el aumento de tarifas e impuestos, congelar alquileres o créditos hipotecarios y controlar los precios de la canasta sanitaria para prevenir la especulación, entre otras propuestas que no fueron tomadas en cuenta.
Desde abajo, las redes barriales han montado más de 700 ollas y merenderos populares, en plazas y clubes de todo el país, como relevó este informe de la Universidad de la República (UdelaR). En las primeras semanas de pandemia, los móviles de noticieros transmitían en vivo estas muestras de solidaridad, mostradas mediáticamente como espontáneas pero que en verdad estaban latentes, se multiplicaron por todos lados y trajeron a la memoria colectiva las imágenes de la última crisis fuerte que vivió Uruguay en 2002. Más de la mitad de las ollas relevadas en el estudio de la UdelaR se montaron en comisiones de fomento vecinales, clubes deportivos, sindicatos, colectivos militantes, centros culturales o grupos artísticos, es decir, en grupos, organizaciones o movimientos sociales que ya estaban organizados y fortalecieron así una trama solidaria popular. El 57% de quienes organizan y sostienen las ollas (cortan verduras, cocinan, coordinan donaciones, lavan, entregan porciones) son mujeres jóvenes, de entre 18 y 39 años.
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Semanas después que las cámaras se apagaron los fuegos seguían encendidos sin recibir recursos de gobierno, sostenidos de manos voluntarias y donaciones de la ciudadanía. Recién a fines de 2020 se firmó un convenio para que el Instituto Nacional de Alimentación abasteciera a ollas de cuatro ciudades, lo que duró hasta el 28 de febrero y actualmente lo hace en acuerdo con varias intendencias, pero el gobierno nacional dejó en manos de la fundación privada Uruguay Adelante la gestión millonaria de abastecimiento de víveres para la Red de Ollas de Montevideo y el área metropolitana, con un manejo por lo menos opaco de 65 millones de pesos uruguayos (poco menos de un millón y medio de dólares) de fondos públicos, como detalla este informe de Brecha.
Para dar respuesta a la desocupación que crece se crearon los “jornales solidarios”: un sistema de trabajo temporal durante los próximos seis meses para personas de entre 18 y 65 años que estén desocupadas. Son apenas 15 mil puestos de trabajo para todo el país; en el primer día se inscribieron 200 mil personas. La selección se hizo por sorteo esta semana, con distinta cantidad de cupos según el departamento; en Canelones se inscribieron 37 mil para 2261 cupos.
A la falta de oportunidades laborales y de movilidad social se agrega el desmantelamiento de programas sociales en territorio y del sistema nacional de cuidados.
“Una carencia de ingresos hoy podrían traducirse en problemas de inclusión como el abandono del sistema educativo. Durante las crisis hay que actuar enérgicamente redistribuyendo, compensando especialmente la pérdida de los sectores de menores ingresos, porque los efectos van a ser en los ingresos pero también en otras dimensiones de bienestar más estructural”, advirtió la economista Vigorito en M24.
A quince meses de pandemia, las horas se reparten entre estar en loop teletrabajando, recibir mensajes de amigxs en cuarentena preventiva o hisopados positivos, saber del hambre por el que pasan trabajadorxs de las economías populares, la incertidumbre de llegar a fin de mes con una canasta o un plan, los cálculos angustiantes de las que organizan una olla para no dejar sin uno de los 22 mil platos que se entregan por día en todo el país y la notificación del turno para vacunarse.
Ante la “libertad responsable” como un pase libre hacia el sálvese quien pueda y como pueda, respondemos con más iniciativas solidarias, reencontrándonos en la virtualidad o el espacio público, haciendo cuerpo social, trama y sostén.