La inflación de marzo fue uno de los primeros datos oficiales que indican las consecuencias económicas y sociales del aislamiento. El 3,3% mensual es preocupante porque rompe la tendencia decreciente que se había iniciado en enero de 2020. Pero especialmente por los rubros que tuvieron incrementos significativos: alimentos (se incrementaron 3,9%) y educación (aumentó 17,5%). Se descarta que los próximos indicadores socioeconómicos serán también negativos.
Frente a la situación económica, muchos medios y comunicadores plantean que existen dos alternativas: flexibilizar el aislamiento (con la consistente pérdida de vidas humanas interpretada como daño colateral) o continuar en el mismo derrotero actual. Sin embargo, a la luz de lo sucedido en países donde se pretendió privilegiar la economía a la salud, se demostró que tampoco es una elección realista.
En Estados Unidos el desempleo pasó de 3,5% a 4,4% entre febrero y marzo de 2020 a lo que se sumaron 6,6 millones de personas que pidieron subsidio de desempleo durante la primera semana de abril. Los informes económicos independientes encargados por el Congreso Norteamericano estiman que el desempleo escalará hasta 12% para junio y la economía entrará en recesión.
La pregunta más relevante en términos económicos no es qué hacer, sino ¿quién y cómo se pagarán los costos?
Inglaterra, por su parte tuvo que dar marcha atrás y decantarse por medidas de aislamiento estrictas después de que los casos de COVID-19 se multiplicaran exponencialmente, infectando hasta al propio y escéptico Boris Johnson. La Oficina de Responsabilidad Presupuestaria del gobierno Británico (OBR en inglés) emitió un comunicado informando que el desempleo afectará a 3,4 millones de nuevas personas llegando a uno de cada diez activos.
En América Latina, Brasil reportó casi 30 mil contagiados y 1800 muertos, aunque por el momento no tomó medidas de aislamiento social a nivel nacional. Por el contrario, el presidente Jair Bolsonaro se manifestó en contra de las decisiones de aislamiento de los gobernadores del Río de Janeiro y Sao Paulo, pero las proyecciones del FMI prevén una caída del producto de 5,3% para 2020. Apenas 0,4 pp menos que la Argentina.
El aislamiento social y sus efectos económicos son una situación absolutamente novedosa para la que nadie estaba preparadx. Si se buscan antecedentes históricos, lo más cercano es la economía en contexto de guerra. En una situación en que una fuerte convulsión afecta a un país el objetivo es mantener el funcionamiento de las actividades económicas indispensables: el autoabastecimiento y especialmente garantizar la producción de alimentos. Para lograrlo, el Estado gana protagonismo ya que el sector privado sería incapaz de coordinarse para lograr esos objetivos. Una manera simple de explicarlo es que mientras en tiempo de normalidad el objetivo del gobierno es crear valor, en momentos excepcionales todas las actividades se subordinan a la supervivencia y el apuntalamiento de los sectores que están al frente del conflicto. Salvando las distancias, la actual prioridad es destinar recursos al sector sanitario (en una guerra es hacia el sector de defensa). Mientras que en una guerra la sociedad debe generar excedente para sostener a la población afectada al enfrentamiento, durante el aislamiento se debe apoyar a lxs trabajadorxs que perdieron sus ingresos para que puedan quedarse en su casa. La pregunta más relevante en términos económicos no es qué hacer, sino ¿quién y cómo se pagarán los costos?
La caída de la economía en el contexto de pandemia deja a los Estados con muy pocos grados de libertad: se necesitan recursos para nutrir al sistema de salud, sostener el empleo público, transferir recursos a las pequeñas empresas y comercios y contener socialmente a les trabajadores informales que viven día a día. Si alguna o varias de estas condiciones falla, simplemente el aislamiento social no funcionará: todxs saldrán a la calle empujadxs por la necesidad y el sistema sanitario colapsará por un problema que crece de manera exponencial.
En la Argentina, que ya arrastraba una crisis socioeconómica de gran magnitud no existen demasiadas alternativas: el 90% de la población tenía ingresos per cápita familiares inferiores a $33.250 al cuarto trimestre de 2019. Del otro lado, el 10% mas rico se apropia de más del 30% de los ingresos y sólo el 1% de la población se queda con el 15% según los datos aportados por la CEPAL. La tasa de informalidad laboral es del 37% y el 74% de lxs trabajadorxs privadxs son empleadxs por pequeñas y medianas empresas.
Sólo un pequeño porcentaje de la sociedad puede resignar ingresos y patrimonio sin poner en riesgo su sostenimiento material: según el diputado Carlos Heller uno de los principales impulsores del proyecto de ley de gravamen a la riqueza sólo 12 mil personas tienen un patrimonio personal superior a US$ 3 millones, el 0,02% de la población total y el 0,08% de la población económicamente activa.
Un impuesto a la riqueza que vuelva al sistema impositivo un poco más progresivo es una deuda pendiente, no algo que se justifica sólo por la pandemia. En el contexto económico actual el impuesto es apenas una base: se debe asegurar que los bancos cumplan su rol vehiculizando créditos a pequeñas empresa y comercios, que todos lxs trabajadorxs cuyos ingresos mermaron significativamente obtengan apoyo sin acumular deudas que limiten su recuperación cuando se termine el aislamiento, y que los precios y abastecimientos de productos esenciales estén disponibles. Sólo así estarán dadas las bases para que el aislamiento social tenga éxito sanitario y la recuperación económica posterior sea posible.