Camila Fabbri no fue a Cromañón ese 30 de diciembre de 2004, cuando unx pibx prendió una bengala tres tiros en el primer tema del recital de Callejeros en República Cromañón, la bengala hizo chispas que encendieron un fuego y una nube tóxica mató a 194 pibxs, niñxs y trabajadorxs del lugar. Mató, también, en una agonía lenta, a lxs que eran parte de esa tribu urbana que eran lxs rollingas: lxs que fueron ese día, los primxs de lxs que fueron, lxs amigos, lxs compañerxs de curso, de colegio, de la calle y los recitales. Mató a una generación de adolescentes que a partir de esa mañana, la última de 2004, pasó a ser adulta. Una generación de adultxs con ataques de pánico, que esquivaban los lugares cerrados, que no podían estar en el subte, que se les alfojaban las piernas en las muchedumbres, que no pudieron escuchar más ciertas canciones sin llorar.
No fue ese día, Camila, pero sí fue el anterior. Callejeros tocó tres días seguidos, cada fecha fue un disco completo. Camila fue con Martina y Yanina, sus amigas, y su novio Manuel. Tenían 15 años y poca experiencia en recitales o en la vida, pero mucha en la pasión, en las zapatillas topper, los afiches en la pieza y el pañuelo de tela que escudaba un flequillo artesanal. Eran, como dice Camila, “la juventud intercalada con la niñez más precisa. Ni una cosa ni la otra”, y por eso tuvieron que convencer a la hermana mayor de una de ellas para que las acompañara al recital y así se saldaba la negociación más difícil de aquellas vidas, la autorización materna.
Se cumplen 15 años desde ese día: “Médicas ponen máscaras de oxígeno y cánulas nasales sobre los rostros de unos quinceañeros, enfermeros toman pulsos en cuellos y mentones. Que todo parezca lo mismo, una y otra vez: un campo de batalla de caballos jovencitos que corrieron poco, recostados en el pasto a la luz de una luna pobre, de ciudad”.
El día que apagaron la luz se compone de sensaciones de aquel momento, de una investigación periodística emocional de esos días que retrata como paralizados, de esas horas desde que empezó el show hasta que cada unx encontró a su amigx, novix, primx, hijx que estuviera ahí. Hasta el momento de los velorios, de los abrazos, de subirse arriba de los hombros de un amigx para cantar una canción en otro recital, de intentar sostener una botella de gaseosa con un cuerpo que solía ser sano, que no estuvo pisoteado, quemado, intoxicado, lleno de humo negro. “Éramos efusivos con el cariño y compartíamos fragmentos de canciones como sellos de fuego”, dice Camila, “fuimos tribu”.
Los relatos se suceden. Cómo te enteraste lo de Cromañón, dónde estabas, a quién llamaste por primera vez, saliste corriendo hasta Once, saliste en camisón, encontraste a tu mamá, te vio tu papá, te llamó tu tía, no había celulares como ahora, el tiempo, la tele, la espera. Los días previos y los posteriores detallados con intención antropológica y poética.
La investigación periodística. “El jueves 30 de diciembre de 2004, una banda de rocanrol de Villa Celina -localidad del Partido de La Matanza en la provincia de buenos Aires- tocaría en el boliche República Cromañón. Presentaría su tercer y último disco, Rocanroles sin destino, compuesto de catorce canciones; entre ellas “Distinto”, la canción de apertura del disco y del show. La canción empezaba así: “A consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme, hoy vine hasta acá”. La banda se llamaba Callejeros”, informa como un diario Fabbri.
La mezcla de tonos, de registros, de información sentimental, emocional y fáctica es parte de una narración que no fue hecha aún, la de esa adolescencia que cambió para siempre, que terminó en tragedia. El miedo sobrevuela las páginas. También el amor y el cuidado entre lxs vivos.