¿Quién sostiene los cuidados detrás del mandato del “militaremos de sol a sol”? Si primero está la Patria, después el movimiento, y por último los hombres, ¿a quién le cabe la responsabilidad de sostener en el cotidiano a esos hombres (y mujeres)? ¿Cómo aggiornamos las máximas que construyeron históricamente identidades de funcionarixs militantes (o militantes funcionarixs) con jornadas maratónicas, disociadas fuertemente de la vida familiar o personal en un mundo que, hasta que no conozca una nueva normalidad, se volvió a replegar en las familias?
En los ´70 el compromiso militante pasaba por dar la vida por una causa, aun cuando eso implicara dejar a lxs hijxs en otro país al cuidado comunitario de compañeros y compañeras, tal como vimos en el documental de La Guardería, dirigido por Virginia Croatto. En los relatos de esos jóvenes se trasluce una suerte de comprensión forzada de su historia, de la elección de sus padres y madres, de reivindicación, pero se filtran también momentos de tristeza.
Les hijes eran hijes de la revolución, de un proyecto transformador, y la lucha era también por ellxs. Ahora bien, ¿qué impactos subjetivos tiene esa abstracción? ¿Cómo se miden las presencias y las ausencias? ¿Podemos pensar en el Che mirando el cuaderno de comunicaciones de sus hijxs el domingo a la noche? ¿O es algo demasiado mundano para una figura como él? Lo mundano sostiene en parte la grandeza, la habilita. Nosotras movemos el mundo es una consigna tan cierta como dolorosa, porque nos recuerda también todas las desigualdades que subyacen ahí.
Si intentamos historizar, o trazar un puente hacia el hoy, ciertos patrones se repiten bajo distintas formas.
Hace unos años, en un estadio repleto de jóvenes, un conocido dirigente cerró un discurso encendido arengando que había que dar la vida literalmente por Cristina. En ese entonces, yo tenía 25 años. Debo reconocer que no me identifiqué con esa línea, me pareció incluso absurda. ¿De qué estaba hablando? La reminiscencia a la gloriosa juventud era automática. Lo sentí anacrónico, extrapolado. Desde hace un tiempo largo ya, dar la vida es emprenderse en un ritmo sin pausa, en un torbellino de agendas explotadas, de “poner el cuerpo”, una lógica sacrificial que subyace y contiene esa pulsión, esa adrenalina de la vorágine. Una narración hecha en función de parámetros éticos y morales, un deber ser tan gigantes como la clásica iconografía peronista de los dorados 40. Pero también como una forma de dar amor.
¿Qué estructura sujeta esa exigencia? A priori, y como respuesta ya casi obvia en estos tiempos de pandemia donde la crisis de los cuidados se exacerbó y se puso en agenda, lo sabemos, somos las mujeres. Las mujeres madres, las mujeres abuelas, las mujeres tias. Si la crisis de los cuidados hoy se evidencia con fuerza, y ya no hay en la misma medida que solía haber antes, mujeres disponibles en las redes familiares que cubran de forma gratuita estas necesidades, la respuesta entonces se busca en el mercado, en mujeres niñeras, mujeres empleadas de casas particulares, mujeres docentes de jardines maternales, mujeres cuidadoras, mujeres enfermeras, mujeres. Y en distinta medida en la comunidad o en el Estado. El diamante sobre el que pivotean quienes necesitan cuidados en Argentina es dinámico y fluctuante. Cuánta importancia cobra en esta lectura la Ley de Cupo en su momento, y la Ley de Paridad en ámbitos de representación política hoy, teniendo en cuenta la feminización del trabajo de cuidados y el sesgo de género que se desprende de ello. También cabe un análisis interseccional que de cuenta de las desigualdades que nos atraviesan en este sentido, y entonces se abre otra pregunta. Si quienes ejercen la función pública no contaran con redes familiares densas (también tomando en cuenta las distintas configuraciones familiares o modos de familiar que existen), y acudieran al mercado, ¿cómo se sostiene económicamente esa demanda? ¿Solo pueden ocupar cargos con responsabilidad institucional quienes tengan un poder adquisitivo acorde? Sabemos también que los cuadros políticos militantes que llegan y acceden a cargos de gestión suelen ser compañerxs que trabajan incansablemente. ¿Pero a costa de qué y de quiénes? ¿Por qué la foto de Kicillof en bermudas y con un changuito haciendo las compras en el barrio se popularizó? Porque es disruptiva. ¿No deberíamos poder lograr un equilibrio que no nos arroje como resultado un grupo de tecnócratas que trabaje de 9 a 18, pero sí personas que puedan tener un involucramiento más comprometido también con su vida personal o familiar? ¿Dónde queda la reivindicación del derecho a cuidar, a ser cuidadx y al autocuidado si pensamos en este recorte? Militamos por el derecho al goce, tal como plantea Santoro (el bueno), ¿y dónde queda ese goce? ¿Cómo dar la vida por la Patria sin perderla en el intento? Sin que en eso se vaya la salud, los amores, las amistades. No se trata de preguntarnos hasta dónde dar la vida por un proyecto, sino cómo hacerlo, de intentar explorar nuevas formas para darla pero con cargas más justas y necesarias, para que la tan mentada corresponsabilidad se aplique también en estos ámbitos. Una pista posible es habitar la noción de lo imprescindible. Cuánto más imprescindibles somos, más reemplazables somos. Poder pensar los modos de la militancia, de democratizar las responsabilidades, de distribuirlas, porque cuando nos volvemos imprescindibles, es porque algo estamos haciendo mal.
Iñigo Errejón, en el Estado español, presentó hace unas semanas un proyecto para reducir la jornada laboral a 32 horas semanales. En su alocución frente al Congreso planteó la idea de que se trataría de una medida democrática, verde, de salud, y económica: “no es libre quien no tiene tiempo, necesitamos tiempo para hacer política. La vida no puede ser solo ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Vivimos en sociedades enfermas de estrés, sin tiempo para cuidar de los nuestros, sin tiempo para cuidar lo que comemos, tomando pastillas para aguantar el ritmo. (…) Hay que ralentizar el ritmo para vivir mejor”. La población envejece a pasos acelerados, cada año la esperanza de vida aumenta tres meses. ¿Quiénes proveerán esos cuidados? A menos que este trabajo se visibilice, se dignifique y se valorice, serán mujeres migrantes, pobres. Sin dudas el proyecto de Errejón mira al futuro, con una profunda impronta de género y una mirada interseccional.
La pobreza del tiempo es un mal del neoliberalismo que nos aqueja en un mundo que este año nos mostró sus límites, nos advirtió la necesidad de parar la pelota y volver a pensar algunas dimensiones de nuestras vidas. ¿Por qué durante los primeros meses del aislamiento hubo un vuelco repentino y masivo a la cocina? Masa madre, budín, pan casero. ¿Será acaso que necesitamos tiempo disponible para poder alimentarnos mejor? La producción de alimentos saludables que le den batalla a aquello que en parte es responsable de este nuevo coronavirus, de un sistema extractivista, depredador de nuestros ecosistemas, también forma parte de comprender qué otras dimensiones se ponen en juego cuando hablamos de cuidados.
Tampoco se trata de romantizar la vida en familia. La pandemia nos volvió a encerrar en nuestras casas, nos puso de frente con un cuidado intenso y continuo, pudimos evidenciar con claridad la carga que implica, y la centralidad que tiene ese trabajo para sobrevivir. El cuidado es una responsabilidad social, y debe ser entendido de ese modo, sin embargo aún estamos lejos de ese escenario. Mientras tanto somos principalmente las mujeres las que nos sobrecargamos y dejamos la vida ahí. Las medidas de resolución de esta crisis quedaron garantizadas gracias a esa sobrecarga, y a esa explotación.
“Bajo la presión de tener que trabajar hoy nos hemos olvidado de cómo se juega”, plantea Byung-Chul Han en una entrevista para El Mundo, de España. Podríamos decir que la militancia no es un trabajo, es una forma de vida, pero sí podemos pensar en la difusa frontera entre la militancia y lo laboral, y en cómo ese esquema se devora y absorbe otros tiempos en los que la subjetividad tiene que estar, crecer y desarrollarse. ¿Esto no vuelve fugaz a la porción de vida que hay por fuera de esa elección militante de vida?
Hace poco una amiga me dijo: “en la cuarentena aprendí a jugar con mis hijas.” ¿Qué lugar le daremos al tiempo lúdico, a lo festivo, en esta nueva normalidad que será, que ya es, que está siendo? ¿Y qué lugar le permitiremos tener ahí a la militancia en esta tensión de dar la vida por un proyecto y cuidar(se)?
No se trata, como plantea la intelectual feminista estadounidense Nancy Fraser en su artículo “Las contradicciones del capital y los cuidados” de simplemente alcanzar un equilibrio entre familia y trabajo, o podríamos agregar acá, y militancia. Ella trasciende con creces ese objetivo y dice: “Las luchas referentes a la reproducción social abarcan mucho más: los movimientos comunitarios por la vivienda, la atención sanitaria, la seguridad alimentaria y una renta básica no condicionada; las luchas por los derechos de los migrantes, de los trabajadores domésticos y de los empleados públicos; las campañas para sindicalizar a los trabajadores del sector servicios empleados en residencias de ancianos, hospitales y guarderías con ánimo de lucro; y las luchas por servicios públicos tales como la atención en centros de día a niños y ancianos, por una jornada laboral más corta y por un permiso de maternidad y paternidad generoso y remunerado. Unidas, estas reivindicaciones equivalen a la demanda de una reorganización masiva de la relación entre producción y reproducción: por soluciones sociales que permitan a personas de cualquier clase, sexo, orientación sexual y color combinar las actividades de reproducción social con un trabajo seguro, interesante y bien remunerado.” ¿Quiénes darán esa batalla? La militancia organizada, feminista, partidaria, social, aportará lo suyo. También el gobierno a través del Estado y sus funcionarixs, hoy comprometidxs con una agenda de cuidados en tanto justicia social. ¿Se puede dar la vida por tamaña batalla sin perderla en el intento? Quiero creer que sí, que tenemos que poder lograr esa síntesis sin que eso implique resignar valores y convicciones que se reconocen en un linaje histórico de luchas y referencias fundamentales. Solo preguntas, muy pocas certezas, y algunas intuiciones.