María Moreno empezó a beber para ganarse un lugar entre los hombres. Estar sentada en la mesa con los tipos que escriben y hablan no se da por arte de magia. Entrar a eso otro que es la cultura, dice Moreno, implica siempre para nosotras una cierta violencia. Una contorsión. Llego, pero deforme. Entrar a estar afuera de casa, para muchas de nosotras, implica una performance que en ese trance nos estrangula. La forma que nos queda en la cabeza por culpa del fórceps no por violenta deja de ser bella. Leí pocas novelas sobre salir a trabajar con protagonistas femeninas y que además tengan trabajos no profesionales, no intelectuales. He leído, incluso escrito, narraciones sobre periodistas, artistas, médicas, políticas, escritoras, pero ¿algún baño de realidad? ¿Algún personaje que trabaje en el baño de la ciudad? Pocos. Aquí quiero comentar dos, si les lectores conocen otras obras contemporáneas de ficción que trabajen este tema, ya saben mi teléfono, estaré bebiendo y esperando el llamado.
No me importa que me ames, de Jacqueline Golbert y La enfermedad de la noche, de Mariana Komiseroff son dos novelas publicadas en Buenos Aires en 2023, escritas por mujeres nacidas a finales de la década del 80, que se ocupan de un asunto no muy transitado por la ficción contemporánea: los trabajos pagos de las clases medias-bajas y digo “pagos” apropósito. Hemos leído en los últimos años muchas novelas sobre el ancho mundo de la ma-paternidad, mujeres que desean embarazos que no llegan, mujeres que viven atemorizadas de que a sus hijes les pase algo, mujeres atribuladas por la contradicción de amar lo que odian (sus hijos), mujeres y lesbianas agotadas por la crianza, libros que ponen a los cuidados y el trabajo reproductivo como una parte fundamental de la producción de vida y capital. Un trabajo no reconocido como tal. Puedo mencionar Casas vacías de Brenda Navarro, In vitro de Isabel Zapata, Vikinga Bonsai de Ana Ojeda, Línea nigra de Jazmina Barrera, la maravillosa reedición de El nudo materno, de Jane Lazarre. El trabajo de la reproducción sí está siendo leído. ¿Pero el trabajo en el mercado laboral?¿El trabajo precarizado fuera de casa quién lo cuenta?
Estos dos libros que propongo cruzar quizás provengan de tradiciones distintas, con solo leer las contratapas que comentan los libros nos damos cuenta. Mientras el libro de Golbert es comentado por Cecilia Pavón, I Acevedo y Daniel Durand, escritores vinculados a la poesía y la línea punteada que armó la tradición noventista, donde la decadencia de lo real brilla, el libro de Mariana Komiseroff es comentado por otra novelista: Gabriela Cabezón Cámara, una escritora que crea mundos salvajes. Aun proviniendo de comunidades distanciadas por elecciones estéticas, estos dos libros se cruzan en una mirada fascinada y atontada por la experiencia de salir a ganarse la vida siendo una mujer de clase media en el mercado laboral de la Ciudad de Buenos Aires. Se trata de libros de época, marcados por los años del comienzo de la nueva crisis económica, los años gobernados por el macrismo y su celebrada manía de precarizar y desregular el trabajo, los años de las treintañeras sin hijos ni plan que igual tienen que pagar el alquiler y tener obra social. Los años, también, de las multitudinarias concentraciones feministas y de la pedagogía de “una vida feminista”, como dice Sara Ahmed. Ambas historias suceden en el barrio de Congreso, una dentro mismo del Palacio, narrada por una chica que consigue una planta permanente como trabajadora de seguridad del edificio, y la otra en un restaurante familiar de la zona, narrada por una chica que consigue trabajo de cajera. A la primera sus compañeros la apodaron Princesa, a la otra, Doctora. La Princesa y la Doctora son distintas al resto de sus compañeros, esa distancia se cristaliza en sus apodos y en la constante reflexión sobre sus tareas, son dos personajes extraños a esos mundos pero que igual se compenetran con su rol sin soltar el sentido de aventura o de excursión a los laberintos de esos nuevos mundos humanos, económicos y sexuales.
La Doctora y La Princesa tienen sexo en el trabajo, o gracias al trabajo. El deseo corre como comanda, como formulario, se trafica, se enciende en un puchito compartido, en un roce de miradas atrás de la máquina de café. Ir al trabajo es también ir hacia los compañeros, ir hacia el amor. Las escenas de sexo son siempre escenas de sexo, y se agradecen enormemente como lectora, en especial cuando además de flujos y dedos, hay un desquicio sentimental, como les ocurre a estos personajes, se enamoran, se obsesionan, están dispuestas a cambiar sus vidas con tal de vivir la intensidad del amor. Casi podemos decir que si algún sentido tiene el entrar afuera, al mundo del trabajo, algo que las mujeres comenzamos a hacer hace unos 100 años, es por el amor que se trafica en el mundo laboral. Es por la autonomía, por satisfacer lo básico, claro, pero ir a trabajar también es una experiencia total. ¿Cómo podría ser un síntoma de libertad y progreso para las mujeres estar sentadas 8 horas seguidas contando la plata de otros, o contando cómo entran y salen personas de un edificio público? ¿Para eso hicimos la revolución? Bueno, todo tiene otro color si el trabajo nos sirve para hacer amigos, novies, amantes, compañeros.
Estas obras contemporáneas de Komiseroff y Golbert (¡qué apellidos!), no por estar escritas por mujeres dejan de hablar de una condición humana general: ir a trabajar. Pero quizás sí sea por ser mujeres y por una tradición de escritura que experimenta con la experiencia que les sea posible narrar el mundo de los sentimientos en la esfera de los trabajos precarizados. Evitar la tribulación sentimental ubicaría a estas novelas en un registro de sacrificio y heroísmo: las pobres pibas, heroínas sociales, que se desloman en trabajos de miércale, piezas de realismo social. Ni libros sobre mujeres sufrientes son novedosos ni relatos sobre héroes que salen a cazar para llevar comida a sus familias son una sorpresa. Una crítica sociológica del mercado laboral tampoco. Estas historias no son historias de conquista, aunque haya conquista, haya premios, ayudantes, clímax y tragedia. La Doctora y La Princesa no son heroínas que buscan sus presas y las degluten. ¿Se trata de novelas bolsa, como quería Ursula Kroeber Le Guin? Los trabajos son relatados como medios para llevar de un lado al otro dinero, para conseguir una Obra Social que cure al hermano de una, para conseguir dinero para pagar una pieza en un departamento de migrantes, el trabajo es un medio para estar presente fuera de casa. El trabajo es la forma de existir afuera, de llevar el cuerpo de un lado al otro, de mostrarlo, de ofrecerlo. Los problemas materiales de estas mujeres son narrados en un registro cercano al autobiográfico, podemos ver el dolor, leer la confusión, oler la calentura, nos cuentan detalles que podrían ser anotaciones fugaces en un diario íntimo. Al realismo social estas novelas le ponen algo de confesión, el realismo social encuentra un giro afectivo. Hay trabajo, pero hay sexo, hay amor, pero hay trabajo, hay sexo en el trabajo.
Esta combinación inesperada narrada por una voz femenina (¿quizás insoportable para una lectura cismasculina?¿ellos leen esto? ¿a alguien le importa?) está atada de pies y cabeza a un acontecimiento que aparece en ambas novelas. Una lo ve desde adentro, otra desde el costado, pero ambas narradoras se topan con lo mismo: la pibas manifestando frente al Congreso nacional en reclamo del derecho a la autonomía, a la salud, al goce, en reclamo de la legalización y despenalización del aborto. Son apenas escenas dichas al pasar, pero funcionan como una nube de humo verde que desdibuja los contornos de las relaciones laborales, sexoafectivas, familiares. Desdibujar los contornos es darle otra forma a esas relaciones, sin esa nube estas novelas son difíciles de imaginar. Esa nube quizás haya sido el vaso de alcohol necesario para sentarnos a la mesa y sentirnos con derecho a hablar.
Y derecho a escribir. No me refiero especialmente a Mariana y Jacqueline, pero hay una generación de escritoras que no hacen carrera de escritoras. Es decir escritoras que no hicieron carrera universitaria, mil talleres, maestría en escritura, beca en el exterior, dedicación full time a la escritura con trabajo intelectual de periodista (es un chiste) o docente de letras. Una generación de escritoras docentes de primaria, personas desempleadas, buscas, el revés de un cierto boom de escritoras hiper perfiladas en clínicas de escritura internacionales. Escritoras tercermundistas, como decía Gloria Anzaldúa, que cuentan lo pequeño de su desayuno pero no se detienen en las paredes de su cuarto propio porque nunca lo tuvieron ni lo tendrán:
“Olvídate del cuarto propio —escribe en la cocina, enciérrate en el baño. Escribe en el autobús o mientras haces fila en el Departamento de Beneficio Social o en el trabajo durante la comida, entre dormir y estar despierta. Yo escribo hasta sentada en el excusado”.
Una escritura, obras completas, que se escriben en el baño del trabajo, en el celu mientras el jefe no mira, en el tren de vuelta al trabajo, en el bar mientras se juega al pool. Las escritoras no intelectuales, no diseñadas, que abrazan el método de la dispersión, como enseñó esa militante del desorden que fue Rosario Bléfari.
La enfermedad de la noche, de Mariana Komiseroff y No me importa que me ames, de Jacqueline Golbert (ambos editados por Random House), son dos historias sobre mujeres jóvenes que salen a trabajar al centro porteño en un pico de neoliberalismo, hay sexo, hay crimen, hay política. Hay tristeza, hay dulzura, hay brillo. Las recomiendo como testimonio y como fantasía.