“Aquí no hay vencedores ni vencidos”, rapea Leo León Cuartes, con un ritmo que parece nacido lejos de la selva colombiana, y unos segundos después Alejandra Téllez completa: “desterremos esta guerra a otro lugar”. Forman el dúo de reggaetón que bautizaron “Horizonte fariano” y nació en medio de la región de El Catatumbo, territorio colombiano que limita con Venezuela y que en los últimos años quedó tramado por las plantaciones de coca, el contrabando de combustible y el control de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Los dos llegaron hasta el campamento de desmovilización que montó la guerrilla en Caño Indio, uno de los poblados rurales de la zona. Allí dejaron las armas en manos de Naciones Unidas y se preparan para regresar a la vida civil, y sumarse al nuevo partido político que lanzó la organización para participar en las elecciones.
Leo tiene 31 años y se integró a las FARC hace dieciséis. Cuando cuenta cómo llegó parece una casualidad: le gustaba mucho la guita y plantaba coca con un primo pero el primo se peleó con la esposa y se fue de la casa. Detrás se fue Leo, que en ese momento se llamaba Ángel. Siguiendo a su primo se sumó a la guerrilla y ahí eligió un nombre corto, para poder bordarlo rápido en la ropa. Al poco tiempo su primo se fue pero él se quedó.
La historia de Aleja tiene un poco más de mística. También tiene 31 pero entró a los 12. “Mi papá nos dejó cuando yo tenía 7 años y me internaron en un colegio de monjas pero me escapé y me fui a la selva, donde encontré un grupo armado. Dije que tenía 15 años para que me dejaran quedarme con ellos”, cuenta y sonríe con toda la cara, los ojos también.
Poco después llegó su madre y dijo la verdad: la niña tenía 12 años. Pero Aleja no se quería ir. Le había gustado eso de andar en el monte y dormir a campo abierto. Por momentos, esa libertad le generaba la sensación de estar dentro de una película. “Eso fue hasta que tomé conciencia, hasta que empecé a encontrar niños desplazados por los paramilitares”, dice y su sonrisa se va.
A los dos les gustaba cantar. “Desde pequeño”, dice Leo y Aleja asiente, dando a entender que a ella también: había integrado el coro del convento. Ambos llegaron en febrero hasta la Zona Veredal Transitoria de Normalización Jorge “El Negro” Eliécer Gaitán, que después de que dejaron las armas en manos de Naciones Unidas cambió de nombre por el de Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación. Es uno de los 26 campamentos de desmovilización donde se reunieron los 6.800 guerrilleros de las FARC, donde reciben cursos, asistencia médica y continúan sus estudios para regresar paulatinamente a la vida civil.
Se conocieron a principio de año, cuando las tres unidades guerrilleras que controlaban la zona se reunieron en esta finca que alquiló el gobierno para montar el campamento de desmovilización. Aquí comenzaron a cantar juntos. Los dos habían integrado otros grupos pero casi siempre de ritmos campesinos. Aleja llegó a formar un grupo de dieciocho músicos pero quince de ellos cayeron durante una de las tantas avanzadas del Ejército colombiano
Se conocieron a principio de año, cuando las tres unidades guerrilleras que controlaban la zona se reunieron en esta finca que alquiló el gobierno para montar el campamento de desmovilización. Aquí comenzaron a cantar juntos. Los dos habían integrado otros grupos pero casi siempre de ritmos campesinos. Aleja llegó a formar un grupo de dieciocho músicos pero quince de ellos cayeron durante una de las tantas avanzadas del Ejército colombiano.
“Aquí conocí a Leo y él empezó con el reggaetón. Bajó unas pistas de Internet y empezamos a trabajar con ellas”, dice Aleja pero lo que pasó es que Leo comenzó a sentir que esas pistas le dictan las letras, como si pudiera decodificar esos ritmos en palabras. “Este reggaetón tiene otro contenido, tiene letras con contenido”, completa Leo, que mira fijo cuando habla y le gusta mucho jugar al ajedrez.
La tranquilidad del proceso de paz, que se traduce en la posibilidad de vivir en un campamento sin la preocupación de que llegue un bombardeo del Ejército, les permitió montar un pequeño estudio de grabación. Fue un cubo tela plástica de dos por dos recubierto de cajas de huevos por el lado de adentro que construyeron dentro de otro cubo de cuatro por cuatro, que armaron con tela plástica.
“Siento que hago una tarea muy importante cuando canto porque hablamos de nosotros, de lo que queremos. Hablamos de la vida que llevamos aquí, donde nadie tiene más que nadie y donde si come uno comen todos. Esa es la vida que queremos llevar a la sociedad , explica Leo, que en los últimos meses aprendió a escribir de a dos y en los quince años de vida entre la guerrilla fue “dejando de ser tan machista”.
Ahora que pudieron grabar sus canciones, en medio de un proceso de paz tensionado por la derecha colombiana, Aleja y Leo se entusiasman con lo que está por venir. Ella, que siempre se inclinó por todo lo que oliera a arte y le gusta cantar, bailar y recitar poesía, dice que -en esta nueva etapa en medio del Proceso de Paz- “irá donde toque ir”, donde la organización la designe. Él, que siempre fue un poco más indisciplinado y muchos días se despierta y siente su boca “se mueve sola” construyendo canciones, se imagina en un grupo musical que recorra el país: “Podemos recuperar la tradición y llegar con música para los jóvenes, cruzando un ritmo carranguero –campesino- con reggaetón”, se entusiasma.
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