A mediados del ’92 conocí a una chica que siempre estaba escapando. Escapaba de la policía, de los golpes, del miedo. Cada tanto tenía que cambiar de barrio porque la represión no le daba tregua. Para ella, en ese momento, huir o esconderse era la única opción. Yo había llegado a la Ciudad de Buenos Aires con 16 años, casi 17, y hasta ese momento nunca había vivido una experiencia violenta con la policía, venía de un pueblo chico de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Luján. Mi situación familiar era muy compleja, y la única salida que encontré fue irme a la ciudad para trabajar, trabajar como trabajadora sexual que era de las pocas posibilidades que había para una persona travesti en los años ‘90.
Esa chica era Claudia Pía Baudracco, unos años mayor que yo y travesti desde los 14 años. Para cuando la conocí, su historial con la policía ya era extenso, entraba y salía de la comisaría a donde la madre tenía que ir a buscarla porque todavía era menor de edad. Cuando cumplió 18, la policía, que la conocía bien, le hizo el regalo de una paliza cuyas marcas le durarían en el cuerpo toda la vida. Hacía mucho eso Claudia, lo de levantarse la remera en medio de una discusión para mostrar las marcas permanentes en su pecho de la violencia policial. “Las tetas de clase de geometría”, reíamos entre las amigas: una redonda y otra cuadrada. Una imagen para intentar traducir lo imposible de poner en palabras una experiencia de vida, décadas de persecución y opresión, años de abandono estatal y segregación social.

Coincidí por primera vez con Claudia en un departamento donde funcionaba algo así como una agencia de escorts. En realidad era un lugar en el que trabajábamos con el aval de la policía, una especie de arreglo para que no estuviéramos en la calle. Cuando llegó, la reconocí de inmediato. “Yo a vos te conozco”, le dije. Pero al día siguiente, ella ya no volvió; era el miedo a ser reconocida, a que la estuvieran buscando. Al tiempo, yo conseguí alquilar un departamento a dos cuadras del Jardín Botánico, cerca de la Comisaría 23. Era un logro inmenso, porque en esos años ser travesti significaba no tener acceso a una vivienda digna: la mayoría vivían en hoteles o albergues. A mí me alquiló mi mamá con la excusa de que yo iba a estudiar. Un día, Claudia pasó en moto, me miró y sonriendo me dijo: “¿Te acordás de mí?”. Diez días después, ya estaba viviendo conmigo.
El 25 de junio de 1993, para mi cumpleaños, Claudia, La Gorda, como le decía yo con cariño, organizó una fiesta en nuestro departamento e invitó a sus amigas. Yo era la más joven, la ”mariquita”, y la gente entraba y me saludaba con cariño. Pero no todas las invitadas llegaron. Dos de ellas llamaron para avisar que estaban detenidas. Enseguida armamos un bagayo, un bolso con comida para que pudieran pasar la noche en la comisaría, porque sabíamos que la detención podía durar 24-48 horas y empezamos a conversar de nuestra situación.
Ese día, sin saberlo, se estaba gestando algo importante: la Asociación de Travestis de Argentina (ATA). Pero el nombre no lo elegimos nosotras. Nos lo puso la policía. Unos días antes, habíamos salido de compras y, cuando volvíamos al departamento, nos esperaban policías en la puerta. Sabían dónde vivíamos, nos frenaron y quisieron detenernos. En ese entonces, nuestra vestimenta nos marcaba: zapatos de taco, minifalda. Ese día estábamos todas de pantalón. Nos negamos, empezamos a discutir y entonces uno nos dijo: “Pero ustedes, ¡¿quiénes son?! ¿Son de la asociación de travestis argentinos??”. En la reunión improvisada en mi casa, una de las chicas dijo en chiste que ese debería ser nuestro nombre, y ya no nos pareció tan gracioso, nos pareció necesario, nos pareció que esa exactamente tenía que ser nuestra agrupación.

A partir de ahí, empezamos a estar cada vez más organizadas: el 28 de junio nos sumamos a las movilizaciones por la segunda Marcha del Orgullo, donde conocí a Carlos Jáuregui entre otros, y fuimos invitadas a la calle Paraná. Aprendimos mucho del activismo gay-lésbico, pero también entendíamos que algunas de nuestras necesidades eran distintas y Claudia se volcó de lleno al activismo de campo. En 1995, la persecución se intensificó. El activismo sumaba allanamientos y nuestros rostros estaban colgados en las oficinas de “moralidad” de la policía. A partir de ese momento, hasta el 2001, asumí yo la presidencia de ATA. En el 2001, la situación se volvió aún más compleja, yo decidí exiliarme y a Pía la metieron presa (2002-2006) con una causa armada. En esos cinco años recorrió tres penales.
Pero su militancia no se detuvo. Meterla presa fue lo peor que pudieron haber hecho para silenciarla. En lugar de quebrarla, la fortalecieron. Durante esos años, yo le mandaba materiales desde Estados Unidos, le contaba lo que pasaba a nivel internacional con nuestro activismo. Y en la cárcel, ella siguió luchando desde el interior del sistema penitenciario para que las travestis pudieran salir una hora solas al patio, para que tuvieran su propia heladera, para que el “pabellón de pederastas”, el último eslabón de la cadena, se transformara en el pabellón de personas trans. Y cuando salió, lo hizo con el secundario terminado, más enojada, más formada y más decidida que nunca a seguir luchando.
Se convirtió en una activista de colectivo y mochila. No se quedaba quieta. Viajaba por todo el país, organizaba grupos, convencía a compañeras, sembraba la militancia y seguía adelante. En un mes podía recorrer Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luis, Chaco, Mendoza y volver. Era una época de militancia sin redes sociales, cuerpo a cuerpo, de boca en boca, dejando huella en cada lugar que visitaba. Así, durante años, fue tejiendo lo que hoy conocemos como la Red Nacional de Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina (ATTTA).
Impulsaba el proyecto de identidad de género y lo transformó en un idioma común para todas. Murió el 18 de marzo de 2012, sin un DNI que reconociera su identidad, pero la Ley de Identidad de Género se aprobó dos meses después de su partida, en mayo de 2012. La Ley fue un hecho histórico que cambió para siempre nuestras vidas. Marcó el fin de una política de persecución y el comienzo de una política de inclusión. En la Argentina, donde la búsqueda de identidad ha sido una lucha constante, recién en 2012 la democracia llegó para las personas trans. En el calor del activismo, de defender nuestras vidas, siempre hubo que mirar hacia adelante, la próxima acción, la próxima movilización. Para mí, la Ley no solo significó un DNI, sino también la posibilidad de mirar hacia atrás, de recuperar la memoria.

Y en medio de ese proceso, heredé una caja. Era la caja de Pía, su colección de recuerdos. Un tesoro inesperado. La conocíamos, pero cuando apareció, entendimos que su archivo era inmenso, y que se la pasaba robando las fotos más lindas. Si habías compartido un momento con ella, de alguna forma, una imagen terminaba en su caja. Guardaba recortes, esquelas, papeles de caramelos, CDs, disquetes, de todo. Seis mil piezas que contenían nuestra historia y nuestra militancia. Esa caja se convirtió en la primera pieza del Archivo de la Memoria Trans. Podríamos habernos quedado solo con eso, pero entonces las compañeras empezaron a sumar lo suyo. “Yo también tengo fotos”, decían. Y lo que comenzó con la caja de La Gorda hoy supera las 25 mil piezas, acercándose a 30 mil documentos.
Hoy, 18 de marzo, recordamos a nuestra amiga, y seguimos levantando la bandera del Día de la Promoción de los Derechos de las Personas Trans. Desde el 27 de marzo en el Cine Gaumont se podrá ver la película documental Álbum de familia, un trabajo sobre archivos que documentan su recorrido, una investigación de cuatro años que incluye entrevistas actuales. Con esta y otras acciones, en días como hoy, seguimos manteniendo viva la memoria y demostramos, una vez más, que de la violencia también florece la unión y la lucha, que en los recuerdos íntimos se teje el archivo de nuestra historia, que nos sostenemos y nos damos fuerzas y que nuestra existencia sigue siendo resistencia.