—¿Cuándo empieza tu vínculo con la actuación?
—Desde que tengo uso de razón siempre quise ser el centro de atención en mi familia. En cuanta reunión social, cumpleaños o casamiento había yo iba con mi kit y armaba juegos de magia, shows, cantaba, me disfrazaba, hacía números de clown o payasa. Sentaba toda mi familia para que me vean y guay con que alguien se riera o no me mirara porque hacía un escándalo insoportable. A los nueve años empecé a estudiar en una escuela de circo en Pergamino y hacía todo tipo de entrenamiento, quería ser acróbata y estuve dos años entrenando hasta que a los 11 me golpeé la cabeza y mamá, que me acompañaba a todos lados y se había asustado más que yo, dijo no vas más. A los 13 vi un aviso en el diario de clases de teatro y me inscribieron. Desde entonces estuve con diferentes profesores, sobre todo en la etapa de mi secundario que fue cuando decidí que necesitaba algo más y empecé a pensar dónde y cómo podría conseguirlo
—Y ahí viajaste a Buenos Aires…
—Había venido en las vacaciones de invierno de 5to año con un amigo de teatro a averiguar dónde podíamos estudiar en Buenos Aires. El me dijo “sí, yo conozco Buenos Aires”, y nos armamos un listado de lugares, profesores y escuelas de teatro. Habíamos venido solo por un día y cuando llegamos me dice mi amigo “no, es mentira. Yo Capital, no conozco, es la primera vez que vengo pero sí te lo decía no vas a querer venir”. ¡Qué hacíamos los dos acá con un listado escrito a mano! Fue una odisea hermosa, no nos queríamos subir ni a un colectivo ni a un subte porque teníamos miedo de perdernos, entonces todos lo hacíamos caminando. Ese día me terminé escribiendo en la Escuela Arte Dramático, en la cual hice el ingreso al año siguiente y cursé durante cuatro años.
—¿Actuar te ayudó a transitar mejor el camino hacia tu identidad?
—Con el correr del tiempo me fui dando cuenta de que eran los demás quienes tenían la necesidad de saber “qué es” lo que soy. Pero en ningún momento me pasó que no pudiera dormir por el tema de mi identidad sexual y de género. Creo que se relaciona con que en el ambiente en el que me movía y me muevo hay una libertad que me hizo entender que cada uno vive libremente y hace lo que quiere, lo que le hace feliz. ¿Yo por qué me tengo que etiquetar con que soy trans, soy cis, soy gay, soy Gachi Pachi? Son los demás los que tienen la necesidad de encasillarme, de ubicarme, porque da cierta tranquilidad decir: “Ah, ok. Ahora sos gay. Ah, ok, ahora sos trans. Ah bueno, ahora te vas a operar las lolas”. ¡No!, no sé, soy Payuca y ya. Para mí hay un único género, que es el humano.
—El personaje que protagonizás en Don Gil de las Calzas Verdes plantea un conflicto en ese sentido.
—Estoy totalmente conectada con el personaje porque va detrás de sus deseos y sus objetivos sin importar el género, y también porque es el que más ensayé en mi vida. En el primer estreno que hicimos justo antes de la pandemia en el Teatro de la Ribera estuvimos tres meses ensayando seis horas por día, de lunes a viernes. Al principio tenía miedo porque estoy con actores y actrices de enorme trayectoria y experiencia, sentí que a mi lado eran como unos monstruos y me pasó que no sabía si llegaría al nivel. Esa primera etapa la padecí un poco: estrés, nervios, llanto, crisis… Además el texto es difícil, es un guión en verso adaptado por Gonzalo Demaría con ciertos modismos porteños que lo vuelve contemporáneo. El director Pablo Maritano me dio muchas herramientas y me ayudó muchísimo, pero en la crisis de los ensayos intensivos me empezó a doler mucho la garganta, tenía las cuerdas vocales inflamadas y tuve que ir con fonoaudiólogas que me ayudaron con ejercicios para elongar. Lo que deseo a partir de ahora, con esta visibilidad que empieza a tener la obra, es que se empiece a valorar, tanto a mí como al resto del elenco, más por nuestro talento que por nuestra condición sexual o de género.
—Y para quienes se están buscando, ¿sentís que la actuación puede ser una herramienta emancipadora?
—Te da cierta libertad, una libertad de poder jugar, expresarte y crear que quizá en la vida cotidiana no podés llegar a tener. El teatro tiene esa posibilidad de juego que a mí me fascina, pisar un escenario y poder creer que sos otro personaje. Deseo que muchas personas puedan sentir algo así, que puedan conectarse con lo que les gusta.
—¿Cuál es el origen de tu nombre?
—Nací en Pergamino y cada vez que lo comentaba la mayoría se imaginaba que venía del campo y vivía rodeada de vacas, cuando en realidad la ciudad tiene más de 100 mil habitantes. Me empezaron a decir que era una “payuca” porque así se le dice a la gente buenaza del Interior, a la campesina que viene a la Capital y no entiende nada. Yo siempre mantuve mis orígenes, mi esencia, y cuando empecé a hacer transformismo necesitaba un nombre, pero no quería nada del estilo diva, ni diosa, ni queen, ni glam, ni diamonds, ¡vamos con Payuca!, dije. En su momento me abrí un Fotolog, también le puse Payuca y desde ahí quedó incorporado para mi vida, incluso más allá de mi parte artística. Payuca “Del Pueblo” surgió con Facebook, porque me pedía un apellido y yo soy de la gente, del pueblo. Pero ahora prefiero Payuca, a secas.
—¿Tenés referentes que te hayan inspirado?
—A quien amaba y quizás lo tomé como referente en su momento fue Antonio Gasalla, me acuerdo que veía en la tele El palacio de la risa, con Urdapilleta y Tortonese. Amaba los sketch que hacían y quería estar ahí, quería ser parte de eso, veía cómo se divertían, cómo se reían y a la vez estaban actuando y componiendo personajes, disfrazándose de mujer y agarrándose de los pelos, eso me parecía alucinante. Creo que fui un poco por ese lado. Después cuando vine a Buenos Aires y empecé a hacer transformismo me gustaba mucho la imagen de Gustavo Moro, transformista maestro de la danza, con el que tomé clases de jazz y me guió mucho.
—Estuviste tanto en circuitos del under como en proyectos masivos de la talla de la serie Pequeña Victoria, que tuvo un éxito enorme y que todavía sigue dando que hablar. ¿Cómo convivís con esos mundos?
—Antes de Pequeña Victoria había hecho algunos que otros bolos en series, pero tener un personaje más interesante, con una cierta continuidad en toda la tira, fue la primera vez y me pareció apasionante. En la Compañía Patrika donde surgió el hombre Payuca yo hacía incluso prensa, difusión, además de maquillaje, escenografía, vestuario, ¡todo! Hemos hecho pegatinas en calle Corrientes con un balde con engrudo en pleno invierno, entrando a los locales a pedir agua caliente para que el engrudo no te congele las manos y estar volanteando horas y horas para que nos vayan a ver. De estar ahí a llegar a un canal, que te maquillen, te peinen, vayas a tu camarín y te citen para filmar es como ¡ay, qué placer! Es maravilloso sentir un mimo porque de lo otro ya hice mucho. Lo mismo ahora en el de San Martín, donde es salir a cambiarme el vestuario y vienen dos a ayudar con los vestidos, la peluca, los retoques. Siento que es hermoso y lo valoro tanto porque hice tanto de lo otro.
—En una época donde lo que no tiene un sentido explícito parece no servir. ¿Qué función tiene el teatro?
—Para muchos actuar es una forma de militancia y en parte estoy de acuerdo. Creo que es una forma de expresarse, al margen de lo que quizás la gente cree que es simplemente diversión, que también me parece genial. El teatro es una manera de educar, de abrir mentes, de decirles “esta también es una realidad, esto también es una verdad”. A veces cuando voy a ver una obra y me cuesta comprender llega un momento que digo voy a hacer un apagón, disfrutar, llorar o lo que fuere y si no la comprendo no la comprendo. A veces está bien ir y ver sin tratar de analizar tanto, dejar que se abra la cabeza. Y con Siglo de oro muy especialmente, es una obra especial para que la gente vea y diga, ok, hay otras realidades, hay otras verdades, hay actores y actrices que tienen un talento y que se los puede juzgar por eso y no por su condición sexual o su género.
“Siglo de oro trans” se presenta de viernes a domingos a las 20 en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, Corrientes 1530.