Hace algunos años cuando desaparecía una piba la primera hipótesis para el activismo era que había sido secuestrada por una red de trata. En 2011, cuando Gabriela Cabezón Cámara escribió Le viste la cara a Dios, ya habían desaparecido Marita Verón y Florencia Pennacchi, dos mujeres que no encajaban exactamente con el perfil de víctimas de ese delito que había ingresado a la ley argentina en 2008 con la llamada “Ley de Trata” y cuyas búsquedas recorrieron el país entero.
Hoy la realidad es otra, las desapariciones suelen asociarse rápidamente al femicidio y, en algunos planteos reduccionistas, se cree que hablar de trata esconde un rechazo a los derechos de las trabajadoras sexuales. DJ Beya va a contrapelo y cuenta la historia alucinada de una piba en situación de trata con las armas expresivas del boliche y el lirismo mágico propio de Cabezón Cámara.
Beya está encerrada en un “puticlub en Lanús”. Pero es también la DJ que narra la historia de ella misma. Un doblez heredado del libro original, donde la voz de Beya se habla a sí misma en una segunda persona compasiva y enrabiada a la vez.
Carla Crespo, actriz y performer que encarna a Beya, tiene a mano las herramientas que conoce: teclados, bandejas, suplementos sonoros que usa en vivo para producir su relato. Está vestida con un traje plateado ceñido al cuerpo que la pinta como una superheroína de historieta, Beya no baila, está parada con su cuerpo como posesión. “This is my church (esta es mi iglesia)”, se escucha con reverb a medida que ingresa el público, la música entra al torrente sanguíneo, las luces titilantes de colores construyen una discoteca, el cuerpo lo sabe, esto es un boliche.
“Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”, dice un verso de Héctor Viel Temperley; en Beya lo mismo: la religiosidad ayuda a salir del cuerpo. El texto dice, la DJ le pone música:
“Querés fuga y bilocación
un espíritu que sepa
estar en otro lugar
muy lejos más sin morirte,
vos querés desdoblamiento
cual místico en viaje astral.”
Para Carla Crespo el procedimiento de contar la historia cruenta con elementos que descolocan de la narrativa victimista esperada sobre el tema, en este caso la trata de mujeres, trabaja con la distancia y la apropiación: “cuando te parás en un terreno no tan pegado y con más aire, de golpe es más fuerte, entra sin golpe bajo, es una sensación de impacto. Me separo y me adhiero al material”. Ella ha trabajado con procedimientos similares para contar la historia de su padre, detenido-desaparecido asesinado por la última dictadura cívico-militar. La referencia obligada es Los Rubios, de Albertina Carri.
Durante todo el relato, Beya es violada, drogada y golpeada en una casita del conurbano. Pero son varios los elementos que permiten sacar el relato de la victimización paralizadora, que anula la hondura y la complejidad de las víctimas, especialmente de las mujeres. “La tortura te recuerda a la primera trompada”, dice Beya y hace imaginar el espesor de la memoria, la historia personal de esa mujer y la sumatoria de violencias que atraviesa un cuerpo. Y qué cuerpo, el trabajo físico de Carla Crespo es epiléptico y logra trasponer el desgarro de la tortura y la violación aun en un cuerpo enfundado en lycra plateada.
La dirección de la obra está a cargo de Victoria Roland, a quien ya conocemos de otras obras potentes como El mundo es más fuerte que yo. Para Roland la obra se enmarca en lo que denomina “un show DJ histérico de denuncia”. El procedimiento de utilizar la performance de una DJ, la música, la escena de boliche, facilitó para la directora un objetivo que perseguía desde que leyó la novela: representarla escénicamente respetando la maniobra narrativa dislocante del texto original. “No quería representar la historia sino hacer un show de eso, a veces es necesario visibilizar cuando no podés decir lo que pasa, a veces que lo único que te queda es hacer un show histérico”.
También aparecen en Beya las estrategias de supervivencia. Ahí irrumpe la religiosidad popular, la cara de Dios, los santitos, los rezos cotidianos, la fe como escalón hacia la libertad, el salir afuera, el éxtasis. Y sucumbe la posibilidad de encontrar aun en la desgracia un lugar donde construir un claro en el bosque: “lo que permanece igual, termina siendo un hogar”, dice. Es porque se ha figurado un hogar que se teje la posibilidad de salir de él. Aparece, también, la sed de venganza, otro elemento no permitido a las buenas víctimas. Una buena víctima deberá ser siempre sumisa, abnegada, pura, la buena víctima no tranza, no se adapta, no toma el lugar de la victimaria. Pero Beya sí.
TEATRO: XIRGU UNTREF
FUNCIONES:
TODOS LOS DOMINGOS DE OCTUBRE, 18 HS.
ENTRADAS: POR PLATEANET Y EN LA BOLETERÍA DEL TEATRO