Casi todas mis amigas son delgadas.
Yo, en cambio, soy gorda. Y lo digo porque escribo desde este lugar: gorda, mapucha, poeta, socióloga siempre en conflicto, entre otras cosas.
Soy la gorda que llegó a pesar 116 kilos cuando tenía veinte años, la gorda que hizo dieta con su madre desde los ocho. La gorda que adelgazó veinte kilos para entrar en el vestido de egresada y engordó 40 los primeros dos años de facultad, (¡y sí!).
Yo, la gorda que se da atracones cada tanto, cuando no puede digerir ciertas cosas y se encarga en complicidad al cuerpo, que el estómago haga lo suyo. La gorda que no tira comida.
Yo, la gorda, que con veinte kilos menos pesa lo mismo que cuando tenía 12 años (lo recuerdo porque ese año nos obligaron a pesarnos en la escuela por un “control nutricional”).
—vergüenza mediante—
Hay partes “mutilables” para el sistema médico y siempre “tenés diez kilos para bajar ahí”, como me dijo una endocrinóloga a la que fui a consultar por mi acné, no tan juvenil. Las carnes sueltas están ahí y molestan porque sudo más en verano y me estorban en el sexo, la entrepierna se me paspa si uso pollera, tal vez menos que antes, pero ahí están las carnes sueltas.
Yo soy gorda, aunque ahora me agiten en broma “ya no adelgaces más que no vas a poder seguir militando de gorda” y nos riamos. Tanto las amigas como yo sabemos que lo gorda no se va con unos kilos, pero que la apariencia nos vende la ficción de la coherencia, (como si eso existiera, como si no fuera también un páramo perdido en algún desierto de utopías).
Pero no, no vengo a hablar al respecto, aunque valga como para explicitar el lugar de enunciación, vengo a darme un aliciente, porque así como hay que pasar el invierno, también hay que pasar el verano.
¡Piedra libre para mí!
Hace algún tiempo llenan las redes sociales consignas del estilo “todos los cuerpos son cuerpos de playa”, que están buenísimas porque nos empujan a pensar una existencia que habilita el disfrute del propio cuerpo sea como sea, más lejano o próximo a los ideales de belleza.
No obstante, y en iguales proporciones, la cartelería invasiva viene promocionando desde septiembre-octubre las reformas que deberíamos aplicar sobre nuestras corporalidades para hacerlas deseables: depilación definitiva, ultranosequé para la celulitis, drenaje nosecuanto manual y con aparatos, cirugía láser, liposucción, radiofrecuencia, masoterapia, saracatún, chimpumpam… y mejor no hablemos de las dietas mágicas del pepino con cebolla, de la manzana, de los licuados, de la luna, de los 21 días, etcétera, etcétera, etcétera.
Una cree que va a pasar el verano como reina y la publicidad, por más militancia gorda con la que se identifique, la desencaja.
Entre el gordo-odio (1) y la presión estética hay una diferencia. El segundo concepto significa la presión que todas las personas experimentamos para entrar en el estereotipo de belleza (flaco, preferentemente blanco, con músculos marcados, con capacidad de consumir y disfrutar, personas sexualmente activas y resueltas); mientras que el gordo-odio es un parámetro que crea estructura. El gordo-odio es un principio de visión y división que reproduce por un lado existencias, productos, bienes y servicios para “normales” y, por otro lado, para los cuerpos que nos alejamos de esa normalidad, una existencia más precaria, fea, poco deseable, sin disfrute. Además estos cuerpos alejados de la normalidad son (somos) factibles de ser legítimamente combatidos por la vía de la patologización (2), idea que ciertamente la medicina ha sabido explotar desarrollando una vital y frondosa selva de dietas, cirugías, succiones, clínicas y tratamientos para adelgazar. Es en este combate cuerpo a cuerpo en el que las ganancias de la industria de la moda, la estética y las dietas pueden lucrar con el sometimiento de nuestras carnes a la norma.
Un ideal de comodidad al servicio del mercado
En este punto, revisemos las ideas que colectivamente sostenemos para legitimar, vía gordo-odio internalizado, no solo nuestras ansias de delgadez, sino también nuestra reivindicación de la gordura como una existencia amable y (un poco) menos en guerra. Dos afirmaciones que, aunque parezcan distintas, se rozan.
Tanto el Body Positive con sus ideas sobre el amor propio y la visibilización del orgullo gordo, como el apelar a la “comodidad” y la “soberanía sobre el cuerpo”, se han constituido en argumentos evocados dentro y fuera del activismo (gord* y de los otros, llámense feministas en general) para tender redes con otros movimientos que han tematizado y discutido el cuerpo en diferentes formas (como el de las personas diverso funcionales, algunos sectores LGBTTIQ+, y el colectivo de mujeres y disidencias que han llevado como bandera la lucha por la despenalización y legalización de la interrupción del embarazo con consignas como “mi cuerpo es mío”). Pero, nuestros cuerpos ¿son nuestros?
La reivindicación del derecho a la existencia del propio cuerpo como parámetro incuestionable nos deja un margen muy estrecho para poder pensar un cambio a escala colectiva. La experiencia gorda no es una apreciación subjetiva, es una sucesión de hechos objetivos que trascienden la propia historia, ¿cuántos culos gordos habrán viajando incómodos en un avión o un colectivo? ¿cuántos haciendo dieta para entrar en la ropa que les gusta o para conseguir un trabajo?
Los discursos del estilo “lo importante es estar cómoda con el cuerpo que una tiene” ocultan los tratos que la sociedad mantiene y legitima hacia las personas gordas. Hay lugares y experiencias que a los cuerpos como los nuestros les es válido habitar sin ser impugnados con miradas de asco, agresiones y acoso. Pero la exploración de la sensualidad, el desnudo, la exhibición, la realización de deportes que usualmente están reservados para cuerpos no gordos, entre otras prácticas, son experiencias que un cuerpo gordo no debería vivir.
En la medida que se reivindica la comodidad y el orgullo sobre los cuerpos gordos como experiencias subjetivas y personales, se individualiza un esfuerzo realizado por cientos de colectivas, grupos y activistas que inscriben en la arena de la política la existencia de los cuerpos gord*s. Es más, quedamos a completa disponibilidad de seguir consumiendo dietas, tratamientos, ropas “plus size”, haciéndonos cargo de nuestras gorduras de manera individual e inconexa a partir de respuestas que alimentan los mercados “gordo-amigables” o la industria de la dieta. La comodidad de ser gord* también se vuelve entonces una cuestión de clase, consumible para quienes tengan los medios para hacerlo, destinando su dinero a normalizar el propio cuerpo según el canon vigente o por la vía del consumo en el amplio mercado de la gordura chic.
No alcanza con la comodidad ni con el amor propio para llegar al verano y hacerle frente a la publicidad y al tan temido momento de comprar la malla que te indica que “tu cuerpo está mal”, que vos estás mal. Se vuelve cada vez más necesaria la articulación política, la profundización de las discusiones sobre las políticas de odio sobre los cuerpos gordos como maquinarias que tienen una genealogía, un origen y un sustento material de prácticas que alimentan la explotación, las industrias, las ganancias y el consumo desmedido.
Ser gord* no es algo que nos inventamos y que resolvemos a fuerza de comodidad, es nuestra manera de estar en un mundo (heterocapitalista) que, como tantas otras cosas, no elegimos. Ser gord* es una posición de combate que nos pone frente a la tarea de crear un mundo más vivible, de buscar alianzas que inclinen la balanza, de inventar prácticas que vayan en detrimento del sistema todo, más allá del propio culo.
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1- También se le dice “gordofobia”, pero este término ha caído en desuso porque al contrario de expresar que el rechazo a la gordura es un parámetro socialmente construido, lo asemeja a una patología, una condición orgánica “incontrolable” para quién la posee.
2-Patologización alude a la asociación directa de la gordura con enfermedad, estigmatización sustentada sobre una dudosa cientificidad; la patologización de la gordura tiene repercusiones en nuestra cotidianeidad, las personas gordas nos convertimos en objeto de juicio público y más aún de política pública .
Aymama Mur es Ayelén Penchulef, escribe desde Neuquén; pueden leerla en: http://desbordesapologiadeladesmesura.blogspot.com/.
Aymama agradece a Zip de @ediciones_precarias y @dixfrutooo por sus comentarios amorosos y a Leo por empujarla a la escritura.