Todo el mundo sabe

Frente a cada acontecimiento -—una guerra, una elección, la emergencia de un candidato de ultraderecha— brotan los análisis y los posicionamientos. Las redes se llenan de tipos que la vieron primero. La tenés re clara, genio, explicamelo. La necesidad notoria de tener la posta. Una nueva edición de “El bosque de los signos”, la columna de Marina Mariasch.

Hace meses que pienso que no tengo nada para decir. Y me parece muy bien. Algo así leí en la cuenta de twitter de Carolina Balderrama (@CaroBal) y me sentí muy identificada. Kenneth Goldsmith empieza su libro Escritura no creativa así: En 1969, el artista conceptual Douglas Huebler escribió: “El mundo está lleno de objetos más o menos interesantes; no quiero añadir más”. He llegado a adoptar esta idea de Huebler, aunque quizá más bien diría: “El mundo está lleno de textos más o menos interesantes; no quiero añadir más”. Leo ese libro muchas veces al año porque es uno de mis libros favoritos para pensar en cuestiones como la copia, el plagio, el arte conceptual, la máquina. 

Esas cuestiones (sobre todo la copia, el arte y la máquina) me resultan sumamente interesantes y contemporáneas, de una contemporaneidad que se renueva a cada momento. Y todos esos asuntos me interesan y me convocan; me gustan: estoy a favor. De la máquina, de la copia en el arte. Están lxs enemigos de la máquina, estamos quienes preferimos hacernos amigxs. El otro día en la tele unos que sacaron un libro decían que la máquina nos intimida y nos enoja cuando nos supera o nos desafía. No nos pasa tanto, decían, si por ejemplo es un tren que corre más rápido que nosotrxs, pero sí cuando se trata de un dispositivo que maneja el lenguaje, como el chat GPT. No comparto ese razonamiento. 

La Inteligencia Artificial (un proceso algorítmico que combina con congruencia —aunque no siempre— los restos y detritus que flotan en la nube, si se me permite arriesgar una módica definición), puede resultar amenazante para quienes tienen que performar desde siempre y para siempre esa cosa de ser los mejores, ser los primeros, los más fuertes. Eso es algo que no suele suceder con quienes no cargamos en la espalda el mandato de masculinidad. Quizás por eso nos preocupa menos que nos superen. No digo que exista un gen propio de hombres / mujeres. Hablo del mandato de ganar. Me interesan más estas subjetividades que, siguiendo un poco a Donna Haraway, nos emparentamos: humanxs, animales, máquinas. La inteligencia artificial está en nuestra misma banda: la de hacer lo que podemos con lo que tenemos. 

Leo y leo y más me dan ganas de quedarme callada. También de silenciar por un tiempo la cháchara del vos. Hace un tiempo estudié psicología en la UBA (eso sí es algo que haría siempre, por siempre, para siempre: estudiar, estudiar para permanecer callada y sobre todo permanecer callada para escuchar, atender, estudiar) y un profesor habló de la “cháchara del yo”. Ahora busco el concepto en internet y no lo encuentro. Quizás internet no haya superado aún al psicoanálisis, a su divulgación, o al menos a mi profesor de Escuela Francesa. También lo busco en el chat GPT. Confío más en las máquinas que en mí. Pero la respuesta del tipito del chat (es obvio que es un tipito, contesta como si se las supiera todas) me desata una carcajada en el comedor de casa, que es chico, y rebota. Me asusto un poco de mí. Pero es gracioso: GPT dice que “La ¨cháchara del yo¨ es un término que se utiliza en literatura y en el estudio de la poesía para referirse a un tipo de discurso poético o literario que se caracteriza por estar centrado en el autor o en el yo del escritor. En esencia, es un tipo de escritura que se enfoca en los pensamientos, sentimientos, experiencias personales y autorreflexión del autor.” Y sigue por esa línea. Pura cháchara. Por lo que entendí en su momento, que me pareció claro y esclarecedor, la cháchara del yo es el discurso que despliega lx paciente en la práctica psicoanalítica, ese relato llano que construimos para entrar en sesión, la narración del día, la semana, o incluso la de un acontecimiento terrible o mayor, hasta que se escapa el inconsciente por algún lado (un furcio, un lapsus, la lexical fruto de un tropiezo). Todo lo demás es cháchara. Y esto un poco también, así que si algunx psicoanalista en la sala quiere corregir esta definición, yo, encantada. 

Encantada también de escuchar o leer mensajitos de texto con la cháchara del yo de mis amigas, sus derivas mentales mientras me cuentan qué peli vieron, el terror que acecha a la vuelta del domingo, las estrategias que compartimos para micromilitar la continuidad y ampliación de nuestra libertad. No tan encantada, la verdad, en seguir escuchando y leyendo la cháchara del yo de quienes creen portar una verdad. En época de elecciones, como viene siendo este año desde que comenzó, la cháchara del yo, tú, ellos, nosotros, ustedes, todxs, impera una necesidad notoria de tener la posta. La gente vota a Milei porque bla, ble, ble. Los feminismos son piantavotos y la agenda de género tiene la culpa de todo. Siempre antepuesto de un gran “te lo dije”, “la vi antes”, “yo avisé”. Iluminadxs del problema social, videntes de micrófono radial. Prefiero mirar la nada por la ventana, un hueco en la medianera con forma de ballena, el helicóptero que pasa especulando en el aire. 

En estos tiempos quedarse callada puede estar muy mal visto cuando en el mundo, además, estalló una guerra. Hay que apurarse a la manifestación. ¿De qué lado estás, chabón? Fue monumental en Ucrania, se llenó de emojis de banderitas como pancartas de toma de posición. Ahora, una amenaza recorre internet: tu silencio es cómplice. Y algo de eso es cierto para quienes vivimos con la calcomanía en el vidrio del auto que decía: el silencio es salud. Un silencio cómplice es criminal. Pero, ¿qué pasa cuando denunciar, postear algo, o lo que sea que se considere lo contrario de callar se siente como un gesto banal que no aporta en lo más mínimo al horror general? Me preguntan: ¿pusiste algo en internet? Sobre la guerra: ¿quién podría estar a favor de la muerte, de las muertes? ¿Quién puede pensar en la guerra como un partido del Mundial en el que unas muertes duelen menos que otras?. Está claro, para mí, que el consenso es anti bélico. Nadie podría reivindicar un ataque terrorista como el de Hamas, muertes de civiles, asesinato de bebés y toda esa atrocidad. Resulta que hay quienes tienen argumentos para considerar todo esto como una posibilidad. Y probablemente tengan razón: la guerra es una latencia. Creo en la paz, aunque siempre sea una paz cimentada en la guerra, la fuerza y la injusticia. Habrá quienes crean que la paz es un horizonte ilusorio, ficcional. Todo buen acuerdo deja a las partes perdiendo un poco. Toda guerra es el estallido de un desacuerdo, pierden -perdemos- todxs. 

Y aún así surgen los capos del yo lo sé. Política del yo, opinología del yo, crítica del yo. A veces me gustaría, como dice Marie Gouiric, tener una yo también, y no para apoyarte de atrás mientras lavás, sino para creer con toda la fe que mis palabras portan el peso de la razón. Muy bien, chicos, se las saben todas. Avisen pronto de qué lado hay que estar, así al menos no se sufre por la mitad que pierde, al menos así quedamos bien en redes. 

Igual así veo esos esfuerzos por expresarse como una debilidad. Como fumar, como ponerme los tacos para parecer más alta, más sensual. Al fin y al cabo —sin contar las máquinas ni los animales, pero tampoco tanto— todxs somos personas. La palabra “persona” tiene una interesante etimología. Proviene del latín “persona”, que originalmente se refería a las máscaras que los actores usaban en el teatro romano para representar diferentes personajes. Esta palabra, a su vez, tiene raíces en el griego antiguo, donde “prosopon” significaba “máscara” o “rostro”. Con el tiempo, el significado de “persona” evolucionó para referirse a la identidad individual de una persona, y en la actualidad, se utiliza para denotar a un ser humano o individuo en general. Desde donde dice “palabra” tomé las mismas del chat GPT. Al señor le parece interesante la etimología del término. A mí también. Lo personal es performativo. Actuamos de nosotres mismxs. Hola ké tal. ¿Cómo les va?

En Personas en la sala, una novela de Norah Lange, una mujer mira o más bien espía, el movimiento de las personas que habitan el departamento de enfrente. Espera que se descorran las cortinas. A veces, como un testigo fugaz y disfrazado, ve detrás de ellas. Fue publicada por primera vez en 1950, antes del estreno de La ventana indiscreta (1954). Ni la novela ni la película de Hitchcock —que según Wikipedia está basada en un relato de Cornell Woolrich— se ven opacadas en lo más ínfimo por la existencia de la otra. Manejan distintos lenguajes, pero tampoco tan distintos. Quizás sea cierto aquello de que todo está dicho y escrito. Todo es ready made, palabra robada (Derrida), Pierre Menard, somos habladxs, etcétera. Por eso lo que nos queda es mirar. O mejor dicho observar, que creo implica más que el sentido de la vista. Por eso me gustó mucho este producto uruguayo que me pasó mi amiga Agustina: se llama Analizando humanos pero al menos en el capítulo que yo vi también observa un perrito, unos guacamayos malos, el subte y algunas calles. Me quedaría todo el tiempo mirando y escuchando por la ventana. Me quedaría con el derecho a guardar silencio, como dice Ann Carson. Simplemente porque no tengo una certeza cerrada, porque prefiero aprender, leer, escuchar. Sin tener que decir nada.