Barreda no era un animal

A los 83 años, internado en un geriátrico de José C. Paz, murió Ricardo Barreda, el femicida que en 1992 mató a balazos a sus hijas, Adriana, de 24 años y abogada, Cecilia, de 26 y odontóloga, a su esposa, Gladys McDonald, de 57, y a su suegra, Elena Arreche, de 86. Barreda pasaba sus días en el Hogar Geriátrico del Rosario, en José C. Paz. Murió un múltiple femicida y un símbolo.

Ricardo Barreda contó en su declaración que le decían “conchita”. No hay pruebas y hay dudas, pero todo lo que sabemos de Barreda y el cuádruple crimen en el que mató a su esposa, a su suegra y a sus dos hijas, lo supimos por él. “Conchita” como insulto, como aberración, algo abyecto para un varón como él. No para nosotras, porque es nuestra, o que nos cruzamos con esa palabra cada media cuadra, en épocas sin barbijos pero también ahora, como un susurro deslizado entre la lengua gorda y la baba: te chupo toda la conchita, mamá. Como en muchos casos corresponde con el sexo biológico de quien recibe la oferta no deseada, la amenaza, la voluntad del otro impuesta a la fuerza, no debería por supuesto resultar en rechazo y en ganas de sacar una Sarrasqueta calibre 16.5 y acribillar a quien invade nuestro espacio personal de esa manera. Son crímenes imperceptibles, no pasa nada. Pero aunque las ganas estén no lo hacemos. Nos organizamos y militamos por la Educación Sexual Integral apuntando a que entiendan que no nos copa, a un cambio cultural. 

Esa es la diferencia entre morir y matar, es la diferencia entre justificar un crimen —cuatro crímenes agravados por el vínculo— y convertir a su ejecutor en un ícono popular de la reivindicación machista. Con pintadas en las paredes, homenajes de bandas donde lo nombran entre otros que “matan por amor”, o le dedican una canción entera porque el tipo se cansó de que lo trataran mal, según él mismo dijo. La opción en ese caso es clara: agarrar la escopeta y matar. Como si no quedara otra.

“¿Qué lo llevó a Barreda a deshacerse de su familia entera?”, se preguntaron los medios buscando más que un móvil —la autoría era clara— una justificación. La realidad se construye en el relato y el relato que se contó fue el de Barreda, autor de la masacre. Sus víctimas no estaba ahí para atestiguar. Pero tampoco hubo voz para amigxs o testigxs que, muy someramente se deslizó, dudaban del relato del dentista. “Barreda era un galán a la antigua”, se dijo también, dándole un marco de total normalidad a las relaciones extramatrimoniales no consensuadas, al cortejo que le hacía a sus amantes, sus idas a Mar del Plata a visitar a una novia, donde dejaba efectos personales, como quien sostiene casa grande y casa chica, amor a la mexicana. Un caballero dirían.

Profesional de la salud, ocupado en la boca y en los dientes, le legó la profesión a su hija Cecilia, de 26 años al momento de su muerte. Adriana, de 24 al ser asesinada, era abogada. Dos mujeres jóvenes profesionales de las que no sabemos casi nada. El machismo también tiene a veces cara de mujer. Otras mujeres lo amaron, incluso después de saber que era un femicida múltiple. Siempre está también la posibilidad de redención. La amante con la que tuvo sexo en un telo con la sangre caliente de los cuerpos del crimen. Después estuvo Berta, que lo conoció en la cárcel de Olmos y no la acobardó su pasado. Con Berta se fue a Mar del Plata cuando le dieron la libertad, y le dio casa. La relación terminó mal, Barreda era procaz, la basureaba, le decía “Chochán” y la comparaba con pibas de veintipico con las que decía le gustaba estar. Al final Berta lo denunció por malos tratos. Parece que el héroe Conchita no había sido tan víctima. Después vino Yolanda Sonia, que también lo conoció visitando presos y lo quiso llevar con ella a su casa y por el camino de Dios. “Loca, son todas iguales”, gritó Barreda, la misoginia a flor de piel. A la vejez llegó María, una enfermera joven que se compadeció de su soledad y lo acompañó en el hospital donde estaba internado y —se mostraba— arrepentido. De ahí también lo echaron por maltrato y amenazas a otras enfermeras.  

Después de matar a sus dos hijas, su mujer y su suegra Barreda encontró sosiego en los animales del zoo de La Plata. Quizás en las bestias enormes que son elefantes y jirafas vio esa frase popular que dice que “los hombres son animales pequeños que se ven inmensos”. Pero no existe la maldad entre los animales, y Barreda no fue un animal ni un monstruo, fue un hombre que mató a las mujeres de su entorno familiar, como pasa todos los días en este mundo. Murió, no como ellas, en el marco de la ley. Y como toda muerte de un asesino, no nos alegra.