Beatriz Sarlo: la sociedad y el espectáculo

En su último libro, Beatriz Sarlo habla preocupada de “la salud mental de los niños de famosos que se exhiben”, algo raro para alguien que no es militante de la familia tipo. “La intimidad pública” nos pone frente al caso de alguien a quien su objeto de estudio le repele. Con un mínimo de empatía con su objeto -aunque fuera una empatía retorcida, contradictoria e inconfesable- no se hubiera puesto a gritarle a las nubes como el abuelo Simpson, extraña posición para un/a analista de la cultura contemporánea. Un ensayo de Marina Mariasch y Mariano Canal.

Cómo es posible sentir tanto y ser capaz de ver tan fríamente…
¿Seré un monstruo? Un monstruo de lucidez.
Y, con todo, la lucidez o el vivir con lucidez nunca son suficientes.
Idea Vilariño, Diario 25 de septiembre de 1942

La sagacidad de Beatriz Sarlo le permite encontrar objetos de estudio donde nadie -o casi nadie- supone que los hay. Esa es una de sus grandes habilidades. No por nada fue quien trajo la lectura de Raymond Williams a la Argentina, el teórico que repensó la relación entre cultura y sociedad borrando los límites. Desde ese paradigma hace tiempo instalado donde lo popular y lo masivo, y no sólo lo elevado o exclusivo, también es cultura, Sarlo fue a la peluquería y se fascinó con las revistas y las pantallas encendidas en esos locales. No es la primera vez que la ensayista se siente atraída y toma como objeto de estudio a la cultura popular: ya lo había hecho en varias ocasiones, desde El imperio de los sentimientos, donde trabaja el folletín y las producciones literarias periódicas de la época hasta, por abrir un arco, sus Escenas de la vida posmoderna.

Además de Williams, podríamos pensar en el Barthes de Mitologías. Todo La intimidad pública parece estar en esa línea: buscar en el barro de la cultura de masas los diamantes del sentido y la subjetividad en transformación de lo contemporáneo. Aunque hay algo, paradójicamente, poco barthesiano en el estilo de Sarlo en este libro, tan reprimido y concientemente distanciado de su objeto. Es asombroso realmente el esfuerzo que hace por no nombrar, por no dar ejemplos “impresionistas”, por evitar toda referencia que sea demasiado concreta, “inductiva”, con nombre y apellido. Todo el tono del libro está sostenido en esa renuncia a hundir las manos en la mierda concreta. La intimidad… es un libro sobre la mierda pero la mierda se trata de la manera lo más ascéptica y abstracta posible. Hasta se nota su frustración cuando tiene que nombrar a los “microbios” con nombre y apellido: Ángel de Brito, Flor Peña, Marley.

No es raro ni nuevo que Sarlo tome distancia de sus objetos de modo de no sentirse parte, ni cerca, ni involucrada. Pero acá la distancia necesaria para la observación parece traducirse en asco. Los dos ejes en los que se construye el libro, el escándalo mediático y la exhibición de la maternidad en los medios se explican aquí sobre la figura retórica de la hibérbole, que no es otra cosa que exageración. Para Sarlo, “los vulgares”, y es importante aquí detenerse en el uso específico de este término, sufren demasiado, sienten con estruendo. Les pide por favor un poco de recato. Recato que reconoce en las películas de teléfono blanco y en las actrices de los años 50 que se perpetuaron en estrellas como Mirtha -estrella en contraposicón a famosxs. La fama es efímera, dura lo que dura el escándalo, ser estrella es mantenerse en el tiempo.

Pero volvamos al uso del sintagma vulgares: “El chisme y el rumor tienen cualidades y poderes similares. Dejan ver, de modo fascinante, que las celebrities y las estrellas son tan vulgares como su público y forman parte de la misma especie”. Es evidente, por lo tanto, que hay una especie a la que Sarlo observa y no pertenece. Es habitual y parte del campo etnográfico observar a un grupo social alterno. Pero la pregunta es qué lectura puede producirse cuando ese objeto es de antemano visto como un disvalor?

Chisme y rumor colocan la lente de aumento sobre esos sentimientos que el “público no se atreve a poner en escena de modo tan desfachatado: celos, deseos de venganza y afectos, en general, bajos”. ¿Cuáles serían para Sarlo los afectos que están por encima de una vara ideal que no los considerase bajos? ¿Los celos y deseos de venganza de, digamos, los cortesanos de las liaisons dangereuses, serían altos o bajos? Altos porque no se trata de vulgares o bajos porque incurren en el escándalo? ¿Cuánto se nos está permitido sufrir, digamos, a los comunes, frente a una infidelidad, un episodio de violencia de género, una intimidad revelada? De acuerdo: ellos, los que salen en las revistas, por más precaria que sea su celebridad -forjada en un reality o en el propio rulo de un escándalo- no son comunes. Y por eso mismo, justamente, tienen ganada la atención del público en los medios. Siguiendo algo de Williams, si bien lee las condiciones materiales de producción del escándalo, como cuando en cita a un famoso que dice “Estamos trabajando”, no parece explicarlo por esas condiciones sino al contrario, condenarlo.

Sus eventos afectivos no valen más, no valen menos. Son expuestos porque interesan, porque reflejan “batallas amorosas” y “por cualquier pequeñez arde troya”, la misma troya que en los hogares se resuelve sin cámaras, con platos, golpes, o llantos. No somos tan distintos. ¿O sí? Seguramente en la casa de Beatriz no existan las pasiones de la Beatrice de Dante, quién se atreve a decir. Lo que se sabe con certeza es que estos arrebatos que califica de hiperbólicos (es decir exagerados) le causan mucha irritación.

Lo que define como escándalo, para Sarlo “es una forma plebeya”, “está en el escalón más bajo de la serie de eventos que pueden verse en pantallas o en redes sociales”. La hipérbole que encuentra en “el relato de una pareja que se separa” o en un nacimiento, son temas de cuarta, que viven personas de cuarta, y aprecian personas de cuarta. Los temas que importan son los políticos, por ejemplo, incluso si se trata de un escándalo, porque en este caso su trámite es “racional”.

La inocultable hostilidad de Sarlo con su objeto de escritura expresa un paso fallido y repetido en su trayectoria de análisis de la cultura contemporánea. No por su militancia contra las formas degradadas de los mass media y sus eventuales peligros para una esfera pública progresista y más democrática (en el sentido sustantivo) o por su sospecha contra la celebración acrítica de las nuevas tecnologías, sino porque todo su libro expresa una nostalgia por una subjetividad siglo XX demasiado edulcorada que en algún momento se habría descarriado y terminado en el lodazal de la instantaneidad y la adoración del reinado de las nulidades sin talento.

Lo que parece molestar a Sarlo es el exceso. Así como en los 90 la misma crítica se dirigió al exhibicionismo nuevo rico del menemismo, acá hay un desborde en la exhibición de las pasiones. Las panzas turgentes de maternidad no le llamaron la atención cuando surgieron como moda en la Vanity Fair o en la Rolling Stone local con Flor de la V. A Sarlo se le escapa una cierta dimensión de la sociedad del espectáculo, y decimos cierta porque no se trata de una lectora perezosa o desatenta. La crítica de las imágenes de la farándula que ofrece se olvida de la reconfiguración social de la idea de intimidad desde la aparición de los mass media hasta las redes sociales.

Es interesante, aunque repetitivo, su análisis de lo contemporáneo como un tiempo sin pasado, un presente continuo, en el que los escándalos de los famosos adquieren una forma seriada que puede repetirse eternamente sin que quede ningún rastro de narración, ninguna noción de avance, ninguna forma de conclusión. “La repetición es siempre un valor agregado. Intensifica el sentido”. De ahí que la exageración, la hipérbole, la “intensidad” del escándalo sea la única manera de que estos microrrelatos, siempre iguales a los otros, puedan adquirir algo de vida y luz que los mantengan un par de días en la escena pública. Quizás ahí Sarlo ve algo que ya vieron otros y en lo que podemos coincidir: el borramiento del pasado como noción en la época de internet, la flecha del tiempo sin dirección. Una intensidad que compensa la falta de un proyecto vital, de una perspectiva hacia el futuro, de una imaginación de mundos nuevos. Este punto quizás sea el más interesante del libro aunque no sea novedoso y se alinee con las críticas actuales a las subjetividades que internet propicia.

Visto así, no parece un libro productivo para pensar las reconfiguraciones de la intimidad en la era de las redes sociales. Su crítica que siempre remite a las habilidades culturales perdidas, el aplastamiento de la percepción y la democratización populista termina siendo un diagnóstico que sólo conduce a una nostalgia triste, aún para los misántropos que no simpatizamos con el presente. Cae en el casillero de la crítica estéril y regresiva que no alcanza a ver en las formas (más o menos monstruosas, más o menos aberrantes, más o menos frívolas) de “lo nuevo” algo más que pena por la supuesta decadencia cultural universal. Podríamos decir entonces que la crítica de Sarlo más que elitista es estéril. Para volver a Williams no lee “lo emergente”. Ojalá fuese una crítica elitista que visualizara desde una torre de marfil las miserabilidades contemporáneas encuadrándolas en el marco de las metamorfosis epocales de la sociedad. En este punto, su ceguera alrededor de las transformaciones familiares, maternales, institucionales, de género, es notable.

En un contexto histórico donde dar la teta en público está desde naturalizado hasta utilizado como acto de desobediencia, donde el tetazo es un modo de protesta, la maternidad por fuera de los vínculos heteronormativos y familiares canónicos está en juego, quién se puede escandalizar frente a la exhibición incluso pasmosa, también histórica, nunca del todo llana, de una mater/paternidad. Los casos que toma Sarlo, precisamente, se salen de la normativa tradición y familia. Tanto LuliPop -la Salazar chupetera, contracara de la recatada Evangelina- como Marley, que el libro trata, llegan a ser progenitores vía subrogación de vientres, esquivando, por distintos motivos, casamiento y pareja. Para Sarlo, “la exhibición suntuosa de la maternidad es obscena”. Y esa frase que abriga un sesgo moral no está dicha frente a la Madonna de Rafael sino a Mirko Marley, o a la hija de Salazar, aunque en la foto -y esto Sarlo no lo note- haya también manchas en la alfombra. Les bebés pueden lucir vinchas de flores pero emanan fluidos que arruinan el mobiliario y eso no parece reducir la felicidad de sus progenitores ni su deseo de compartirla.

Otras dimensiones del escándalo, fuera del affaire amoroso y la maternidad, parecen no interesar tampoco. Cabría preguntarse por ejemplo por qué no entra en esta categoría el intercambio en vivo que se armó entre Araceli González y las feministas presentes en el piso cuando en el programa de Rial, Intrusos en el espectáculo, la actriz dijo no ser feminista por amar a su hijo y a su marido. O lo equivalente cuando se trató largamente, en el mismo programa y con ribetes similares, la cuestión del aborto.

Sarlo lleva años en el ejercicio del análisis de la cultura y podemos adivinar que si bien es posible que ciertas dimensiones del efecto de lo íntimo en las redes se le escurran, la omisión de un sólido corpus de sociología de la cultura popular no es ingenua. En la elección del objeto hay, en cierta medida, un riesgo. Pero también en su gesto de asco al exceso desde una posición de elite hay quizás una voluntad de colocarse en el espacio legítimo del observador crítico legitimado del conservadurismo. Una operación deliberada de ser una crítica conservadora sofisticada. Y esa operación es la que la coloca a ella en el centro de su propio escándalo.