El talismán de tu canción: relaciones entre Estado y cultura

El discurso neocolonial imperante en nuestra sociedad presiona para instalar la idea de lo que “cuesta” la cultura. En este texto, la escritora feminista Gabriela Borrelli Azara se adentra en el valor de lo trascendental, y cuánta responsabilidad tiene el Estado para que eso ocurra.

FOTOS: Sol Avena

Hay ciertas cosas que ya no están

Dame un talismán

No te diré para qué jamás.

Fito Páez

El 15 de septiembre de 1988 aparece el quinto álbum de estudio de Fito Páez: Ey! Parece que el disco en realidad se iba a llamar “Napoleón y su tremendamente emperatriz” (parte del comienzo de la tercera canción del disco: Tatuaje Falso), pero la discográfica pensó que era un título muy largo, entonces Fito se decidió por el brevísimo y efectivo Ey! Un poco de gracia, un poco protesta artística contra el mercado. Era 1988, y en la tapa Fito aparece apoyado contra una pared, con anteojos negros, vestido también de negro, con una gran cruz y la expresión seria. La imagen parece desvanecerse en la parte de atrás de la tapa. Todo es violeta y negro. El álbum tiene nueve canciones y el clima postdictadura parece filtrarse en temas como “Por siete vidas (cacería)”, donde canta: “Labios de amor/ Sombras de amor/ Entre las piedras un rayo de amor/ Cáliz de amor, cruces de amor/ Clave de muerte/ clave de sol”. Todo está ahí conjugado: el sol después de la noche de la dictadura, la democracia que es una sombra sobre los labios de amor. La metáfora siempre me pareció mortuoria. La cacería en la ciudad, “¿hasta dónde llegarás?”, se pregunta Fito, como si preguntara en realidad hasta donde iban a llegar los ecos de todos esos años. Muy lejos, podríamos decirle hoy. En “Dame un talismán”, la “nena” que nombra Fito hace días que no duerme, y podría hacerle bien, podrían ir al bar en la estación y hacer como antes, cuando pasaban las horas, las horas, así sin más. A Luis le está yendo bien, a Carlitos se lo ve mejor,  y él necesita un talismán, no te dirá para qué jamás. 

El eco de esa canción regresa siempre que pienso en lo que hace en una persona una obra de arte: una canción, un poema, un cuadro. Es ese talismán que nunca podríamos decir para qué jamás porque su funcionalidad está escondida en los pliegues de aquello que nos desborda, que sale de los canales que podemos representar o siquiera decir. Es una experiencia lo que produce ese objeto inasible, que sobrepasa algo y se queda para siempre en una. Como si fuera algo más grande que lo real, pero a su vez invisible. Lo cierto es que un talismán no es el pedazo del material con el que se pudiera hacer, ni es un pedazo de piedra, ni de vidrio, madera, oro, tela, de fibra ni nada. Un talismán es de un material inclasificable, es el talismán que pide Fito, algo que excede su hechura, sobrepasa su valor y se vuelve indefinible. Su destino es de oráculo secreto, no dice para que jamás. Vale más de lo que cuesta porque su valor místico, mágico o espiritual no se puede medir en dinero. La cultura, los bienes que produce actúan como talismanes: algo que vale más de lo que sale (aunque algunxs no entiendan para qué jamás).

El discurso neocolonial imperante en nuestra sociedad presiona para instalar la idea de lo que “cuesta” la cultura. El gasto, por ejemplo, de millones de pesos para poner en pie un festival de música popular, y la idea perversa de que esos millones serían “tuyos” si no fuera por el Estado que costea esos espectáculos gratuitos en todo el país. El ejemplo del concierto popular sirve para pensar en la cantidad de talismanes que genera en cada una de las personas que lo viven, algo que nace mágicamente, lo que se reproduce en olas infinitas, lo que no podemos medir de esa expectación, ese oleaje incontable y no cuantificable. La alegría, la emoción, la memoria, el recuerdo, la anécdota compartida, los encuentros. Todo eso es su valor agregado: lo que no podemos anticipar. Algo sucede más allá del valor de las cosas, algo que no podemos encontrar en el mercado. Me dirán que estoy simplificando la teoría marxista del plusvalor, de acuerdo. También la pongo al servicio de nuestros bienes culturales. Sí, son bienes, tienen un valor de uso y un valor de cambio (tarifas, empleados, cachets, derechos de reproducción) pero además, hay un plusvalor, la cosita extra, que en este caso la repartimos entre todos. La cultura, nuestros bienes culturales, si son públicos, son una suerte de trampa al mercado: si se produce algo que es de todos y para todos, ganamos. Es esta línea de pensamiento la quiero transitar ante los discursos y las prácticas que intentan analizar la relación entre cultura y Estado, o cultura y mercado. Me interesa reflexionar sobre esas relaciones a través de ejemplos, uno en especial es el de una de las mayores músicas del mundo, casualmente nacida acá, en Argentina. 

En el capítulo 15 de la novela Yoga de Emmanuel Carrère, publicada por Anagrama, el autor francés quiere hacernos partícipe de una de las impresiones emocionales más profundas que le ha provocado la visión de un video en YouTube. Yoga es una novela autobiográfica en la que Carrère narra su lucha personal contra la depresión y el trastorno bipolar. Comienza describiendo su interés en la práctica del yoga y la meditación como medios para alcanzar la paz interior y la estabilidad emocional. Sin embargo, su vida da un giro cuando se enfrenta a una crisis de salud mental que lo lleva a ser hospitalizado y tratado por su condición. A lo largo del libro, Carrère reflexiona sobre su vida, sus relaciones, y su carrera como escritor. Toda la narración está plagada de reflexiones llenas de humor, inteligencia y dolor. En el capítulo 15, el que nos interesa, cuenta que recibe un mail de su amiga Erica con un enlace a un video, sin otro comentario que el del asunto del mail: 5′30”. El autor abre el mail, el video empieza a reproducirse. Blanco y negro, un plano general. Filmada desde bastidores de una sala de concierto, se ve a una mujer con un vestido negro de lunares blancos, de espaldas, sentada delante de un piano. Posa los dedos en el teclado y empieza a tocar. Dice Carrère que ha escuchado tanto la “Polonesa heroica”, que puede reconocerla al primer compás. La que toca es una jovencísima Martha Argerich. Describe en el capítulo la belleza salvaje, sensual, intensa, indómita de Argerich, su artista favorita. Casi al final del video, en el minuto 5’30’’ el autor entonces entiende: 

El retorno del tema transporta a Martha Argerich, que lo aborda como un surfista la ola. Se abandona totalmente, ya no se mantiene en el encuadre, con una sacudida desplaza la cabeza hacia la izquierda con su mata de pelo negro, desaparece un instante y cuando vuelve dentro del encuadre, después del cimbreo de la cabeza, Martha Argerich sonríe. Y entonces… Esa sonrisa de niña dura muy poco tiempo, esa sonrisa que viene de la infancia y de la música, esa sonrisa de pura alegría. Dura exactamente cinco segundos, desde los 5′30″ a los 5′35″, pero en esos cinco segundos vislumbramos el paraíso. Ella lo ha visto durante cinco segundos, pero son suficientes, y al mirar a Martha Argerich tienes acceso a él. A través de Martha Argerich, pero tienes acceso. Sabes que existe.” 

El paraíso en la sonrisa de Martha Argerich mientras toca la “Polonesa heroica”. Una sonrisa, que según el autor, trae de la infancia y de la música, dos cosas que Argerich cultivó aquí, en Argentina. Una sonrisa que regresa no solo en la ejecución de ese tema sino también cuando Martha narra lo siguiente:

Probablemente fue la impresión musical más fuerte de mi vida. Tenía seis años. Era el Cuarto Concierto de Beethoven. Yo no lo toco. Fue increíble. Tocaba Arrau. Mi madre me llevaba a los conciertos. Empezaban tarde en Argentina, cuando yo era chica. Siempre tenía sueño. Pero cuando escuché esos trinos en el segundo movimiento sentí escalofríos, fue un concierto muy importante para mi. La impresión musical más grande de mi vida”.

El estar juntos en un país, no siempre quiere decir que estemos unidos, pero sí estamos habitados de maneras invisibles los unos por los otros. Nos habita una lengua compartida en la que soñamos y nos reímos, talismanes que compartimos secretamente y sin saberlo.

Martha Argerich ya tocaba el piano en ese 1947 cuando escuchó a Arrau en el teatro Colón. Había dado su primer concierto a los cuatro años en el Teatro Astral. Se estaba durmiendo, dice, cuando de repente sintió una electricidad inexplicable. Algo extraordinario. Un talismán. Solo para ella, fuera de las palabras, algo que la sobrepasó tanto que nunca pudo tocar ese tema. De alguna manera ese talismán fue conservado, acunado, fomentado por una cooperación del Estado en forma directa. No solo por la existencia del Teatro Colón en pleno funcionamiento durante la infancia de Argerich, sino porque sus padres pidieron ayuda directamente al presidente de la Nación, en ese momento, Juan Domingo Perón para que la pequeña Martha estudiase en Viena. La anécdota es encantadora. La madre de Argerich, profesora universitaria, pide una entrevista con Perón y este se la concede. La pequeña la acompaña. Martha ya era –aunque chiquitísima– pianista. Conoce a Frederic Gulda y tenía el sueño de estudiar con él en Viena. La madre de Martha pensó que para llegar donde la niña necesitaba la ayuda del Gobierno. 

Perón entró al despacho donde las dos lo esperaban y al acercarse a Martha la saludó diciéndole: “Hola Ñatita”. Martha, muy sorprendida, dice: “Nunca me habían llamado Ñatita”. Perón preguntó: “¿Dónde querés estudiar Ñatita?”. En Viena. Martha fue a Viena y el resto es, más que historia, paraíso. Su carrera es una de las más sólidas de todo el mundo, y sin lugar a dudas es la pianista más grande que dio nuestro país. Martha Argerich, que escuchó en el Teatro Colón en 1947 una obra con un talismán dentro, un talismán que no le dirá para qué jamás pero que de alguna manera se quedó en ella como brújula interna. Un talismán que el Estado siguió, aunque quizás no lo viera del todo. No me interesa una historia personal de superación sino iniciar un pensamiento que desde esa anécdota nos lleve a pensar en circuitos más amplios e inclusivos de producción de talismanes sobre todo en los sectores más postergados de la sociedad. Desde 2021, Martha Argerich es la madrina de las Becas Martha Argerich, una iniciativa del ya desaparecido Ministerio de Cultura que surgieron para brindar herramientas didácticas y artísticas a integrantes de las orquestas infantiles y juveniles (un programa también del Ministerio que junto a Educación buscaba fortalecer la revinculación de niños, niñas y adolescentes con la escuela primaria y secundaria). Estas Becas tienen el propósito de convertir en docentes de sus propias orquestas a sus integrantes. Es un proceso de formación que incluye técnica instrumental y vocal, elementos de didáctica, análisis de arreglos musicales, entre otras disciplinas. Sus participantes conforman la Orquesta de Becarios de las Becas Martha Argerich. 

La cooperación entre Estado y cultura allana el camino para que las voces improbables aparezcan. Abandonar los bienes culturales al mercado genera en principio talismanes más probables y en tanto probables, con menos poderes ocultos.

En abril de este año, la pianista escribió una carta pública a los responsables de la actual Secretaría de Cultura de la Nación dependiente del Ministerio de Capital Humano ante la posibilidad del cierre de estas becas: “Están privando a los jóvenes la oportunidad de tener un brillante futuro musical”, escribió y lamentó los recortes en el Programa de Orquestas Infantiles y Juveniles, el despido de 12 profesores y la no entrega de las becas. Esta es la carta entera: 

En marzo de 2021 el maestro Rolando Goldman me propuso, con la colaboración de Eduardo Hubert, crear las Becas que llevan mi nombre (Becas Martha Argerich), dentro del ámbito del Ministerio de Cultura de la Nación Argentina. Me pareció una buena idea con la finalidad de ayudar a jóvenes músicos de las Orquestas Infantiles y Juveniles de los barrios populares para que pudieran hacer una capacitación intensiva con sus instrumentos musicales. A partir de ese momento, 35 jóvenes fueron elegidos por un jurado de figuras reconocidas en nuestro país. Algunos de los estudiantes de la Primera Beca Bianual Martha Argerich, luego fueron contratados y se convirtieron en profesores de las orquestas. De ese modo, pudieron transmitir lo aprendido a otros jóvenes. Y les cambió la vida en cuanto a su muro, de manera notoria. En 2023 una nueva camada de 40 jóvenes de todo el país se incorporaron a las Becas. El trabajo que han realizado es muy importante, y una cantidad de docentes los están formando con indudable seriedad, dedicación y mucho amor.

Lamentablemente, las autoridades del gobierno nacional de mi país decidieron interrumpir las Becas (que debieron comenzar en febrero de este año) y despidieron a esos, y otros profesores de las Orquestas Infantiles. De esta manera están privando a los jóvenes la oportunidad de tener un brillante futuro musical. Yo misma he recibido el apoyo del Estado Argentino cuando era jovencita, y eso fue fundamental para mi formación y posterior carrera artística. Si el Estado no apoya y contribuye a la cultura, el futuro es realmente peligroso. Lamento profundamente que ahora muchos queden sin esa posibilidad. Sé que también están quitando el apoyo a numerosos espacios de la cultura. Si no se apoya a la cultura, el futuro de los niños y jóvenes, y de todo el pueblo, corre peligro. Confío en que las autoridades vuelvan a pensar en continuar de alguna forma con estos programas.

Martha Argerich

¿Deberíamos poner nombres propios todo el tiempo para defender ideas universales? El clima de época pareciera reclamarlo. A mí no me asusta responder con anécdotas individuales, siempre que lo señalemos como caso testigo entre miles y miles que han desarrollado sus vidas en el mismo sentido pero con diferentes resoluciones. Poco importa esto último. Para que el talismán se produzca y el paraíso aparezca en una sonrisa da lo mismo ser la mejor música del planeta o un ignoto profesor de una escuela pública. El paraíso aparece cuando ese talismán cobra vida. 

El de Martha Argerich es solo un ejemplo de relación de cooperación solidaria entre Estado y cultura que promueve aquello que de otra manera no sucedería. Yendo un poco más lejos, es una apuesta, una inversión o en realidad, un conjuro para que eso que aún no existe pueda generar una especie de felicidad colectiva. Martha le ha hecho pensar a más de uno que el paraíso existe, porque ella pudo verlo. Algo improbable que se transformó en probable. 

La cooperación entre Estado y cultura allana el camino para que las voces improbables aparezcan. Abandonar los bienes culturales al mercado genera en principio talismanes más probables y en tanto probables, con menos poderes ocultos. Dejado a su lógica el mercado apagaría las probabilidades de lo desconcertante, de lo incierto, de aquello que no esperamos que suceda, de los que no son esperados porque su principio no es el conjuro ni la apuesta sino el estudio de lo probable. Serían talismanes tan direccionados y sus poderes tan calculados que se transformarían en un objeto más. El mercado condena las vidas a lo previsible y medible, mientras que los hechos artísticos (las apuestas para que esos hechos sucedan) promueven y generan una fuerza contraria. La defensa de la relación Estado-cultura tiene que darse en este siglo fuera de la idea arcaica de la propaganda (cosa que ha sido reemplazada por las redes) o la discrecionalidad de recursos para pensarla en el único espacio posible de creación libre que permite la aparición de voces de diferentes sectores sociales que cuentan con el único capital de sus condiciones. La aparición de voces improbables en la cultura argentina es una tarea del Estado argentino. 

Una de las voces más preciosas de Porchia afirma: “Estar en compañía no es estar con alguien, sino estar en alguien”. Traigo esa voz al pensamiento sobre la cultura argentina. El estar juntos en un país, no siempre quiere decir que estemos unidos, pero sí estamos habitados de maneras invisibles los unos por los otros. Nos habita una lengua compartida en la que soñamos y nos reímos, talismanes que compartimos secretamente y sin saberlo. Nombres de ficción, actores y actrices, músicos y poetas que han engordado nuestro mundo y viven en nosotres. ¿Cómo pensar lo argentino sin esos hilos conectores? La clase social, el mercado, por supuesto, discrimina el acceso de unos u otros no sólo a los bienes culturales, sino, sobre todo, a la posibilidad de producir estos bienes. Es decir, el mercado no sólo va a decidir sobre qué se va a consumir, con qué ideas u obras vamos a pensar, sino quién firma esas obras. Lo que deberíamos entender es que aquí se juega toda una subjetividad, quien produce una obra ofrece para el resto una visión del mundo, un afecto, su propia idea del paraíso. ¿Cuántos paraísos entran en el mercado? Quizás alguno, quizás ninguno. La  distribución y producción de bienes culturales más diversa es una tarea que sólo puede ser estatal. El mundo que soñamos, el improbable, lo alcanzamos defendiendo esa cooperación.