Cada 5 de junio se celebra el Día Mundial del Ambiente. Las redes sociales se llenan de árboles, consejos de reciclaje y campañas verdes que invitan a “cuidar el medio ambiente”. Pero, ¿qué implica realmente ese concepto? ¿Por qué seguimos hablando del ambiente como si estuviéramos afuera de él, como si nos quedara apenas un “medio” para proteger?
Lejos de ser una cuestión semántica, la manera en que nombramos refleja cómo comprendemos el mundo. El discurso dominante sobre el ambiente suele omitir que la crisis climática tiene raíces en un modelo económico basado en la explotación, el extractivismo y la desigualdad. Las consecuencias más devastadoras de ese modelo no las enfrentan quienes más contaminan, sino quienes menos han contribuido al problema: las comunidades rurales, campesinas, indígenas y populares.
En El Salvador, la desigualdad climática se expresa con particular crudeza. Aunque el país aporta apenas el 0,04 por ciento de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, sufre con intensidad creciente los efectos del cambio climático. Sequías prolongadas, lluvias extremas, inundaciones, pérdida de cultivos y desplazamientos forzados son parte de una realidad que golpea con más fuerza a las zonas rurales, especialmente en el corredor seco centroamericano.
La magnitud del impacto durante 2024 es alarmante: más de 1,9 millones de personas fueron afectadas por eventos climáticos extremos, y solo en el sector de cereales las pérdidas económicas superaron los 65 millones de dólares, con más de 180 mil toneladas de maíz y frijol destruidas. Esta situación agrava la crisis alimentaria: entre mayo y agosto, casi 600 mil salvadoreños enfrentaron condiciones de inseguridad alimentaria, según datos de Oxfam.
A nivel regional, la organización advierte que más de cuatro millones de personas en El Salvador, Honduras y Guatemala podrían necesitar asistencia para garantizar el acceso a alimentos. Todo esto confirma que el cambio climático no es solo un desafío ambiental, sino una manifestación profunda de las desigualdades estructurales: quienes menos han contribuido a esta crisis son quienes más la padecen.
Desde el territorio: producción con principios y raíces
Frente a esta situación, las respuestas institucionales muchas veces se quedan en la superficie. Pero en los territorios, las organizaciones campesinas sostienen propuestas que, en vez de maquillar el desastre, buscan transformarlo desde la raíz. Una de ellas es la Confederación de Federaciones de la Reforma Agraria Salvadoreña (CONFRAS).


“La crisis climática afecta a cooperativistas, productores y productoras individuales de diferentes maneras. Una de ellas es la menor oportunidad de cosecha. Antes, durante el periodo de lluvia, se podían obtener hasta tres ciclos de producción. Ahora, debido a las inundaciones y las sequías prolongadas, solo se puede obtener un ciclo productivo”, explica William Josué Miguel Estrada, integrante técnico de CONFRAS. “Otro de los factores que está afectando es la mayor presencia de plagas, la aparición de nuevas enfermedades, la disminución del caudal de los mantos freáticos y de los ríos, y la erosión de los suelos, ocasionando además pérdida de biodiversidad”.
Desde sus inicios, CONFRAS ha impulsado propuestas legislativas y políticas públicas que buscan sostener estos procesos desde el Estado. “Hemos trabajado por leyes como la de soberanía alimentaria, agricultura familiar, semillas, la prohibición de agrotóxicos, así como por un programa nacional de producción de semillas, seguros por pérdida de cultivos a causa del cambio climático, el rescate del Instituto Regulador de Abastecimientos y subsidios a la producción agroecológica”, cuenta William.
CIETTA: soberanía tecnológica, política y ecológica
En 2006 CONFRAS creó el Centro de Investigación, Experimentación y Transferencia de Tecnología Agroecológica (CIETTA). “En este centro de investigación se forman a campesinos y campesinas en diferentes prácticas agroecológicas, en diferentes sistemas productivos, para que puedan pasar de una agricultura extractivista basada en el agronegocio a una agricultura basada en un modelo de soberanía alimentaria”, señala William.
El CIETTA impulsa una serie de prácticas orientadas a regenerar los suelos, cuidar los ecosistemas y fortalecer la autonomía campesina. “Fomentamos tres tipos de principios: los valores y principios del cooperativismo, los principios de la permacultura y los principios de la soberanía alimentaria”, detalla. Entre las técnicas promovidas se encuentra el uso de leguminosas como cultivos de cobertura para evitar herbicidas, acolchados para proteger el suelo de la erosión y conservar la humedad, y la elaboración de insumos orgánicos a partir de microorganismos extraídos de los bosques. “Con estos microorganismos podemos fabricar diferentes biofertilizantes o biofermentos con los cuales tratar enfermedades, plagas o incluso nutrir nuestros cultivos”, agrega.

También cuentan con un laboratorio de reproducción de controladores biológicos de plagas, donde cultivan hongos entomopatógenos y antagonistas como la Bauveria bassiana y el Trichoderma: “Sirven para controlar plagas como la broca del café y para impedir el crecimiento de hongos patógenos sin recurrir a químicos tóxicos”, explica William.
Después de años de investigación y validación, CONFRAS logró registrar oficialmente una línea de bioinsumos agroecológicos ante el Ministerio de Agricultura y Ganadería de El Salvador. “Eso permite su libre venta y distribución en todo el país, a precios accesibles, para que los productores y productoras tengan herramientas agroecológicas propias. Además, estamos por iniciar un sistema de servicios agroecológicos desde las cooperativas, con asistencia técnica que nos permita dejar de depender de las empresas transnacionales”.
Desde el programa de Desarrollo Rural Sostenible “Sembrando Igualdad” de la organización We Effect su coordinador, Ricardo Quirós, destaca el valor de estas experiencias como parte de una transformación más amplia: “La agroecología no es solo un conjunto de técnicas sostenibles. Es una postura política frente al modelo de desarrollo rural. Se trata de defender la tierra, el agua, los saberes y las formas de vida campesinas frente al avance del extractivismo”.
Quirós subraya que en el corredor seco centroamericano, donde se concentra la mayor vulnerabilidad climática de la región, estas respuestas son urgentes: “Hay zonas donde ya no es posible adaptarse más. Cuando no llueve en todo el año, no hay técnica ni propuesta sostenible que alcance. Y eso se cruza con gobiernos autoritarios que excluyen a los sectores más vulnerables de cualquier política pública real”.
La apuesta agroecológica también implica autonomía. “Con las biofábricas comunitarias, las personas producen sus propios fertilizantes, bioles y controladores naturales. Es una forma de ahorro, pero también de soberanía: no depender de químicos externos ni de insumos que agravan la crisis”, explica.
Mujeres y juventudes: protagonistas de una transición justa
En esta transición justa, las mujeres y juventudes rurales no están al margen: son protagonistas activas. “El trabajo con mujeres y con juventudes en CONFRAS es fundamental. Tenemos estructuras que velan por sus derechos, con políticas y planes de trabajo que fomentan su participación en la vida de las cooperativas”, cuenta William. En estas iniciativas juventudes y mujeres participan en la formación en las prácticas agroecológicas: “nos formamos como promotores y promotoras para fomentar la resiliencia climática a nivel de las cooperativas o sus comunidades”.
La participación activa de mujeres y juventudes no solo democratiza las decisiones, sino que garantiza la transmisión de saberes, la innovación en las prácticas y una mirada integral sobre los vínculos entre cuidado de la tierra y sostenimiento de la vida. Son ellas quienes enfrentan las peores consecuencias de la crisis climática, pero también quienes protagonizan las respuestas más transformadoras.



Dentro de los aprendizajes construidos en este proceso, William destaca una idea clave: “Mantener la colectividad ha sido el factor clave para poder defender los territorios, los medios de vida de productores y productoras en todo el país. También ha servido para buscar la sostenibilidad y transitar de un modelo basado en la revolución verde del agronegocio a un modelo basado en los principios de la soberanía alimentaria”.
Y concluye con una reflexión que sintetiza el corazón de esta apuesta: “Sí aplicamos los principios de la soberanía alimentaria: trabajar con la naturaleza, empoderar a la gente local, reducir costos de producción y generar conocimientos propios. Así, la gente no solo produce más, sino que depende menos de las empresas transnacionales”.
Mientras los discursos oficiales se limitan a gestionar daños, las organizaciones campesinas como CONFRAS siembran alternativas que ponen en el centro la vida, los saberes y el cuidado mutuo. No se trata sólo de adaptarse al cambio climático, sino de disputar el modelo que lo provoca.
Hablar de ambiente completo implica asumir que la crisis climática es también una crisis de sentido, de vínculo, de proyecto colectivo. Implica cuestionar un sistema que mercantiliza la tierra, el agua, los alimentos y hasta la esperanza. Y construir, desde abajo, territorios donde vivir sea más que sobrevivir.