La esquina que nos parió: putas y organizadas

El primer año del gobierno de Javier Milei agravó la situación económica y habitacional de las trabajadoras sexuales. Además, recrudeció la violencia policial y la persecusión en los barrios. ¿Cómo se organizan las putas de la Casa Roja, en Constitución, en este contexto?

El martes 4 de noviembre, el timbre de la Casa Roja sonará de forma ininterrumpida, desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde. Laura Meza abrirá la puerta una y otra vez. Cada tanto, fumará un cigarrillo, recostada contra el marco, mirando a la calle. El calor de casi 30 grados y la humedad porteña que condensan el aire en el barrio de Constitución no parecen afectarla; lleva una camisa negra, combinada con un saco blanco y pantalón largo de símil cuero.

— Las compañeras vienen a buscar comida, ropa o, simplemente, a hablar. No solo atendés una puerta, también hay una escucha activa.

Laura Meza es referente de Casa Roja y delegada del barrio de Flores. Tiene el pelo largo hasta la cintura, de un tono almendra brilloso. Lo lleva atado en una media media cola que baila grácilmente, mientras ella desanda los veinte metros que separan el hall de entrada de la cocina de la “casita”, como cariñosamente la llaman sus integrantes. De gestos suaves y de voz grave y rasgada por los años, Laura atiende demandas. Sube al depósito, baja una caja de madera, la llena de preservativos y la coloca sobre la mesa de entrada. Mantiene la persiana baja, pero la luz de media mañana se filtra por la puerta abierta e ilumina el cartel principal que da la bienvenida: “CASA ROJA, centro de asistencia integral para trabajadoras sexuales”. 

“La Putísima Trinidad” dice un mural que cubre toda la pared de entrada. Debajo de esas letras negras está la icónica foto de Isabel “la Coca” Sarli, agarrándose las tetas y mirando seductora a cámara. La rodean Ruth Mary Kelly y Sandra Cabrera  Más abajo se lee el nombre del sindicato, la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR) y a su lado, una imagen de Georgina Orellano, Secretaria General, junto a sus compañeras en una manifestación. La pared de enfrente grita, en letras enormes: “Derechos laborales para lxs trabajadorxs sexuales”. Contra ella descansan dos sillones rodeados de afiches. Más adelante, una sala de estar conecta con el área social: un pequeño ropero comunitario y la biblioteca virtual “Fátima Olivares”, en honor a la militante y activista de Mendoza fallecida en 2021.

El patio interno esconde un chulengo, que usan para festejos y que se encenderá cuando tenga lugar la fiesta de fin de año. Al fondo, están la cocina y los baños. En ese trayecto hay fotos, cuadros, homenajes. Uno de los objetos más llamativos es un álbum titulado “Las mejores vacaciones de mi puta vida”, un trabajo fotográfico de M.A.F.I.A. que retrata el viaje a las playas de XXX, de más de treinta integrantes del sindicato. Para algunas, aquella fue la primera vez que vieron el mar; otras llevaron a sus hijos. Las imágenes las muestran sonriendo, abrazadas, chapoteando en el agua, disfrutando del sol, las olas y el viento. Turismo social en su máxima expresión.

La Casa Roja se encuentra a quince cuadras de la estación Constitución, sobre la calle Filiberto, a pasos de la Plaza Garay. Allí, cada miércoles, organizan una olla popular. Constitución, según Laura, es el epicentro del trabajo sexual en la Ciudad de Buenos Aires, aunque no hay estadísticas actualizadas (la última data de 2015). A diferencia de otros barrios, las putas de Constitución viven y trabajan en la zona: van al supermercado, llevan a sus hijxs a la escuela, toman una cerveza en la plaza, se acercan a la olla popular o habitan alguna ranchada. Casa Roja se inauguró el 2 de junio de 2019 – el día internacional de lxs trabajdorxs sexuales- en el cruce de Santiago del estero y Constitución. Tiempo después se mudaron a la sede actual, donde ganaron espacio y comodidad, y en la pandemia, se convirtieron en un espacio reconocido de organización para las putas.

Laura no para. Camina y carga, lleva, trae, da y recibe, ordena, limpia.

— Soy puta hace más de treinta años, ya quiero jubilarme. Pero como el trabajo sexual no está regulado no puedo, aunque ya tenga la edad y haya brindado ese servicio toda mi vida.

Laura habla mientras le pone dos cucharadas de azúcar al mate.Equilibra su vida entre la militancia, trabajo y familia: “Los lunes, martes y miércoles se los dedico a la militancia; los demás días trabajo, incluyendo el domingo”. Su cronograma contempla el cuidado de Chanel, su gata negra y de Catrina, la bulldog de una de sus nietas. Cinco clientes fijos durante la semana  y un único trabajo registrado:  ejercer como cuidadora de uno de sus clientes más antiguos, un hombre de 95 años, que cuando comenzó a enfermarse , su familia se puso en contacto con Laura, ya que sabían que él contrataba regularmente sus servicios. Curtir la calle desde 1987 la hizo vivir las “peores épocas”. Por eso, lamenta que hoy se viva un retroceso en términos de violencia y derechos.

El acceso a la jubilación es uno de los principales reclamos de las trabajadoras sexuales, junto con la situación habitacional, el hambre y la sistemática violencia policial, una problemática cada vez más presente. Al ser un trabajo no registrado ni reconocido, las posibilidades de justificar los aportes o de tener una obra social son nulas; tampoco, es posible cumplir con los requisitos de garantía o de recibo de sueldo para ingresar a un alquiler.

Crédito: Sol Avena

Autodefensa colectiva

Suena el timbre. Paula entra y camina despacio. Nació en Florencio Varela pero lleva años viviendo en Constitución, en situación de calle. Está terminando el secundario y en la Casa Roja encuentra un espacio para estudiar. A veces, prepara pan casero para vender pero la incertidumbre por su vivienda no la deja concentrarse. Lleva un vestido violeta de modal y está cansada; se sienta, soltando todo su peso sobre la silla, apoya un cuaderno en la mesa, sobre él cruza los brazos y recuesta de costado la cabeza. Suspira antes de levantarse a preparar un té. Su historia es un reflejo, un eco de muchas historias de trabajadoras sexuales: fue echada de su casa por su hermana, perdió su empleo porque su DNI no coincidía con su identidad de género, y un compañero la vio en una esquina de Balvanera y avisó a su jefe. “Me pidieron que me fuera. No querían a una trava y puta trabajando ahí”, cuenta con amargura pero sin victimizarse.

Paula llegó a la Casa Roja en pandemia, en busca de ayuda. En el barrio, corrían rumores sobre el lugar: decían que era de narcos, que vendían droga. Sin embargo, se encontró con una red de compañeras organizadas que la ayudaron a tramitar su DNI con cambio de género e iniciar un tratamiento con retrovirales y emprender un proyecto propio. “Mis compañeras siempre me rescataron”, dice mostrando una cicatriz en su rostro, recuerdo de una situación de violencia en el Cruce de Varela, ahí donde se encuentran las rutas provinciales 36 y 14, en la zona sur del Gran Buenos Aires.

Para Laura, los discursos de odio legitimados por el gobierno y los medios intensificaron la violencia en las calles. “Con la policía pasa lo mismo. Su violencia está respaldada, y usan la figura de ‘resistencia a la autoridad’ para justificar el abuso”, asegura. Además, advierte que en el último año las detenciones arbitrarias aumentaron en los barrios de Liniers y Flores. Por esta razón, comenzaron a organizar asambleas en la sede de la organización Yo No Fui, para pensar estrategias colectivas frente a estas situaciones. Además, desde la Secretaria Letrada contra la Violencia Institucional del Ministerio Público de la Defensa de la Ciudad de Buenos Aires, están trabajando en un informe para cuantificar las detenciones y la.violencia institucional este último año.

En Argentina, el trabajo sexual no es ilegal, pero en 19 provincias siguen vigentes artículos contravencionales que penalizan el ejercicio en la vía pública, con sanciones que llegan hasta 30 días de cárcel.  En la Ciudad de Buenos Aires, Laura denuncia que la policía utiliza con frecuencia el artículo 237 del Código Penal —resistencia a la autoridad— como una herramienta para criminalizar a las trabajadoras sexuales. “La organización y la resistencia son la respuesta”, afirma.

En ese sentido, están trabajando para crear un proyecto que despenalice el trabajo sexual en Argentina. “El debate no es trabajo sexual sí o no, sino la despenalización o la criminalización de una actividad que existe a pesar de todas las leyes punitivas que nos arrojaron”, sostiene Georgina Orellano. La criminalización del trabajo sexual se presenta como una estrategia política que refleja, por un lado, la expansión del control estatal sobre las personas, y por otro, la vulneración de los derechos humanos de las trabajadoras sexuales. Aunque el discurso oficial afirma que las políticas están enfocadas en combatir la trata de personas, las trabajadoras sexuales denuncian que, en realidad, el foco está puesto en ellas. “En vez de hacer políticas públicas para perseguir a quienes están detrás de la trata de personas, vinieron detrás de las putas y no nos dejan en paz — dice Laura — nadie está a favor de la trata”. Resopla. Está cansada del discurso moralista que lo único que hace es estigmatizar a las trabajadoras sexuales.

Crédito: Sol Avena

Vuelve a sonar el timbre. Esta vez, es Daniela. Llega junto a otras dos compañeras. Buscan preservativos. Daniela Reyes es trabajadora sexual travesti trans y, hace pocos días fue detenida junto con Georgina Orellano. La noche del 31 de octubre, la policía de la Ciudad de Buenos Aires recibió una denuncia: un hombre había herido a Daniela en uno de sus ojos. En lugar de protegerla, la respuesta de las fuerzas de seguridad fue gas pimienta y represión. El episodio de violencia desproporcionada hacia las trabajadoras sexuales fue filmado. Daniela y Georgina estuvieron más de 12 horas detenida; primero, en las comisaría 1C, en Constitución; y luego en la alcaidía 14, en Chacarita. “Es una práctica cotidiana”, se lamenta Laura.

Daniela cuenta que aún no recupera el sueño y que las dolencias físicas persisten: marcas visibles en la rodilla y una herida en el hombro que le dejó un surco de cinco centímetros. Con un gesto rápido, se levanta la remera para mostrar la cicatriz. Después, toma los preservativos que necesita, abraza a Laura y sale apurada, con sus compañeras, para seguir trabajando.El informe presentado por el CONICET en 2023 detalla un aumento de las denuncias por contravenciones relacionadas con la oferta y demanda de sexo en barrios como Constitución. Entre 2019 y 2020, las denuncias crecieron un 151%, muchas de ellas impulsadas por denuncias vecinales, respaldadas por el Ministerio Público Fiscal. Entre las trabajadoras sexuales trans, las tasas de abuso son especialmente altas: un 85% de ellas reporta haber sido víctimas de hostigamiento o violencia física. Estos datos no son aislados, sino que evidencian un patrón sistemático de discriminación y estigmatización hacia quienes ejercen el trabajo sexual, particularmente en contextos de alta vulnerabilidad social.

Crédito: Sol Avena

Para todxs, todo

— Nuestro objetivo es darles una mejor calidad de vida a las compañeras. No somos el Estado, pero hacemos lo posible por acompañarlas.

Laura sabe que cuando cierre las puertas de la Casa Roja a las siete de la tarde, muchas compañeras seguirán enfrentando sus problemas en la calle. Se consuela pensando que han sabido construir un lugar de referencia al que acudir. En la casita, los lunes se da asesoría jurídica, sobre temas como migración, trámites de DNI y salud; los martes, coordinan un espacio con Casa IAkU para tratar temas de adicciones y salud mental; los miércoles, articulan con la carrera de Trabajo Social de la Universidad de Buenos Aires. Además, organizan ollas populares, asambleas y otras acciones de acompañamiento.

Los inicios de Laura en el trabajo sexual, como el de muchas, estuvieron marcados por una necesidad económica urgente: “Me echaron del Hospital Álvarez por firmar un acta diciendo que la policía le había pegado a un chico que llegó herido a la guardia”, recuerda. Eso fue en 1987. Ante la falta de opciones, una compañera del hospital le presentó a un cliente. Al principio, trabajaba con culpa, porque la sociedad la hacía sentir en falta, y cargaba esa marca —en las rodillas y el cuerpo— producto de la violencia policial—. Las detenciones eran comunes, duraban 21 días o más, y Laura prefería decir que estaba “de gira” antes que contar la verdad. “Cuando se lo conté a mis hijas, no podían creer que eligiera decir que estaba de joda antes que detenida”, dice.-Crié toda a mi trup gracias a mi concha. Mis fiolas fueron mis hijas.

Laura sonríe. Está emocionada porque una de sus hijas está por recibirse de Licenciada en Economía. A pesar de las dificultades, siempre trabajó para garantizarles una vida digna. Según un relevamiento realizado por AMMAR, el 86% de las trabajadoras sexuales son jefas de hogar y madres solteras. Para Laura, este trabajo le brindó cierta autonomía, aunque también destaca cómo la victimización y criminalización de las trabajadoras sexuales impacta no solo en sus derechos, sino en la forma en que se perciben a sí mismas. “Antes no entendíamos que teníamos derechos; dábamos por sentado que éramos las culpables de todo, las que estábamos mal”. Es por eso que entrar a AMMAR y escuchar a sus compañeras fue clave para entender que no estaba cometiendo un delito.

Crédito: Sol Avena

AMMAR nació en un calabozo de la Comisaría 50 en 1994, como respuesta a la violencia policial. “Elena Reynaga -una de las fundadoras de la organización- era mi compañera de esquina, yo recién llegaba a Flores y allí me recibieron”, cuenta. Después de algunas reuniones dejó de participar porque las llevaban detenidas. Años más tarde, después de escuchar a Georgina, se sintió identificada y regresó. “Me di cuenta de la necesidad de pensar desde lo colectivo, de relacionar política con trabajo. Acá lo individual no existe; si hay algo, es para todas”.

Laura calienta el agua para el tercer termo del día, en la cocina de la Casa Roja. En la pared, hay un afiche que detalla las actividades de la semana: las coordinadoras de cada día, los número de WhatsApp y una estrategia para pedir ayuda en emergencias. Además, cada cuadra y cada hotel tiene su delegada.

Tocan el timbre. Esta vez es Gabi, que entra cargando dos paquetes enormes de papel higiénico y dos cajas con azúcar, café y té. Su pelo negro, lacio y brilloso se amontona en una cola de caballo que cae perfecta sobre su espalda. Lleva un top negro, un short ajustado y botas altas; su caminata acapara las miradas en la casita. Hizo una pausa en el hotel donde trabaja para acercar la donación. Cinco minutos después, regresa a su rutina.

Crédito: Sol Avena

Trabajar para sobrevivir

Muchas de las trabajadoras sexuales que se acercan a Casa Roja están en situación de calle. “Nos cobran tres veces más el alquiler. Hay compañeras que pagan hasta 28 mil pesos por una noche, pero no todos los días te va bien como para conseguir esa plata”, dice Josefina, que llegó a la Casa Roja a acompañar a su amiga Diana para tramitar su documento.

Josefina es limeña, nació en Perú hace más de sesenta años. Llegó a la Ciudad de Buenos Aires en 2012, después de que asesinaran a una trabajadora sexual trans, en su país de origen. Ese hecho la marcó profundamente. Hace unos años, mientras estaba internada por una enfermedad, fue desalojada de la pieza que alquilaba. Cuando regresó, el dueño se había llevado sus pertenencias y no le permitió entrar. En un principio, sus compañeras la rescataron: la recibieron en sus casas y le pagaron hoteles. Pero la situación se volvió insostenible, y tuvo que buscar otra solución. Hoy vive en un parador. Mientras habla, toma unos zapatos del roperito de la casita y los guarda en su cartera para María, una amiga. Sueña con volver a tener su propio espacio. “Pero ahora hay que sobrevivir”, dice.

El año bajo el gobierno de Javier Milei agravó la crisis habitacional y el hambre entre las trabajadoras sexuales. “En febrero conseguí un PH a 170 mil pesos. Ahora, estoy pagando 600 mil, y aumenta cada tres meses. Nosotras trabajamos para sobrevivir, siempre”, dice Yokhari, la coordinadora del área social de la Casa Roja, que hoy ve duplicada su demanda de viandas: de 30 porciones a mitad de año, pasaron a 60 semanales, y algunos días llegan a 100. “Es como volver a los 90. Estamos todo el tiempo pensando estrategias, viendo cómo defender a la compañera para que no se sienta excluida. Nosotras, colectivamente, somos una”, sostiene Laura. Yokhari explica que cada trabajadora sexual organiza sus horarios según le convenga y la modalidad que siga, todas al final del día necesitan llenar la olla y pagar el alquiler. Es por eso que desde la Casita llevan adelante acciones para sobrellevar la crisis y atender las urgencias. Para quiénes trabajan en la calle, la cantidad de horas ejercidas y el valor de la misma, varía según la zona. “Por ejemplo, en Constitución, el servicio más común cuesta diez mil pesos”, detalla. 

A las siete de la tarde de ese martes soleado, Laura cierra la puerta de la Casa Roja. Al día siguiente, volverá.

Crédito: Sol Avena

Las putas cuidan el barrio

La Casa Roja no cierra los feriados. Sin embargo, el lunes 18 de noviembre, el día de la Soberanía Nacional, no abrirá sus puertas. La Casa Roja está de duelo. Murió Mónica Lencina, secretaria adjunta de AMMAR Nacional y Secretaria General de la provincia de San Juan. Laura y sus compañeras están profundamente afectadas; un grupo viajó a la provincia cuyana para despedirla, incluida Georgina, quien escribió en sus redes: “Por vos seguiremos poniendo el cuerpo aunque veamos cómo la desidia del Estado, la falta de derechos y la negación del acceso a la salud se sigan llevando a nuestras compañeras. Hasta la Victoria Siempre, compañera, hasta que todo sea como lo soñamos. Nosotras las que perdimos todo, menos las ganas de ganarle a este sistema de mierda”.

Al día siguiente, la casita vuelve a funcionar con normalidad y con tristeza. “Las trabajadoras sexuales y las personas de la economía popular estamos en las calles; nos cuidamos entre nosotras y cuidamos a los vecinos, mientras la policía nos estigmatiza y nos violenta”, dice Yokhari. Es miércoles y el área social comenzó a funcionar a las diez de la mañana. En un día pasan entre diez y veinte personas a pedir asistencia. Están preocupadas porque a partir de diciembre se discontinuarán las partidas de preservativos que reciben del Ministerio de Salud, un cuidado imprescindible para la prevención en el trabajo sexual. Sin embargo, ya están pensando estrategias para proveerlos. 

Yokhari está decepcionada porque, en un contexto de creciente hostilidad, un legislador de Unión por la Patria organizó una reunión, a puertas cerradas, con el grupo “Buenos Vecinos”, un conjunto de personas del barrio, caracterizados por su postura fascista y discriminatoria. Son, en su mayoría, propietarios que aseguran que no pueden vender sus inmuebles porque en la zona hay gente en situación de calle, trabajadoras sexuales y migrantes. “Son racistas y liberales, niegan la labor social y nos escrachan en redes cuando nos ven o nos denuncian con la policía”, cuenta Yokhari. Además, agrega que distribuyen panfletos que piden “basta de prostitución” y difunden noticias falsas en redes sociales.

“A pesar de la ley, todavía nos llaman ‘travestidos’, en lugar de respetar nuestra identidad de género”, dice Victoria, trabajadora sexual trans. Afirma que la escalada de violencia se dio en el último año con Milei como Presidente: “Se puede ver el odio en la calle, algo que hace tiempo no pasaba. Los pibes nos persiguen, nos insultan y nos agreden. El discurso de odio está en los medios y está respaldado por ciertos sectores políticos”. En esa línea, subraya que el actual gobierno eliminó el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad y el INADI, lo que significó un retroceso en la protección de los derechos para la comunidad LGBTIQ+. “No es casual, ¿a dónde vamos a denunciar?”, se pregunta Victoria.

Crédito: Sol Avena

En la cocina, Brisa prepara casi cien porciones de guiso de fideos para llevar a Plaza Garay a las 18 hs. Laura la acompaña en la tarea, pero está con poca energía; la muerte de Mónica, su amiga y referente, es muy reciente; ocuparse del trabajo la hace sentir mejor. Prepara todo para salir a llevar la olla a la plaza: bandejas, cubiertos y galletitas. A las seis de la tarde, algunos vecinos se acercan a ayudar, sacan una mesa y dos caballetes. Media hora más tarde, Brisa raspa, con un cucharón, el fondo de la olla y sirve la última porción, mientras en la plaza cae el sol y se acomodan algunas ranchadas.