¿Quejarse es ser una “feminista carcelaria”?

¿Si denuncio o presento una queja en una institución, como una universidad, por el trato de un miembro de la comunidad, soy una feminista carcelaria? ¿Podemos articular el activismo abolicionista de las cárceles y el de la justicia restaurativa con la legítima queja, protesta, denuncia de una situación abusiva? Sara Ahmed se mete en el corazón de este problema y nos trae este texto, secuela de “¡Denuncia!” (Caja Negra, 2022). ¿Puedo quejarme sin ser etiquetada por las propias feministas como carcelaria? ¿Quejarse es ser una “feminista carcelaria”? Traduce para LatFem Nicolás Cuello.

A menudo me preguntan cómo se relacionan mis argumentos sobre el activismo de la queja con los proyectos de justicia transformativa y restaurativa, así como con el feminismo abolicionista del sistema carcelario. Una vez, en una respuesta a estas preguntas, hablé de mi cautela a la hora de utilizar algunos de estos términos para describir parte de este trabajo, porque había oído cómo es que pueden utilizarse indebidamente en entornos institucionales. Pero también dije que el activismo de la queja “tiene mucho más parentesco con estos otros proyectos, incluidos los abolicionistas del sistema carcelario, de lo que parece a primera vista”, porque te hacen pensar en “cómo ser responsable, cómo privar a la gente de poder institucional y, por lo tanto, cómo construir relaciones que permitan a algunas personas entrar y permanecer en instituciones que, de otro modo, seguirían siendo inaccesibles”. También señalé que, aunque no utilizara estos términos, el “parentesco” entre los proyectos se haría evidente “más adelante”.

En este texto, quiero avanzar un poco más en esa línea considerando la figura de la quejosa como feminista carcelaria. En mi conclusión, me referiré al nuevo e importante libro Abolition. Feminism. Now, de Angela Davis, Gina Dent, Erica R. Meiners y Beth E. Richie para explorar el parentesco entre el feminismo abolicionista del sistema carcelario, tal y como lo describen, y el trabajo de los colectivos de la queja formados para hacer llegar las denuncias sobre acoso e intimidación a través de los sistemas diseñados para detenerlos.

Permítanme comenzar con mi propia implicación. Me han llamado feminista carcelaria por el apoyo que di a les estudiantes que presentaron una denuncia colectiva por acoso sexual y (probablemente) porque di ese apoyo en público. Durante las investigaciones sobre acoso sexual que me llevaron a dimitir de mi pertenencia institucional, y después de haberlo hecho, me enviaron muchas cartas y mensajes, escuché muchas conversaciones en redes sociales y en persona, y leí mensajes públicos en los que me llamaban feminista carcelaria. A veces la acusación venía acompañada de un perfil psicológico: que envidiaba a los profesores que habían sido objeto de la denuncia, que quería para mí lo que ellos tenían, sus alumnes, sus centros de estudios, etc. En un post público, se me describía como una persona todopoderosa, castigadora y vengativa que había intentado destruir por sí sola la vida profesional y personal de otro profesor. Así que reconozco la figura de la quejosa como feminista carcelaria porque así me ha sido asignada. Y sé lo que se siente cuando te llaman de una manera a la que te opones por cómo te opones a esa manera.

En cuanto empecé esta investigación, descubrí que tenía compañía. Muchas de las personas con las que hablé que habían presentado o apoyado una queja formal (especialmente cuando las quejas eran sobre acoso sexual o mala conducta sexual por parte de académicos) habían sido llamadas feministas carcelarias. ¿Por qué? Presentar una denuncia formal en una universidad no es lo mismo que llamar a la policía. No se trata de enviar a la gente a la cárcel. Entonces, ¿por qué aparece esta figura cuando se presentan denuncias formales? ¿Qué está pasando?

Supongamos en primer lugar que las quejas formales se tratan como carcelarias porque pueden dar lugar a un proceso de investigación disciplinario que, al menos potencialmente, puede crear condiciones para que una autoridad aplique una sanción. La figura de la quejosa como feminista carcelaria podría utilizarse para dar a entender que el objetivo de una denuncia (formal) es el castigo o la sanción. En su brillante libro We do this ‘Til we Free us, Mariame Kaba diferencia el castigo de las consecuencias. Para Kaba, castigo significa “infligir crueldad y sufrimiento a la gente”. Por el contrario, “Las personas poderosas que dimiten de sus cargos son consecuencias, no castigos. ¿Por qué? Porque debemos tener límites. Porque la mierda que hicieron estuvo mal y que sigan teniendo poder es un privilegio. Eso significa que podemos quitárselo, para que ya no lo tengan más.”

El trabajo de Kaba es una invitación a plantearse preguntas difíciles sobre la naturaleza del poder institucional. Tienes poder institucional cuando la posición que te otorga una institución te da poder sobre los demás. En el sexto capítulo de mi libro Complaint! considero el poder institucional en términos de quién es aquel que “sostiene la puerta” de la institución, quién es aquella persona que puede determinar no sólo quién entra en la institución, sino quién progresa en ella. Quienes abusan del poder suelen presentarse como generosos, como dispuestos y capaces de abrir la puerta a los demás. En una dádiva se aloja la amenaza de cerrar la puerta a cualquiera que no haga lo que ellos quieren que se haga.

Entonces, ¿cómo privar a alguien del poder institucional? Precisamente porque algunas personas tienen ese poder, es difícil privarlas de él. Si privar a alguien del poder institucional es un resultado institucional, entonces privar a alguien del poder institucional tiene que implicar a la institución de alguna manera; es un compromiso con algún tipo de un proceso institucional. Pero tener poder institucional también significa que puedes movilizar los propios recursos de la institución para impedir que abusen de ese poder quienes intentan impedírtelo. Quienes “sostienen la puerta” de la institución pueden cerrar esa puerta a quienes se quejan, y de hecho lo hacen.

Así es cómo quejarse de un abuso de poder es aprender sobre el poder: por eso la queja se vuelve una pedagogía feminista.

Quiero subrayar que, desde el principio, la mayoría de las personas con las que hablé no querían castigar a las personas de las que se quejaban y, además, si algo explicaba su reticencia a quejarse era, ante todo, su preocupación por las posibles consecuencias que esto tendría para aquellas personas de las que se quejaban. ¿Por qué quejarse, entonces? La mayoría de las personas con las que hablé se quejaron de estas conductas por la sencilla razón de que querían que cesaran. Una estudiante que se quejó del miembro más veterano de su departamento dijo que “quería evitar que otras estudiantes tuvieran que pasar por esas prácticas”.  Querer que cesen estas conductas es también querer que lo que te ha pasado a ti no les pase a otras.  Por eso califico la queja como un trabajo no reproductivo, es decir, el trabajo que hay que hacer para que no ocurran las mismas cosas, para que no se reproduzca una herencia.

Estamos aprendiendo algo sobre las consecuencias: para detener a alguien, a menudo hay que impedir que el sistema funcione.

¿Por qué plantear entonces el ejercicio de la queja como un deseo de castigo y no como un trabajo sobre las consecuencias?

Pongamos un ejemplo. Hablé con una profesora que apoyó a un grupo de estudiantes que se quejaron de la conducta de un profesor de su departamento. Ella describe así el proceso: “Una estudiante, una joven estudiante, vino y me dijo que este tipo la había seducido, básicamente. Luego, en una conversación con otra mujer, descubrió que él le había hecho lo mismo a ella. Así se hizo una bola de nieve y descubrimos que había diez mujeres en la misma situación, él sólo estaba pasando de una mujer a otra a otra a otra”. El profesor defendió así su propia conducta: “Se me acercó y me dijo: ‘es una de las ventajas de este trabajo’. Podía creerlo. Me lo dijo de verdad. No eran habladurías; es una ventaja del trabajo. No recuerdo mi respuesta, pero me quedé atónita”. Tenemos que aprender cómo estas “ventajas del trabajo”, estos “gajes del oficio” pueden movilizarse como defensa contra una denuncia de acoso sexual y contra el señalamiento de una conducta sexual inapropiada. La asociación latente aquí es que tener relaciones sexuales con tus alumnas es como tener un auto de la empresa, es algo a lo que tienes derecho solo por lo que haces.

Una denuncia puede interpretarse entonces como la contradicción de un derecho: el derecho a usar o tener algo. Privar a alguien de poder es privarle de lo que experimenta como suyo. Las mujeres que presentaron la denuncia fueron rápidamente criticadas por estar motivadas por un deseo de castigo. Como describe la profesora con la que hablé: “¿Las mujeres? A ellas se las señaló por estar llevando adelante una caza de brujas, se las presentó como histéricas, ¿te das cuenta, verdad?, como si ellas estuvieran persiguiendo a este tipo”.

Privar a alguien de poder es entendido por los que tienen poder como un castigo. 

En cuanto intentes privar a alguien de poder, te identificarán como alguien motivado por un deseo de poder. Esa identificación se utiliza a menudo porque suele tener éxito. En este caso, la denuncia no prosperó y el profesor volvió a su puesto con pequeños ajustes bajo la disposición de supervisión.

Enmarcar la queja como un castigo puede ser una forma de evitar consecuencias.

Es conveniente patologizar a quien se queja como alguien con sed de poder.

Madeline Lane-McKinley ha ofrecido una importante crítica de lo queel encuadre de las quejas o las denuncias formales como prácticas carcelarias está haciendo. Describe cómo a la persona que se queja “se le dirá que está juzgando a otra”. Esto es precisamente lo que permite a los abusadores sexuales, por ejemplo, afirmar que están siendo objeto de una caza de brujas, mientras ellos mismos movilizan una caza de brujas”. Lane-McKinley identifica un “antifeminismo carcelario”, que denomina “carcelario a todo feminismo”.

Cuando se apela a otras formas de justicia, se mantiene esta identificación de la queja feminista como carcelaria. Las quejas pueden enmarcarse como la incapacidad de resolver la situación por otros medios más positivos. Pienso en una estudiante que fue agredida sexualmente por un profesor. En consulta con el sindicato de estudiantes, presentó una queja informal. La enviaron a un decano que le dijo que debía “tomar una taza de té con él para solucionarlo”. Otra estudiante me contó que ella y otros estudiantes tuvieron que quejarse repetidamente de la conducta de un profesor antes de que esas quejas tuvieran eco. Y después de que la queja fuera aceptada y se iniciara un proceso disciplinario, un colega le dijo que “ella debería haber recurrido a formas de justicia restaurativa”, con un índice de “restauración” tan débil como el de la “taza de té”, un signo ligero y flojo de reconciliación.

Nótese que la sugerencia de que “debería haber recurrido a la justicia restaurativa” no fue hecha por alguien que hablara desde o en nombre de una institución. La hizo una colega feminista. Hace poco, en un panel virtual sobre justicia transformativa, una sobreviviente describió cómo el lenguaje de la justicia transformativa fue “mal utilizado” como “una red de apoyo” para su agresor. Como muchas feministas saben, el sistema ya está diseñado como un sistema de apoyo para los maltratadores. Lo que también debemos saber es que ese apoyo se está promulgando mediante el uso de un lenguaje feminista crítico. Recuerdo cómo se nos dijo después de las consultas e investigaciones de caso, que deberíamos haber utilizado la justicia transformativa. Ese término no sólo se utilizó de forma débil, sino que se desvinculó de su historia radical. Cuando te dicen que deberías haber utilizado la justicia transformativa en casos en los que quienes han abusado del poder se han negado y siguen negándose a reconocer el daño que han causado, la justicia transformativa se utiliza como una forma de evitar la rendición de cuentas, de forma opuesta a cómo la utilizan nuestras comunidades, como una exigencia de responsabilidad.

El propio argumento que iguala denuncia = feminismo carcelario puede justificar un cierto tipo de relación con la institución que yo resumiría como quietismo institucional. Creo que este problema es, al menos en parte, un problema del feminismo blanco. Por supuesto, sigue siendo importante y necesario criticar el feminismo carcelario como feminismo blanco, como ha hecho, por ejemplo, Alison Phipps. No estoy ofreciendo estas observaciones para contradecir esa crítica. Y, sin embargo, sigue siendo necesario decirlo: He tenido varias conversaciones con feministas negras y feministas de color sobre ser llamadas “feministas carcelarias” por feministas blancas. Las feministas blancas justifican su retirada de apoyo a quienes se quejan utilizando esa misma ecuación: queja = feminismo carcelario. En caso de que esto parezca extraño o sorprendente, recuerda que hay una larga historia de mujeres negras y mujeres de color identificadas por las feministas blancas como enfadadas, castigadoras, mezquinas y hostiles. Si la feminista carcelaria puede convertirse en un perfil psicológico, también puede convertirse en un perfil racial. En un post anterior sobre la figura de la amiga blanca, señalé cómo las feministas blancas a menudo empujan a las mujeres negras y de color a ser más positivas o conciliadoras, un gesto que puede pasar por alto el racismo y el acoso racial como si fuera un malentendido o un error de comunicación, para proteger a sus colegas blancas o incluso a ellas mismas. Las feministas blancas pueden incluso sugerir a las que iniciamos o apoyamos denuncias de acoso o intimidación que leamos a tal o cual feminista negra sobre el perdón (lo sé porque me ha pasado a mí).  En mi conferencia Después de la queja, señalé que muchos de los conceptos que desarrollamos para criticar cómo funciona el poder pueden ser utilizados para enmascarar cómo funciona el poder. Sugerí que “nuestros términos” pueden convertirse en pantallas, afirmaciones del derecho de algunos a ocupar el tiempo y el espacio.

La crítica de la queja como feminismo carcelario va acompañada de cierto tipo de fatalismo institucional (no tiene sentido quejarse si toda la institución se va a pique o no tiene sentido quejarse si de lo que se trata es de derribarla). Pero claro, algunos tienen que quejarse para poder entrar en la institución, moverse por ella o hacer su trabajo. El fatalismo institucional sólo es útil para aquellos cuya relación con la institución no está amenazada o para aquellos que no necesitan quejarse para acceder al edificio. Si no quejarse o no “agitar el barco” puede tratarse de cómo algunas personas protegen las buenas relaciones que tienen con quienes asignan los recursos, como argumenté en “La queja como método queer“, sólo algunas de nosotras tenemos esas relaciones, en primer lugar. En otras palabras, la acción que se evita con la crítica de las quejas como feminismo carcelario amenazaría una relación más positiva con la institución.

Estar en contra de las quejas como algo carcelario por una cuestión de principios permite a algunas personas presentarse como críticas sin tener que hacer nada ni renunciar a nada. 

Ojo, no estoy diciendo que no quejarse sea sólo para proteger una relación positiva con la institución. Hay muchas razones para no quejarse, incluida la falta de confianza en la institución (como comentaré en su momento) o la falta de voluntad para comprometerse con un proceso que está diseñado para ser confidencial e interno de la institución. Más bien estoy señalando cómo una crítica del feminismo carcelario puede utilizarse para enmascarar la protección de una relación positiva con la institución al permitir que se exprese como si fuera una postura radical en lugar de una complicidad institucional. 

Si quienes critican a la institución utilizan la crítica de la denunciante como una practica feminista carcelaria, la institución no sólo se beneficia de esa crítica, sino que a menudo la comparte. En un caso, un alto cargo de la administración explicó la decisión de no nombrar a alguien con experiencia en acoso sexual o igualdad para dirigir una investigación sobre la mala conducta sexual de un profesor porque “no querían que se considerara que estaban llevando a cabo una caza de brujas”. Como era de esperar, el profesor fue absuelto de toda culpa por una investigación dirigida por alguien que simpatizaba con él. Las personas encargadas de llevar a cabo un proceso formal lo presentaban como una posible caza de brujas, las consecuencias se evitaron porque fueron tratadas como un castigo.

¿Es el afán de conciliación otra técnica para evitar las consecuencias? Pienso en el decano que le dijo a una estudiante que “se tomara una taza de té” con el profesor que la había agredido. En el Reino Unido, la primera fase de un proceso de queja formal es informal, y si tu queja se refiere a un abuso de poder se te anima a resolverla en el departamento o unidad donde se produjo el abuso de poder. Se anima a identificar esa informalidad del proceso en términos positivos. Pienso en dos estudiantes que se reunieron con los administradores para tratar su queja. Describen lo sucedido,

Alumna 1: No lo grabaron ni tomaron notas. Creo que se escribieron una o dos líneas.

Alumna 2: Fue muy extraño.

Alumna 1: Te daba la sensación de que era una especie de charla acogedora.

Alumno 2: Muy raro, muy raro.

Alumno 1: Estaban dando por terminada la conversación, porque continuaba y continuaba, y yo dije que estábamos presentando una queja formal y de pronto hubo un cambio en el ambiente. Y yo dije que nosotras queríamos seguir con la queja.

La informalidad puede utilizarse para disuadir de que una queja informal se convierta en formal, convirtiéndola en una conversación informal que puede resolverse más fácilmente. Es entonces como si el denunciante exigiera el cumplimiento de normas y convenciones, o como si la formalidad necesaria para presentar una queja fuera en sí misma una forma de antagonismo (no tener una “charla informal”, no ser amable). Una queja formal vendría a ser lo que alguien hace porque está siendo antipático. Nótese cómo cuando los estudiantes dejan claro que van a presentar una queja formal se produce un “cambio de ambiente”.

Cuando las universidades indican, a quienes están considerando la posibilidad de quejarse, que utilicen métodos más informales o menos formales, parecen hacerlo para minimizar el daño y exigir conformidad con el esfuerzo por restablecer el status quo. En un caso, hablé con una académica que había presentado una queja, al igual que otras integrantes de su departamento, por acoso por parte del jefe del departamento. Describió cómo se las invitó a una mediación: “El Vicerrector me dijo que nos iba a dar un regalo, que nos había organizado un viaje a un hotel y que había contratado a una persona, un negociador, para que se sentara con nosotras para solucionar el problema”. Este tipo me había intimidado y llamado tantas veces que pensé que no iba a ir a una reunión de mediación con esta persona”. Ser invitada a entrar en mediación se representa como un regalo. El regalo es la proximidad del sujeto que te está maltratando, se te pide que estés en la misma sala que él, que te sientes con él, como si todo lo que necesitaras para resolver el problema fuera tiempo y proximidad. El uso de métodos aparentemente más positivos como la mediación por parte de las instituciones se traduce a menudo en que quienes abusan del poder tienen más oportunidades de expresarse.

No digo que la mediación no tenga cabida en la resolución de conflictos. Pero el abuso no es un conflicto, aunque a menudo las instituciones lo presenten como tal. En ¡Denuncia! comparto muchos ejemplos de cómo el acoso y la intimidación se tratan como conflictos entre partes que pueden resolverse por mediación, como puntos de vista diferentes que deben escucharse, como si se estuvieran oyendo diferentes versiones de la misma historia. He compartido ejemplos de agresiones sexuales y físicas que se describen como estilos de comunicación (un jefe de departamento que agredió a un compañero en un pasillo fue descrito en el informe que lo exculpaba de mala conducta como alguien con “un estilo directo de gestión”).  Cuando las agresiones y otros abusos de poder se tratan como estilos de comunicación, las quejas pueden enmarcarse como malentendidos (“no significaba nada”, es una réplica común por una razón). Una mayor o mejor comunicación se convierte entonces en una solución.

Al hacer de la comunicación la solución, los individuos se convierten en el problema. Hablar de daño o perjuicio puede ser una forma de no hablar del poder institucional. Hablar de trauma puede ser una forma de no hablar de estructura. Me di cuenta de lo rápido que, durante las investigaciones en las que solía trabajar, empezó a circular el término “trauma vicario” (apareciendo en diálogos y documentos), como si fuéramos un colectivo que se hubiera traumatizado entre sí en lugar de enfurecerse por la respuesta institucional a las quejas. Recuerdo cómo el único apoyo que se me ofreció fue terapia, incluso en la comunicación final del Director tras mi dimisión. Incluso si esa oferta estaba motivada por una preocupación genuina por mi bienestar, se puede ver el problema: nos convertimos en la ubicación del problema, una vez más.

Localizar un problema es convertirse en el lugar del problema.

Los que no se convierten en el problema están protegidos. Las instituciones, al protegerse, protegen a aquellos a los que ya han dado poder. En otras palabras, protegen su inversión. No hace falta pasar por una queja o una denuncia formal para saber que las instituciones harán lo que puedan para proteger sus inversiones. De hecho, es por lo que algunas personas saben de las instituciones por lo que deciden no quejarse. Si no se confía en la institución, ¿por qué iba a someterse a un proceso de reclamo? Es una pregunta importante. Pero también hay que preguntarse: ¿y si la falta de confianza en la institución es precisamente lo que utilizan quienes tienen el poder institucional?

Aquellos a quienes las instituciones les dan poder, tienen un interés especial en hacer que éstas no sean dignas de confianza.

Hablé informalmente con un grupo de estudiantes. Me describieron cómo las disuadieron de presentar una denuncia por acoso sexual. Los profesores del departamento les dijeron que cualquier denuncia sería reutilizada por la dirección como instrumento contra las “académicas críticas”, que la denuncia se convertiría en un instrumento carcelario en el sentido de que se utilizaría como castigo para callarlas. Este fue un método muy exitoso: para que las estudiantes expresaran lo que sentían, es decir, una lealtad política a las académicas, estar del mismo lado que ellas, en contra de las mismas cosas, se les exigía no quejarse de la conducta de esos otros académicos, aunque se opusieran a esa conducta.

Muchas de las que se quejan comparten esta preocupación de que su denuncia sea utilizada en una dirección hostil para justificar decisiones que ellas mismos no tomarían. ¡Yo comparto esta preocupación! Dicho esto, mi estudio de la queja también me enseñó que la gestión institucional puede utilizar cualquier dato de cualquier manera: los datos positivos pueden utilizarse para crear la impresión de que no hay ningún problema (y si no hay datos positivos, las instituciones los crearán, o utilizarán los datos existentes de forma muy selectiva) y los datos negativos pueden utilizarse para justificar la retirada de apoyo (y si no hay datos negativos, las instituciones los crearán, o utilizarán los datos existentes de forma muy selectiva). Lo que es importante señalar es que la preocupación por el uso de los datos negativos de la denuncia también se vuelve instrumentalizable. Si esa preocupación se utiliza para frenar las denuncias, también se utiliza para permitir la conducta que las denuncias, de haberse producido, habrían intentado frenar. Y entonces, quienes sí presentan quejas formales sobre acoso o intimidación por parte de académicos son tratadas como gestoras, disciplinando a “académicas radicales”, tratando de impedir que se expresen libremente.

La implicación de que quejarse es convertirse en el gestor, o llamar al gestor, invita a las posibles denunciantes a verse a sí mismas en los términos a los que a menudo se oponen. La figura de la denunciante como feminista carcelaria está estrechamente relacionada con la figura de la denunciante como gestora, explorada en el capítulo 5 de ¡Denuncia! . Estas figuras ayudan a explicar lo que a primera vista podría parecer un hallazgo curioso: el uso de la palabra neoliberal para desestimar las quejas y, en particular, las quejas de las estudiantes. Una estudiante que presentó una queja por acoso por parte de un profesor de su programa dijo: “A mi queja la llamaron neoliberal”. Su queja fue calificada de neoliberal por otros estudiantes del programa. Los otros estudiantes también dijeron que las denunciantes “tenían que ser ‘solidarias’ con aquellos cuya educación se estaba interrumpiendo, y no al revés”. El neoliberalismo puede movilizarse para juzgar a quienes se quejan, como personas egoístas motivadas por su propio interés. No quejarse del acoso de un profesor pasa entonces a ser juzgado como algo que redunda en el interés colectivo, una forma de aferrarse y sostener al profesor, guardando silencio sobre su comportamiento abusivo. Obsérvese que si la queja se enmarca en el castigo, porque privaría a alguien de poder, la quejosa se convierte en una extraña, que priva a otros de lo que quieren, en este caso, el profesor. Puede ser castigada por esa consecuencia. También se le dijo a la estudiante que era cuestionable quejarse, ya que quejarse es “dirigirse a la institución” y “buscar apoyo” en ella. En otras palabras, entrar en un proceso institucional presentando una queja formal se enmarca de antemano como complicidad institucional. Algunos académicos se posicionan en contra de la institución neoliberal y se niegan a acatar sus imposiciones burocráticas. Este posicionamiento es conveniente porque permite enmarcar los abusos de poder como no-conformistas, rebeldes o radicales.

Aquellos con poder institucional frecuentemente se representan a sí mismos en contra de las instituciones.

La designación de la queja como neoliberal puede utilizarse para dar a entender que presentar una queja es comportarse como, o convertirse en, un consumidor. Otra estudiante que presentó una queja por intimidación y acoso por parte de un profesor de su programa dijo: “La idea que surgiría es que de alguna manera estaba siendo una persona muy neoliberal, la idea del estudiante como parte interesada”. Cuando una estudiante que presenta una queja por acoso es tratada como una estudiante que actúa como una parte interesada, que trata la educación como una inversión o la universidad como un negocio, las quejas por acoso se convierten en algo parecido a que no te guste un producto. Las quejas por acoso pueden minimizarse y gestionarse apaciblemente cuando se presentan como preferencias de una consumidora. Y añadió: “Puede ser, que sí, que yo sea una perfecta representación de lo neoliberal. O quizás, soy una persona que no quiere ser abusada”. Lo sorprendente es lo que está revelando: cómo no querer ser maltratada, quejarse de un comportamiento abusivo, puede ser juzgado como ser “un caso perfecto de subjetividad neoliberal”. Tenemos que aprender de cómo el neoliberalismo puede servir para retratar a la persona que no quiere ser maltratada y que actúa en consecuencia.

Creo que la designación de la que se queja como neoliberal es útil porque muchos de quienes trabajamos en instituciones educativas haríamos (o hemos hecho) críticas del neoliberalismo como institución perjudicial. Si una queja se designa como neoliberal, la denunciante puede ser identificada como perjudicial para las universidades no porque dañen su reputación, que sería un modelo neoliberal de daño, sino porque amenazan los valores educativos progresistas o incluso la idea de la universidad como un bien público. A una estudiante que presentó una denuncia por acoso le dijeron: “Vas a arruinar cualquier posibilidad de que este trabajo innovador continúe”. El esfuerzo por detener una denuncia puede justificarse como un apoyo al trabajo innovador. Podríamos pensar que la violencia institucional se produce allí, por parte de quienes quieren o pueden dirigir esa violencia contra nosotras, como pensadores críticos, intelectuales subversivos incluso, pero esa violencia está aquí mismo, más cerca de casa, en la zona cálida y difusa de la colegialidad, en los compromisos con la innovación, la radicalidad o la criticidad, en el deseo de proteger un proyecto o un programa.

En la mayoría de los casos, el diagnóstico de la denunciante como neoliberal se hace a posteriori, pero también puede hacerse por adelantado en un esfuerzo por justificar la conducta (y así frenar las denuncias). A una estudiante universitaria la convencieron para que mantuviera una relación sexual con un catedrático: “La primera vez que me tocó cerró la puerta de su despacho. Me pareció extraño que cerrara la puerta. No estábamos haciendo nada malo. Me pregunté por qué ocultarlo. Me informó de que la razón era el “pánico sexual” de la universidad: políticas neoliberales depredadoras que coartan nuestras libertades. Asentí. La puerta permaneció cerrada después de eso”. Aquí se considera que la puerta cerrada es necesaria debido a las “políticas neoliberales”, así como al “pánico sexual”, un término que asocia el neoliberalismo con una agenda feminista estrecha y moralizante. Las normas son tratadas como la policía. Se da a entender que la puerta está cerrada debido a cómo ciertas formas de conducta (como tener relaciones sexuales con tus alumnas, esa ventaja del trabajo) han convertido lo correcto en incorrecto.

Así, el feminismo puede tratarse como parte de un régimen de gestión y diplomacia que se impone a los demás para restringir su libertad. La igualdad puede descartarse muy fácilmente como cultura de auditoría, como casillas de verificación, como administración, como burocracia, como aquello que puede distraernos del trabajo creativo y crítico e incluso puede impedirnos hacer ese trabajo. Creo que la palabra neoliberal también va unida a otras palabras, como feminista, mojigata, estirada, moralista, aguafiestas y policía. Si estas palabras les parecen lejanas, recuerden que el neoliberalismo las utiliza para retratar a la quejosa como individualista. Ser mojigata, estirada y moralista puede formar parte de esa misma imagen: la persona que no está dispuesta a entregarse a los demás o a participar en una cultura compartida es juzgada por anteponerse a sí misma. Una queja puede tratarse entonces como una imposición de la voluntad, como forzar tu punto de vista sobre los demás, privándoles a esos otros de lo que experimentan como suyo.

El deseo por forzar un punto de vista puede entonces enmarcarse como originario de la queja, incluso cuando ésta se refiere a la violencia. La figura de la denunciante se trata como un síntoma de una estructura de violencia más generalizada, ya sea institucional, de gestión, neoliberal o carcelaria. Cuando se presentan denuncias contra académicos, éstos pueden hacerse pasar muy rápidamente por los que están siendo obligados, expulsados o forzados a acatar un régimen disciplinario. De este modo, las denunciantes no son tratadas como personas que protestan contra la violencia, sino como personas que la imponen; las denunciantes se convierten no sólo en gestoras, sino también en policías o guardia cárceles. Creo que este pasaje tiene éxito porque muchos académicos se identifican a sí mismos como potencialmente perjudicados por un aparato disciplinario debido a quiénes son o a las creencias que tienen. Si has tenido una experiencia en la que la institución se te ha echado encima, persiguiéndote injustamente, es posible que simpatices con quienes transforman las quejas contra ellos como si la institución se les hubiera echado encima y los estuviera persiguiendo.

Utilizo la palabra “pasar” deliberadamente. A menudo funciona porque se aproxima a algo real. Por supuesto, sabemos que las quejas pueden utilizarse para disciplinar a los académicos por sus opiniones minoritarias o por su condición de minoría. Sólo por este motivo podríamos decir que las quejas pueden convertirse en un feminismo carcelario. Pero hay un pero. También conozco casos en los que las quejas contra académicos pertenecientes a minorías han sido desestimadas como un ejercicio de poder institucional de forma problemática. En un ejemplo, un hombre de color dejó su puesto tras las quejas de los estudiantes por acoso e intimidación. Sus partidarios presentaron públicamente su marcha como el resultado de una queja presentada por un único estudiante blanco al que no le gustaba cómo se expresaba. Hablé informalmente con los alumnos que participaron en el proceso de denuncia. Supe por ellos que las quejas no las había presentado un solo alumno, sino un grupo de alumnos, incluidos alumnos de color, y que estaban relacionadas con la islamofobia y el acoso racial, así como con el acoso sexual y la intimidación. Así es cómo el uso de la figura de la quejosa blanca privilegiada, incluso podríamos llamarla Karen, puede impedir que se escuche a los estudiantes de color; puede impedir que se escuchen las quejas sobre acoso racial.

Una queja contra una persona perteneciente a una minoría no siempre es un ejercicio de poder contra esa persona por su condición de minoría. Como muchas de nosotras sabemos, las instituciones recompensan el comportamiento abusivo, a menudo reconociendo estratégicamente de forma errónea el acoso y la intimidación como algo expresivo, excéntrico o incluso como signos de genialidad. Las que no somos hombres blancos cis heterosexuales tenemos más probabilidades de que se nos abran las puertas cuando reforzamos esas mismas pautas de comportamiento. Conozco casos de denuncias contra académicos queer motivadas por la homofobia y que han recibido una gran acogida dada la hipervigilancia sobre los cuerpos no normativos. Pero también conozco casos en los que académicos queer han enmarcado las quejas sobre su conducta en la homofobia para desviar la atención de su comportamiento abusivo.

Es difícil distinguir entre los que se hacen pasar por sujetos disciplinados por su disidencia y los que realmente son disciplinados por su disidencia.

También debemos recordar que muchos, incluso la mayoría, de los que acosan o intimidan repetidamente a otras personas pueden formular y formulan denuncias contra ellos como individualistas, malintencionadas u opresivas. De este modo, pueden posicionarse como minorizados por el hecho de ser objeto de una queja. Hace poco leí un artículo en el que se enumeraban ejemplos de académicos que habían sido sancionados por las universidades por “no encajar” en sus normas institucionales. En esa lista, un conocido acosador (digo conocido porque el expediente de la denuncia es de dominio público) aparecía casualmente junto a un académico palestino que perdió su titularidad por sus críticas a Israel. Esa adyacencia nos dice algo.

La dificultad para distinguir entre quienes se hacen pasar como sujetos disciplinados por su disidencia y quienes son realmente sujetos disciplinados por su disidencia puede ser instrumentalizada.

Aunque el feminismo puede asociarse tanto con el neoliberalismo como con el gerencialismo, vale la pena señalar que algunas feministas pueden ser persuadidas por este replanteamiento de la queja como una técnica disciplinaria utilizada contra los académicos disidentes. He leído muchas cartas de apoyo escritas por feministas en nombre de colegas que han sido acusados de acoso sexual o de mala conducta sexual. Tenemos que entender cómo puede ocurrir esto. Pienso en un caso. Las estudiantes presentaron múltiples denuncias contra un académico (que tenía un papel destacado en el sindicato nacional), que incluían acusaciones de violación, agresión sexual, violencia doméstica y acoso sexual. A pesar del número y la gravedad de las acusaciones, fue capaz de convencer a muchas de sus colegas de que el acosado era él. Hablé informalmente con el grupo que colaboró para presentar esas denuncias. Una profesora dijo: “Al parecer, su versión era que le acusaban de hacer comentarios sexistas y que las ‘feminazis’, nosotras, íbamos a por él”. El caso contra él también se describió como una caza de brujas.  Este uso de tales términos resultará familiar a las feministas: solo tenemos que considerar lo rápido que se enmarcó el #MeToo de esta manera, como una persecución de hombres inocentes por parte de una turba feminista.

El profesor también recibió el apoyo de colegas feministas que escribieron cartas en su nombre sin ni siquiera escuchar a las estudiantes que habían presentado las denuncias. Algunas de estas feministas desempeñan un papel público en la lucha contra la cultura del acoso sexual (por ejemplo, liderando campañas contra el uso de los acuerdos de confidencialidad). Sin embargo, a puerta cerrada, dieron su apoyo a los acusados de acoso sexual. La profesora con la que hablé lo explica: “Muchas colegas, entre sesenta y ocho y setenta, se presentaron en su defensa para sugerir que, en realidad, era un ‘buen tipo’, normal y corriente, quizá un poco ‘diamante en bruto’ (es decir, excepcionalmente inteligente pero con dificultad para comunicarse)…No tenían ni idea de lo que se le acusaba, aparte de lo que él les ofrecía como su propia narrativa”. Estas descripciones exactas, como “diamante en bruto”, fueron utilizadas por académicos (incluidas académicas feministas) en cartas de apoyo presentadas en su nombre. Podemos oír lo que hacen. Pretenden ser refutaciones. Se utilizan para dar a entender que las quejas se deben a que quienes se quejaron no supieron apreciar cómo este profesor excepcional se expresaba. Se utilizan para dar a entender que el hecho de no apreciar cómo él se expresaba era una forma de esnobismo o prejuicio de clase. Una joven académica de clase trabajadora me describió lo indignante que resultaba que se la considerara de clase media, como si “las mujeres de clase trabajadora nunca se quejaran”, como si las mujeres de clase trabajadora no tuvieran su propia historia de feminismo militante y no hubieran contribuido a que se reconociera el acoso sexual como un entorno hostil en el lugar de trabajo.

No puedo exagerar lo doloroso y detonador que resulta que las colegas feministas que hablan en público contra el acoso sexual den su apoyo a los acosadores en serie cuando se les pide que lo hagan sin ni siquiera escuchar a las que se quejaron. Las que se quejan del acoso a menudo acaban sintiéndose más abandonadas —de hecho, están más abandonadas— porque la solidaridad que esperaban recibir de aquellos con los que comparten una lealtad les es retirada y entregada a aquellos cuya violencia les obligó a quejarse en primer lugar. Pienso de nuevo en la sobreviviente que compartió cómo el lenguaje de la justicia transformativa fue “mal utilizado” para crear “una red de apoyo” para su agresor. Pienso en ella y le doy las gracias.

Una crítica de los usos indebidos del lenguaje de la justicia transformativa puede entenderse como una contribución al proyecto de justicia transformativa.

Necesitamos saber que el apoyo a quienes abusan del poder se justifica por el mal uso del lenguaje de la justicia transformativa. Tenemos que explicarlo. Tenemos que rebatirlo. Y tenemos que crear nuestros propios sistemas de apoyo.

Volvamos a la descripción de Mariame Kaba de las consecuencias como la acción de privar a alguien del poder institucional. Las que se quejan llegan a saber de primera mano lo difícil que es privar a alguien de poder, en parte a través del aprendizaje sobre lo que las quejas no hacen, a dónde no van. Los procedimientos de reclamo son atomizadores: la mayoría de las instituciones no permiten los reclamos colectivos por una razón. Nos hacen más pequeñas al mantenernos separadas. La confidencialidad también puede llevar al aislamiento: se supone que no puedes hablar con nadie sobre tu queja o que sólo puedes hablar con quienes tienen una posición institucional. Puedes acabar teniendo que aguantar mucho. Por eso considero que el activismo de la queja es un trabajo que busca en primera instancia dar a conocer las denuncias.

El trabajo de la queja te enseña cómo funciona el sistema. Pienso en una de las profesoras que participó en el colectivo de quejas que fue tachado de caza de brujas. Me interesaba saber dónde había acabado. Dijo: “Pasaba el tiempo, y finalmente la sensación que me dejó todo el proceso es que sólo quería ponerle una llama a todo el asunto”.  Pasar por lo que parece ser un proceso puramente burocrático o formal, un proceso tedioso, doloroso, difícil, puede ser muy politizante, y a veces entonces, energizante. Algunas de las críticas más duras a las instituciones proceden de quienes han intentado hacer uso de las quejas formales para cuestionar los abusos de poder. Cuando una presenta una queja, no tiene por qué empezar por pensar que forma parte de un movimiento ni que critica a la institución, y mucho menos que intenta “desmantelar la casa del amo”, por evocar el título del importante ensayo de Audre Lorde. Pero ahí es donde acaban muchos de los que presentan quejas.

Existe esperanza en este proceso.

Es aquí donde puedo escuchar el parentesco entre el trabajo de estos colectivos de la queja y el proyecto feminista abolicionista. Pensemos en el reciente libro de Angela Davis, Gina Dent, Erica R. Meiners y Beth E. Richie, Abolition. Feminism. Now. Me encanta cómo, en este libro, no sólo escriben sobre el feminismo abolicionista, sino desde él o incluso como él, creando un archivo feminista vivo de un movimiento que está sucediendo ahora, que es urgente, necesario, ahora.

He aquí una de sus descripciones del feminismo abolicionista del sistema carcelario:

Para nosotras, el feminismo abolicionista es un trabajo político que abraza estas perspectivas simultáneas, lo que nos ubica más allá de la lógica binaria del “y/o”, y de las reformas superficiales. Reconocemos la relación entre la violencia individual y la del estado, y por eso enmarcamos nuestra resistencia en consecuencia: ayudamos a les sobrevivientes y señalamos la responsabilidad les perpetradores, trabajamos local e internacionalmente, construimos comunidades mientras respondemos a las necesidades inmediatas. Trabajamos junto a personas en situación carcelaria, al tiempo que pedimos su liberación. Nos movilizamos con absoluta indignación frente a la violación de otra mujer y rechazamos el aumento del control policial como respuesta. Apoyamos y construimos cambios políticos y culturales sostenibles y de largo tiempo, cambios para terminar con el capacitismo y la transfobia, mientras que multiplicamos diferentes respuestas “para el momento” cuando el daño ocurre. A veces desordenadas y riesgosas, estas prácticas colectivas de creatividad y reflexión dan forma a nuevas perspectivas sobre la seguridad, creando panoramas complejos que dan forma al abolicionismo feminista. 

Lo que me parece tan poderoso de esta descripción es cómo la resistencia se enmarca como una respuesta a la relacionalidad de la violencia estatal e individual. Tenemos que encontrar formas de responder que no impliquen la expansión de la dependencia a instituciones que causan daño, como la policía o las prisiones. Esto no significa abandonar la responsabilización, sino exigirla, ser inventivas, crear nuestros propios recursos para intentar poner fin a la violencia. La justicia transformativa es el trabajo que hacemos para crear esos recursos. Así es también como entiendo el trabajo de los colectivos de la queja: se trata de cómo creamos y compartimos recursos, cómo identificamos la violencia, incluida la violencia institucional, la violencia de cómo las instituciones responden a la violencia, cómo nos movilizamos contra ella, cómo resolvemos cómo ponerle fin trabajando juntas.

Ese trabajo también consiste en mostrar cómo las soluciones son a menudo problemas que adoptan nuevas formas. Como también describen Davis, Dent, Meiners y Richie: “A medida que surgen nuevas formulaciones, otras se desvanecen; redes y grupos se identifican orgullosamente como feministas, queer, crip, negros y/o abolicionistas. Aturdidas por sus reivindicaciones y a veces simplemente por su formación, las instituciones dominantes luchan por contener y gestionar estos movimientos. Pero otro “comité de diversidad” u otro “responsable de equidad” son esfuerzos inevitablemente fallidos para contener estas demandas insurgentes”. Los colectivos de la queja suelen formarse debido a la forma en que las instituciones intentan gestionar las denuncias, a menudo mediante mandatos positivos como la diversidad. Crear un colectivo de la queja es trabajar a través de la institución, pero también contra ella, creando espacios en los que poder respirar, así como nuevas relaciones y alianzas por el camino. Imaginamos otros tipos de instituciones en el acto de quejarnos de lo que ocurre en las instituciones, que a menudo son también quejas sobre las instituciones y los tipos de instituciones que tenemos. Las quejas pueden ser una reutilización de la negatividad, un impulso para desmantelar la institución desde dentro. Del feminismo abolicionista del sistema carcelario y de trabajar en un colectivo de la queja, he aprendido que un proyecto de desmantelamiento es un proyecto de construcción.

Nos quejamos para hacer posibles otras instituciones.

Sabemos lo que es posible luchando por ello.

Traducción: Nicolás Cuello, Diciembre de 2022

Versión original, publicada el 8 de Junio de 2022: https://feministkilljoys.com/2022/06/08/the-complainer-as-carceral-feminist/