Cometierra: “Un lugar donde no es la violencia lo que prevalece”

“De esa oscuridad nacían formas”, así describe la protagonista de esta novela la forma en la que la tierra le habla. Cometierra (Sigilo, 2019) es la primera novela de Dolores Reyes y uno de esos relatos que, de manera visceral y luminosa, consigue incrustarse desde lo literario en la trama candente de lo político: los crímenes del machismo y el clasismo. Escritora, docente, madre, activista, Reyes escribió esta ficción en la que le da voz a una niña, huérfana de una víctima de femicidio, que habla, ella, con una voz inconfundible, poderosa, lírica, compleja y brutalmente sintética. Dolores Reyes cuenta el proceso en esta entrevista.

“Siempre me interesaron las escrituras que proponen un trabajo intenso con la lengua. No me interesa una escritura de historia, de contar y de que no haya trabajo sobre el lenguaje. Soy muy lectora de poesía, debe ser el género que más disfruto, y ahí el trabajo con la lengua es todo. Me interesa explorar, bucear para encontrar una lengua para una historia, para unos personajes”. Así empieza Dolores una serie de audios de whatsapp que se irán extendiendo a lo largo de los días, con distintos ruidos de fondo: a veces domésticos, a veces de calle; a veces, las ruedas del tren avanzando sobre los rieles. Porque ser docente, madre, activista, escritora y, además, que lo que escribís se convierta en un éxito editorial puede, a veces, convertirse en una bella complicación: doble, triple, cuádruple jornada laboral, en un día que sigue teniendo la misma cantidad de horas. Las respuestas entonces se engarzan en el transcurrir de la vida: entre el comienzo de clases, trámites en embajadas y la preparación de la comida. Así, se escribe lo que sigue.

–¿Cómo nació Cometierra?

–Nació gracias al trabajo de escritura. Yo iba al taller de Selva (Almada) y Julián (López), en el que escribí cuentos por más de un año. En esa época, nos leíamos entre todxs, nos corregíamos los textos, nos escuchábamos un montón. Un día, Marcelo Carnero, compañero que es además un gran escritor, leyó un texto muy breve, muy poético, que cerraba con “tierra de cementerio”. Cuando su texto terminó, yo vi una nena muy chiquita, de piel color de la tierra, de pelo muy largo, llovido, flaquita, sentada sobre la tierra de un cementerio, que empezaba a estirar la mano y a agarrar puñados del piso y a comerla. Fue tan fuerte esa visión que dejé lo que estaba escribiendo y me puse a armar un texto para el encuentro siguiente, que diera cuenta de eso que había visto. Quería que mis compañerxs la vieran tan potentemente como la había visto yo. Cuando armé el texto y lo leí, gustó, y de ahí me puse a trabajar. Lo siguiente fue ficcionalizar: qué pasa con esta nena que come tierra. Y ahí se me ocurrió la idea de que pueda ver, porque es una tierra muy particular la de un cementerio, está en contacto con otros cuerpos; entonces, que pueda ver qué es lo que pasó con esos cuerpos, como si le contase la tierra, desde su memoria, otras historias.

–La lengua que usa Cometierra es muy personal, no se parece a casi nada y, al mismo tiempo es reconocible. ¿En qué te basaste para construirla? ¿Qué habla de vos a través de ella?

–La lengua de Cometierra fue para mí, desde el principio, una preocupación y un trabajo enorme, un desafío. Porque yo sabía que quería que hablara con el lenguaje del conurbano, de la gente joven del conurbano, la más precarizada, y, también, con algo que tiene que ver con lo emocional, que fuese una lengua que le permitiese hablar como hablan lxs chicxs que están muy golpeados por la vida. Soy docente, trabajo hace añares en Pablo Podestá, trabajé adentro de Fuerte Apache y en Ciudadela. Esa trayectoria me permitió escuchar a esxs chicxs, estar con ellos, conversar. Como docente, suelo recibirlxs de muy chiquitxs, y ellos van creciendo y vienen a veces a buscarme, a hablar. Por eso sé que los chicxs que están doloridxs por la vida están retraídxs, muy metidxs para adentro. Están enojadísimxs y cuando tienen que hablar, hablan corto y al pie, con una potencia enorme, y nada de lo que dicen te deja indiferente. Yo quería que el lenguaje de Cometierra fuese eso.

Para construir la voz de otrxs personajes, así como para el relato de las cosas que hacen, me sirvió mucho tener siete hijxs. Que todos estos años hayan venido sus amigxs a jugar a la play, a tomar algo, a compartir unas pizzas, a ranchar juntos un fin de semana. Creo que hay muchísimo de ellxs en el relato. Pequeños detallecitos, conversaciones, gustos, formas de compartir que están presentes en la novela.

–La forma de esa voz me hace pensar en otra voz de la literatura argentina que habla a través de un personaje: Eisejuaz, de Sara Gallardo, ¿tomaste algo de ahí?

–Me encanta Sara Gallardo, sigo leyéndola en cosas de ella que se están publicando ahora, porque cuando empecé a leerla estaba todo muy disperso, muy difícil de conseguir. Pero a la hora de ponerme a escribir, no me sirve leer nada, y menos algo que sea próximo en temática. Muchas veces me decían: “en Cien años de soledad hay una chica que come tierra”, y yo me separaba más, porque de alguna forma necesito que el proceso de escritura responda lo más genuinamente posible a la dinámica propia de los personajes, a sus conversaciones, que responda al proceso de escritura, a nada de afuera que pueda interferir. Si yo siento que hay algo que pueda interferir, en ese momento me alejo. Después, puedo volver.

Otro relato posible

En la novela, la niñadolescente convive con otrxs personajes que entran y salen de una escenografía compuesta principalmente por su casa, que habita junto a su hermano mayor, “el Walter”, y que oficia de refugio ante la hostilidad exterior. La hostilidad por ser hijxs de la violencia y por el don que se parece muchas veces a una maldición. Por esa casa van y vienen adolescentes que se juntan a “ranchar”. Hay una maestra que aparece y luego desparece y en sueños se abre paso para hablar otra vez. Hay clientes desesperadxs, y hasta un policía que sabe que, para encontrar a alguien, es mejor recurrir a la vidente que a la propia fuerza a la que pertenece. El paisaje del conurbano, reconocible en su aspereza, se va tejiendo en esa trama y en ese coro de voces.  Sin embargo, lo que parece desarmarse a lo largo del relato son los estereotipos a través de los que estxs personajes, adolescentes del conurbano, son generalmente narradxs, incluso en versiones bien intencionadas políticamente. Siempre ligadxs a la criminalidad, el abuso. En Cometierra pareciera existir otra posibilidad.

–¿Cómo describirías esa doble condición de pertenencia tan clara y desafío a los estereotipos de estxs personajes?

–Yo creo que, por el lenguaje, los lugares desde donde parte y por las trayectorias se puede identificar en qué zona del conurbano está situada la historia. Pero, a la vez, hay algo en la construcción que, como vos decís, rompe los estereotipos y hace que lxs personajes puedan atravesar temas que son universales: la juventud, maneras de nuclearse, cómo viven ellxs adentro de esa casita, en la que cierran la puerta y empiezan a construir otro tipo de relaciones que no tienen nada que ver con las que les impone el afuera y el mundo de lxs adultxs, tan signadas por la violencia el abandono, la precarización de las vidas. Ellxs, de la puerta de su casa para adentro, construyen formas de relacionarse totalmente distintas. Basadas en compartir, en que cada unx colabora trayendo algo, en que ranchan todxs juntxs, en que escuchan música, en que juegan, en que salen a bailar. Porque el libro, a la vez de ser muy oscuro por estar ligado a la muerte y a la desaparición de personas, también tiene todo un lado vitalista que viene de lxs personajes jóvenes, y están las ganas de enamorarse, de ir a bailar, las ganas de salir un sábado a la noche, comer algo, compartir, andar en moto, comprar un regalo. Me parece que todo eso hace que el libro tenga ese lado tan luminoso, que le gusta mucho a los lectores.

–¿Por qué te interesaba rescatar esa dimensión?

–Porque ahí veo las posibilidades del cambio, de construir otra cosa, basada en otro tipo de lazos que no tengan que ver con los mandatos y con la violencia. Me parece que hay un acuerdo tácito entre lxs personajes de compartir y acompañarse, crecer y solucionar los problemas juntos, pese a los pocos elementos materiales, la poca experiencia que tienen. Pero, igual, construyen desde un lugar distinto, y me gustaba enfatizar eso. Un lugar donde no es la violencia lo que prevalece.

–El personaje principal de este relato, la niña, tiene voz pero no tiene nombre, aunque lo pida. Me gustaría preguntarte por qué, y qué implicancias políticas tiene ese gesto.

–Ella nunca dice, en toda la novela, “yo soy Cometierra”, sino que esa forma de nombrarla es algo despectivo, un estigma que le marca el afuera. Entonces, en algún punto, el tema de ver el nombre de la madre, el de las otras mujeres, hace que ella reclame también una identificación positiva para sí misma. Me parece que políticamente tiene una significación enorme en estas tierras, en las que se han cruzado vez tras vez las grandes tragedias con la sustracción de identidades. Pienso en la conquista, la toma de las tierras en el sur, las grandes matanzas, el exterminio de culturas y de pueblos. Y en esos entierros colectivos en los que se robaba nombre cultura, identidad. Después, por supuesto, la última dictadura militar, que nos ha dejado desaparecidxs y madres que buscan. Y reclamos sobre esos cuerpos, de los cuales dispuso el Estado de facto. Me parece que hay un montón de resonancias en el tema de la invocación del nombre, y también en el de la construcción de la identidad desde otro lado, desde un lugar que no tenga que ver con la estigmatización.

–¿Se contactaron con vos hijxs de víctimas de femicidio?

–Sí, desde el principio. Sobre todo, chicas muy jóvenes, de 18, 20 años. Me parece que la escritura de un libro así posibilita que ellas hagan su propio relato, aunque sea oral; que armen y cuenten por primera vez la historia de sus mamás, que perdieron cuando eran muy chicas. Me cuentan que fueron criadas por otros familiares, que muchas veces trataban de olvidar, y entonces esto de hacer una recuperación oral y contarlo, aunque sea a mí, me parece que es un montón, que a ella les hace bien, que lo necesitan. Y también hace muchísimo por la memoria de esas mujeres. Ya que todas las violencias que se las llevaron fueron machistas, que la voz que reconstruye esas vidas sea joven, sea fresca, sea feminista. Otra cosa que me pasó, y no esperaba, es que me empezaron a escribir y a tratar de contactarse conmigo personas preguntándome si yo tenía el don de ver a través de la tierra o si los podía conectar con la vidente. Al principio me shockeó un montón, pero después entendí que, atrás de cada uno de esos mensajes, estaba la historia de una mujer que está faltando, de una hija, de una madre, de una hermana, y que el Estado no ha dado respuestas, que no se sabe qué pasó con esa mujer. Entonces, desde la desesperación absoluta, me escriben. Trato de ser muy cuidadosa y aclarar que soy solo una escritora, pero yo sé el estado emocional en el que una persona te escribe por algo así.

Dolores cierra esta cadena de catorce audios una tarde de principios de marzo. Lo hace hablando de la urgencia: en lo que lleva 2020, en la Argentina, hubo 69 femicidios. Por eso hace hincapié en la necesidad de educar de otra manera, “para no ser una sociedad que genera feminicidios a mansalva. Es un deseo, y una necesidad enorme. De alguna forma es o ese cambio, o la barbarie que estamos atravesando”. La imagino guardando el celular en el bolsillo y encaminándose a un aula, a seguir su jornada como docente en Pablo Podestá; a la noche, madre, y, mañana, levántandose muy temprano para, frente al cursor titilante del procesador de textos, imaginar otra historia posible.