“El lenguaje debió nacer así, de la pasión, no de la razón.”
― Cristina Peri Rossi
Anoche mi hija me dijo rancia porque buscaba desesperada los anteojos que tenía puestos. También dijo que Papá Noel es un viejo turbina, ahre. Le pregunté si le fue bien en el examen y me contestó, asti, astilla, no seas gede. Todos los días se cuelan en la lengua palabras nuevas o resignificadas, refuncionalizadas. La lengua se ensancha, crece como una masamadre, materia viva. Pero estas operaciones lexicales que podrían describirse como enálages no causan tanto rechazo como la práctica que en el nivel del discurso (es decir, en el uso social concreto de la lengua en las diferentes áreas de actividad) interviene en la experiencia y produce efectos de transformación morfológica.
El lenguaje inclusivo violenta la gramática, dicen sus detractores. Pone en riesgo la estructura de la lengua, como si se tratara de una torre del jenga en la que moviendo una pieza se derrumba el resto. Pero claro, son los viejos andamiajes oxidados, con sus jerarquías, sus recortes, roles de poder que expresa y reproduce, son esos andamios los que queremos hacer caer. No nos interesa una torre de cristal ni de marfil: queremos esa torre de Babel que las lenguas dominantes e imperiales quieren aplanar.
El así llamado Lenguaje inclusivo (y lo digo así porque podríamos también repensar esta denominación) es una práctica de gestión lingüística eminentemente política (es imposible disociar lo político de la lengua), no es impositiva (no obliga a interlocutores a hablarlo) aunque sí impone un desarreglo en la estructura morfológica del castellano mayormente usado, y eso es un efecto buscado. Se trata de incomodar y de ampliar los derechos. El lenguaje inclusivo es ideológico y no le pide permiso ni legitimación institucional, ni especula con las timbas sobre qué será de él en el futuro porque –si bien las profecías son muy tentadoras– el lenguaje inclusivo implica una intervención política en el presente.
Es evidente que las objeciones gramaticales al uso del inclusivo son vehículo de una verdadera objeción ideológica. Fíjate quién objeta y sabrás también qué posicionamiento tiene respecto de otros debates. El lenguaje inclusivo no nació ayer ni el año pasado sino que es parte de la trama históricas de reivindicaciones y luchas de sectores oprimidos. Los putos, las putas, los marikas, las travas y trans, la lengua tumbera y las jergas que marcan pertenencia y territorialidad son parte de esta historia. En el caldo del debate por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito la e como desinencia de género fue tomando más fuerza. No es casual. El lenguaje es mucho más que palabras. Nuestra lengua es la manifestación de nuestra estructura ideológica, de nuestra forma de entender y sentir el mundo, de interpretar la realidad. No solo se nombra la realidad, sino que se la interpreta. Por eso, el lenguaje puede erigirse en una potente arma de discriminación social, perpetuando las relaciones asimétricas entre sexos y el histórico patrón de dominación masculina.
A mediados de la década de 1980, la lingüista finesa Tove Skutnabb-Kangas capturó la idea de la discriminación basada en la lengua con el concepto de lingüicismo, definido como “las ideologías y estructuras que se utilizan para legitimar, efectuar y reproducir la división desigual del poder y de los recursos entre los grupos que se definen sobre la base de la lengua”.
El lenguaje o más específicamente la lengua, esa expresión en la que nuestra capacidad humana se vuelve organizada y social, es una corriente que no para. En el lenguaje, la diacronía no es error, es parte estructurante.
El lenguaje modela nuestros modos de ver y comprender el mundo. El castellano es lengua de le sujete, no tiene otra forma sin este sujete que siempre hace a la oración, tácite o explícite. Si nombramos en masculino en nuestra mente se crea la imagen de un sujeto masculino.
Teresa Meana, filóloga española, autora de Porque las palabras NO se las lleva el viento, dice que el lenguaje, piedra simbólica del patriarcado, “impide ver que impide ver”. Porque por ser sonido constante es silencioso, invisible. Y por eso las desigualdades de género en el lenguaje son aceptadas sin resistencia. Como para los peces en el cuento de David Foster Wallace, que ante la pregunta de cómo está el agua responden “¿qué demonios es el agua?”.
El lenguaje se mueve al ritmo de los cambios sociales. Y el hablante, como saben bien les lingüistes, siempre tiene la razón, no se equivoca. Podríamos quedarnos en la idea iluminista de la relación entre el sujete y lo que nombra, una relación donde el lenguaje es instrumento, o herramienta, como la concibe Pérez Réverte. Pero no hay sujete que domine el lenguaje sino que el sujete es hablado en el lenguaje, que le divide (siguiendo a Lacan). O para decirlo de manera más deleuziana, podríamos pensar al lenguaje como una máquina de guerra que puede funcionar por sí misma, sin el sujete. El lenguaje llama al lenguaje, lo llama arrastrado sobre todo por lo social.
El lenguaje produce y reproduce las relaciones de dominio que existen en la experiencia social y que Bourdieu remarca con el concepto de violencia simbólica. En este registro de la ley, que se crea con las reglas del lenguaje y las percepciones intersubjetivas del poder, les sujetes se establecen en una posición determinada. Las nenas juegan con muñecas y los varones a la pelota. Y cuando juegan las nenas y los nenes a la familia o al Dominó, juegan “los chicos”. Lo no varón es sujeto tácito.
El lenguaje entonces es sumamente político porque es lo que legitima (e interpela, social, emocionalmente) nuestras relaciones, que siempre son relaciones de poder. Nosotres, que nos relacionamos políticamente, dictamos, exclamamos, reclamamos, incluimos o no a le otre. Somos le sujete que antecede al predicado. Lo tenemos que poner en tensión, romper los estándares protocolares arraigados en una sociedad patriarcal a través del único medio posible para el pensamiento. Ese medio es el discurso. El lenguaje sirve para sostener o romper los esquemas patriarcales.
El lenguaje entonces es sumamente político porque es lo que legitima (e interpela, social, emocionalmente) nuestras relaciones, que siempre son relaciones de poder. Nosotres, que nos relacionamos políticamente, dictamos, exclamamos, reclamamos, incluimos o no a le otre. Somos le sujete que antecede al predicado. Lo tenemos que poner en tensión, romper los estándares protocolares arraigados en una sociedad patriarcal a través del único medio posible para el pensamiento. Ese medio es el discurso. El lenguaje sirve para sostener o romper los esquemas patriarcales.
Y con esto quiero señalar el impacto de lo lingüístico en las relaciones de dominio, tan contradicho por esas frases como “usar un lenguaje neutro no cambia la forma de pensar” o “el lenguaje no crea realidades”. A esto, los activismos políticos respondemos con discurso que es acción. Muches conocemos ya la teoría de Austin sobre hacer cosas con palabras. Hablar en inclusivo es sin dudas un acto performativo. La ruptura de la política feminista con la cultura histórica del Varón nace con un discurso: de eso se trata la política deconstructora del terreno de las reglas. El discurso es lo que se reclama discutir, y entonces las prácticas que ha generado en la historia.
Las resistencias académicas se justifican en la visión patriarcal que nubla las instituciones, y estas son lo último en deconstruirse. La RAE acepta almóndiga y feminazi pero siempre evita, o más bien intenta evitar, los cambios políticos de género. Pero está fuera de discusión que el uso común aparece como principal motor del cambio en la lengua.
¿Estamos esperando el visto bueno de la Real Academia Española? ¿O que venga el rey a contarnos que leyó la primera novela de José Luis Borges? No, muchas gracias. ¿Quién toma las decisiones sobre la lengua y cómo las toma? Cuando se gestiona un cambio lingüístico, y muchas veces esos cambios responden a políticas, existen objetivos lingüísticos y extra linguïsticos: se produce un efecto social. Como bien señala Robert Cooper en Language Planning and Social Change, la relación de fuerzas en la planificación de un cambio lingüístico implica planos imbricados: de arriba a abajo y de abajo hacia arriba.
Cuando les hablantes de una comunidad se vuelven gestores lingüístiques, surge la perspectiva que adjudica a les usuaries del lenguaje inclusivo un patoterismo, una implementación artificial, por la fuerza. La poeta y lingüista Ivonne Bordelois es un ejemplo de esta posición: afirma que “los cambios en el lenguaje deben ser espontáneos”, a pesar de resaltar que este cambio surge desde “una voluntad muy apreciable de igualdad de derechos”. Pero soslayar la relación entre lengua y poder es imposible. En el terreno de la lengua hay una disputa por la hegemonía, que no es lo mismo que la dominación, como cuando llegaron los españoles y colonizaron borrando las lenguas originarias. La hegemonía se da por consenso y aceptación.
No hay política sin la comunicación activa a través del lenguaje, necesaria para tejer relaciones, negociación, discusión. El lenguaje es político: construye realidad y la refleja, ilumina zonas y oculta otras. El lenguaje inclusivo viene a mostrarles a los peces que su hábitat se llama agua, viene a señalar al Rey, que está desnudo. Creer que los cambios en la lengua se dan de manera espontánea es ingenuo: las políticas lingüísticas deciden qué idiomas se enseñan en las escuelas, los tratados internacionales tienen una cláusula lingüística donde se decide cuáles serán los idiomas oficiales. Los cambios en el lenguaje se producen en ambas direcciones, desde las instituciones y los Estados y también desde los movimientos sociales, sus luchas y sus usos.
Beatriz Sarlo, prestigiosa crítica cultural, afirma que primero tienen que darse los cambios en la realidad. Lo que parece no haber registrado en esa observación es que “la realidad”, está cambiando, ya cambió, y que a la diacronía de la lengua se suma la sincronía con esas transformaciones.
Argumentar desde la supuesta imposición reduce la inviabilidad del uso del lenguaje inclusivo al hecho mismo de ser una deliberación política. Pero este factor señala la aparición del cambio lingüístico en conjunto con la revolución feminista. La teoría en nuestra época contemporánea se hace foco en el estudio mismo de la mediación de información y las estructuras comunicativas. Este feminismo del siglo XXI toma las herramientas del pensamiento de los últimos tiempos y crea. Crea un nuevo tipo de revolución, que, sí, incluye deliberadamente la crítica sobre un uso del lenguaje cómplice de las jerarquías patriarcales.
Llevamos una década en que los movimientos feministas y por la diversidad sexual entraron en las agendas políticas y normativas para buscar y en muchos casos lograr ampliación de sus derechos. En ese contexto, comenzamos a ver la utilización del “todos y todas”, de la @ y de la x. En algunos casos, también del asterisco *, para reemplazar la vocal que marca el género.
En el auge de las movilizaciones feministas que dieron comienzo al debate por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, el gobierno argentino, desde la página de la Secretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural, también dio su posición sobre el lenguaje inclusivo:
Ahora bien, con este símbolo y esta letra, ¿incluimos realmente y nominamos a todas las personas? Otra vez, la respuesta es NO, ya que ni el @ ni la X tienen un sonido fonológico que nos permita leer la neutralidad que queremos transmitir, e incluso si leemos en voz baja o hacia adentro la palabra TODXS, la seguimos leyendo en masculino.
Además, hace énfasis en el binarismo insuficiente del desdoblamiento “todos y todas”. También la Cámara de Diputados tiene una guía “para el uso de un lenguaje no sexista e igualitario”, en la que no se permite el uso de @ o X pero se afirma que el uso del masculino genérico no colabora con la eliminación de desigualdades. Recomienda el desdoblamiento y las fórmulas neutras como “las personas trabajadoras” en lugar de “los trabajadores”. Entonces vemos cómo la institucionalización de las formas del lenguaje existe por fuera de la RAE y cómo las inequidades patriarcales del lenguaje ya son señaladas y dadas por existentes, hasta confrontadas, por el propio Estado nacional.
El activismo de los colectivos feministas y LGBTIQ+ en Argentina y en el mundo puede visibilizar la crítica de las personas disidentes con respecto a la heteronormatividad de nuestras culturas. Las existencias Trans, bi y queer, por ejemplo muestran que lo incoherente con la realidad es el binarismo masculino-femenino de nuestra lengua. En estos colectivos, en la militancia feminista e incluso en el mundo joven, gradualmente, se desdobla, se usan las X o las @ o las E. Hay una saturación de la realidad por lo no nombrado en el lenguaje, un no nombrado que es fuerte, subjetivo, evidente.
Aquelles que no lo prefieren pero son interpelades por sus usuaries, se ven en la situación del efecto anacoluto que genera extrañamiento y la puesta en evidencia del problema que el hablante quiere justamente señalar. Este efecto muchas veces es buscado. No hablamos igual en cada escenario o circunstancia, por eso el inclusivo es flexible y reacio a la normalización. Estamos ante una deliberación que se filtra en el uso popular y sistemático. La problemática, como la suerte en los dados, está echada. Hay que jugar con eso.
En la sintaxis y en el lenguaje moran más animales extraños que en el fondo del océano, decía Lichtenberg. La lengua oficial como tal no está escrita en ningún lado. En el momento de ser consignada ese registro será obsoleto. Hablar con E, que no es ajena al sistema morfológico del español, todavía, para algunes, es incómodo. Pero también es incómoda la perspectiva de género, esa problematización que delata las desigualdades estructurales existentes y sistemáticas que hay en nuestra sociedad. Una vez que las vemos, que somos conscientes de esas inequidades que en la mayoría de los casos se traducen en injusticias, no podemos volver atrás.