Derroche, novela de María Sonia Cristoff publicada el año pasado por Literatura Random House, es una máquina de significación que funciona a varios niveles con el objetivo claro y manifiesto de cuestionar el trabajo como objetivo de vida (de Vita, cuya correspondencia abre el libro). Vita le escribe a su sobrina Lucrecia y al hacerlo le da los medios materiales y también simbólicos para que pueda desarrollar una vida dedicada a perseguir su deseo, sus ganas, a la realización de las potencias (o potenciales) que habitan en ella.
En literatura, al revés de lo que sucede en la teoría del signo de Saussure, ningún nombre nunca (o nadie nada nunca) es arbitrario. Y menos los nombres de los personajes. No es ocioso que la sobrina de Vita reciba el nombre de Lucrecia, encumbrada patricia de la antigua Roma, violada por el hijo de Lucio Tarquinio el Soberbio, a consecuencia de lo cual, despojada de su honor, se hizo la suicidación, lo cual contribuyó en gran medida a la caída de la monarquía y el establecimiento de la República (siglo VI antes de nuestra era). También aquí Lucrecia es la bisagra entre dos órdenes, dos vidas, una normal (jamás mejor usada esta palabra) que nada en el andarivel de la norma, del deber ser, y otra a-normal, impensada, la que protagoniza Bardo, letrista y frontman de la banda Más chancho serás vos. Y aquí de nuevo la alegría exquisita del doble sentido porque si lo primero que activa esta palabra es su significado rioplatense (quilombo, desmán), en seguida se vuelve evidente también que “bardo” hubo uno, en Avon, al que apodaron “cisne”. Digna del Ovidio más inspirado, la metamorfosis que va del cisne al chancho es la distancia que hay de las literaturas coloniales (o “centrales”) a las resistentes (o “marginales”), o de la muerte a la vida. De la escritura como trabajo a la escritura como vida, como Vita. Pero también la manera en que estas últimas dialogan con las primeras en el gran concierto literario mundial: con distancia, ironía, irreverencia.
Derroche narra el suicidio de Lucrecia: es decir, cómo llega a ser su carta de renuncia a un trabajo tan bien conceptuado como empetrolador, de lo mejorcito a lo que se puede aspirar: Lucrecia es trabajadora de la palabra en su vertiente de prensa-marketing. Seguimos la opresiva deriva de sus cuitas laborales en directo a partir del mensajeo constante que enlaza con jefe y compañeres de trabajo aun en días de licencia. Pero también a partir de las canciones de Bardo, todas extraordinarias en sí mismas y por intertextualidad. Derroche, por ejemplo, dialoga con Aurora de Nietzsche, y arranca: “El trabajo es la mejor policía / frena apetitos de autonomía / nos distrae con cualquier cosa / nos roba potencia nerviosa”. Toda Derroche es una gran, sabrosa, intertextualidad. Las obras de teatro nacionales de comienzos del siglo XX que Vita recuerda en su correspondencia son el precedente literario del desfalco arltiano –nivel rosa de cobre– que montan Vita y una amiga para hacerse con los fondos necesarios para escapar del yugo laboral. Suerte de acumulación originaria, les habilitará una libertad posible al interior del sistema explotador que todo lo sujeta. Porque como no va a caer, es necesario gambetearlo, hurtarse a él de maneras creativas, constantes, delirantes: las tretas del débil, para decirlo con Ludmer, que en el caso de Vita y su amiga es una realización teatral: una real ización (o izamiento) del teatro, que es llevado por ellas al nivel de la vida, ya que los vuelven pactos equivalentes, intercambiables.
Derroche narra también la muerte de Vita. Que no implica su final porque estamos en el terreno de la literatura, universo en el que todo es posible. Y así como Lucrecia tiene su antes de la renuncia (muerte) y su después de la renuncia (vida), Vita tiene su antes (vida) y su después (muerte), lo mismo que Bardo, que deja de ser mascota para volverse chancho libre, salvaje. La libertad, tematizada en la novela, está encarnada a nivel compositivo, lo que le permite a estas historias –y las que las rodean– avanzar al Trote, como la perra de Lucrecia. Nunca obvia, nunca evidente, Derroche mantiene a la lectora en vilo, a la espera, en permanente situación de deslumbramiento. Hay derroche en Derroche y es de literatura.