Estoy desnuda en el baño. Recién terminé de ducharme. Todavía me quiero peinar, ponerme cremas. Estirar ese momento. Mis quince minutos de soledad por día. Escucho golpes en la puerta. Bebé insiste para abrir. Está decidido a entrar. Pongo el pie de mi lado y hago tope. Sigue empujando. Bebé vuelve a la carga y trae un banco. Ahora toca la manija. Quiere abrirla. Yo guardo silencio. Quizás se canse y se vaya. Me siento un poco como en El resplandor, en esa escena en la que Torrance rompe con un hacha la puerta del baño en el que se esconden la mujer y el hijo. Estoy siendo acechada. Hay sonidos guturales. Me asomo por la cerradura. Veo su ojo, redondo y hermoso. ¿Ve que lo estoy mirando? Me sonrío, creo que me escucha. Suelta una carcajada y se va.
Este microrelato que subí a twitter, sin ninguna intención más que retratar una experiencia cotidiana, se volvió viral en pocas horas. Tengo 300 seguidorxs, no soy precisamente una tuitera famosa. Sin embargo, esta historia explotó. La mayoría de los favs son de mujeres. Me pregunto por qué. Probablemente se produjo una red de empatía. Pero también las mujeres que además somos madres pedimos a gritos válvulas de escape de los mandatos maternos. Nos es imperioso encontrar historias donde reconocernos y alivianar la culpa que produce no entrar rigurosas en los cánones del deber ser materno. La imagen del bebito acechador corta en seco la ternura obligada que, se supone, debemos sentir frente a un cachorro.
En mi familia hay un relato histórico. Cuando mis padres se conocieron, mi hermano mayor tenía 3 años. Mi viejo una vuelta le preguntó a mi mamá, que vivía sola con el niño, qué haría en caso de que entrara un ladrón. “Levantaría a upa a Mariano y me escondería atrás de él”. “Yo ahí me enamoré”, repite cada tanto él.
Las malas madres venimos saliendo del closet hace rato. @angulita -Agustina González Carmen, en su blog Libertad Condicional-, Ingrid Beck y Paula Rodríguez en Guía (inútil) para madres primerizas, y Carolina Justo con su personaje Mamá Mala, fueron precursoras acá afuera. Recuerdo el alivio que me produjo leer sus relatos desacralizando la maternidad, volviéndola real. Cuando nació mi hijo mayor, me lo pusieron en el pecho y pensé: ¿y vos quién sos?
Del mismo modo que los feminismos historizamos las violencias y los roles de género, también nos proponemos desnaturalizar ese vínculo con lxs hijxs que nos ubicó durante siglos en el lugar de la abnegación. Siempre el amor como gran hilo conductor que sostenía esa entrega, sin reparos. La consigna “eso que llaman amor es trabajo no remunerado”, trae de tanto en tanto algunas controversias. No es fácil romper con el tabú de un rol que tal como se construye hoy, es absolutamente trascendental para el funcionamiento del mundo. Puede ser con amor, o sin amor, como planteó la periodista Agustina Paz Frontera, pero a esta altura ya es innegable poder visualizar la carga que conlleva cuidar y maternar.
La crisis de los cuidados nos estalló en la cara en este contexto de encierro. Se potencia y se vuelve evidente. ¿Qué pasa con el rol materno en este océano de exigencia y demanda constante? El teletrabajo, la tarea, el juego, la comida, la higiene. ¿Quién sostiene todo esto? Sabemos que mayoritariamente suelen ser las mujeres. Lo interesante es bucear en cómo esta situación empuja a los varones a tomar una dimensión más precisa de la carga física y mental que implica cuidar y gestionar el cuidado. La democratización o no de ese trabajo fluctúa en cada caso, intervienen ahí una multiplicidad de variables, imposibles de sistematizar acá.
Los chats de amigas mamis, lejos de todo lo rosado que comúnmente se cree, son canales de desahogo donde circulan miles de fotos de niñes haciendo sus gracias, sí, pero también angustias, humoradas irónicas, complicidades. En el que estoy yo, mis amigas mandan videos del caos en el que se convirtieron sus hogares. Platos acumulados en la pileta, juguetes dispersos en cada rincón, camas deshechas, pilas de ropa sucia para lavar. Todo al lado de la computadora en la que nos proponemos trabajar, o estudiar, en una tensión muy compleja de sobrellevar. Son experiencias que se comparten en busca de encontrar un eco, un algo que nos borre el estigma, que nos “perdone” ante la mamafia que exige comidas caseras y nutritivas, juegos de madera y teta a demanda, colecho, y para la que el televisor o la tablet son un enemigo ante el que no podemos claudicar. Refugiarse en las imágenes del lado b de la maternidad, que es en verdad el lado a, es lo real, lo visceral o lo posible, es nuestro salvoconducto.
En cuarentena, el baño se transforma en el único espacio viable de soledad. Jugamos un ratito a la intimidad. Sabemos que del otro lado de la puerta están los depredadores, esperando deseosos a que salgamos para seguir pidiendo, reclamando. Ese espacio reducido es el oasis del hogar. Nadie sabe qué sucede allí, es un tiempo nuestro, un paréntesis temporal. Cuando salimos, el día de la marmota se vuelve a activar.
En este análisis, también vale decir algo más. Todxs necesitamos sociabilizar, encontrarnos con otres, circular fuera de las cuatro paredes del hogar, niñes y adultxs. Pero hay algo insoslayable: frenar la maquinaria voraginosa del ritmo habitual de pasar 9, 10 u 11 horas en la calle en una ciudad alienante, desvinculadxs de lxs hijxs, nos trae y nos muestra nuevas formas de estar con ellxs. Con la exigencia que implica, pero también con la importancia de habitarlxs mejor.
En ese sentido, para cuidar sin sentir que dejamos nuestras vidas ahí, la creación de un piso institucional que trabaje este nodo fundamental de la desigualdad entre varones y mujeres es imprescindible. El flamante Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad tiene ahí el enorme desafío de instalar este tema en nuestra sociedad, anclada en un modelo fuertemente familista con valores maternalistas, con miras a hacer comprensible el hecho de que el cuidado es un derecho, pero también lo es cuidar. Urge rasquetear esta olla, sacar los fideos pegoteados que tiene en el fondo, alivianar la carga para que las mujeres podamos tener una existencia plena y digna. Y para que los bebitos acechadores no terminen enloqueciendo a causa de nuestra propia saturación, como Torrance en el hotel de El Resplandor.