Crónica sobre HPV: Escuchar a mi concha III

Escuchar a mi concha es un relato en primera persona de una chica que descubre que tiene HPV, una enfermedad de transmisión sexual muy extendida. El relato va abriendo capas de sentidos y padecimientos a medida que avanzan los episodios: el sexo, los cuidados, la atención médica, la sanación, el qué dirán. En este episodio la protagonista empieza el tratamiento con crioterapia y el laberinto del sistema médico. Escuchar a mi concha, una crónica sobre HPV, escrita por Ana Solari. Leela todos los viernes en LatFem.

La primera ginecóloga que consulté me mandó a tratarme con crioterapia. Es tortura en frío: queman cada lesión viral con un soplete helado en un centro de dermatología y te mandan a tu casa. Se forman cascaritas redondas, pequeñas frutillas por todo el monte de venus y los labios. Se estima que este virus se cura a las pocas sesiones, se queman los síntomas y no vuelve a aparecer. Pero como tardaron más de un mes en darme turno para la primera sesión, mis lesiones se multiplicaron tanto que cada mes tenía que volver y cada mes tenía más para quemar. Siempre estaban naciendo nuevas mientras cicatrizaban las machacadas, como en la depilación cuando los pelos agarran un ciclo tal que van creciendo en capas: nunca terminás de estar lampiña. No tenía relaciones porque mis lesiones escapaban a la zona que cubría el preservativo y yo no quería contagiar. Además, las cascaritas me dolían y el aspecto de mi concha se asemejaba al de un zombie sobreviviente del apocalipsis. Estaba tan alejada de mi sexualidad que pensar en tocarme me angustiaba. 

Me senté  frente al espejo, previo cerrar con llave mi cuarto, en la época en que me curaba de mi primera sesión de crioterapia. Había puesto un velador apuntándome y estaba abierta de piernas sin bombacha, lo más cerca del espejo posible. Examinaba, como me había dicho la crioterapeuta, cómo iba el proceso. Eran lesiones mis verrugas nacientes entre las frutillas cascaritas, incontables, incipientes. Entre mis pliegues, entre mis pelos, entre mis lágrimas. Me es imborrable la imagen de verme abierta frente al espejo y no hallarme en mí, de verme llorar abierta frente al espejo.

A la cuarta sesión, mi crioterapeuta se había tomado licencia. Me atendió un hombre. Mientras yo me sacaba la bombacha y me sentaba en la camilla, el tipo me contó que era la primera vez que le tocaba une paciente con vulva, que él sabía de penes nomás. Me aplicó primero el frío con el soplete sin presión, me asustaba pero no quemaba. Y luego con mucha presión. Quemó cosas que no eran lesiones. ¿No querés fijarte vos mejor? No sé si abarqué todas.

Un lente enorme a punto de entrar con un brazo mecánico en mi vagina. La ecografista tenía un rosario colgado del monitor y yo había escondido el pañuelo verde de mi mochila. Me miraba con una ternura morbosa, como si el hecho de que yo estuviera ahí por HPV y no para ver un feto la compadeciera de mí. Había aplicado un montón de lubricante en mi vulva y yo me preguntaba por qué no nos hacían estos estudios cuando ovulábamos en lugar de invadir así mis fluidos. Disculpá, soy alérgica al látex. Ah, no tenemos otro preservativo, ¿vos no tenés uno? Los Skyn salen casi el doble que unos comunes, por suerte tenía uno en la mochila. Una vez forrada y embadurnada, la cámara invadió mi interior, tosca y decidida. Dolía y trataba de relajarme para acompañar la rigidez. La médica miró la pantalla, sonrió, y como anunciando bendiciones, me dijo por ahora no hay lesiones en el cuello del útero.

Cada consulta médica ginecológica fui cambiando de profesional, tratando de encontrar a una coherente. Una no me creyó cuando le conté que sí usaba preservativo en mi cotidianeidad, que si no cómo te contagiaste. Tuve que recordarle yo que el preservativo solo protege un 70%. Pero como siguió sin creerme, me mandó a hacer mil estudios para confirmar que no estuviera infectada de todas las ITS habidas y por haber. Fue solo una aguja más, extracción de sangre y el precio del laboratorio. Limpia. El HPV no salta en análisis de sangre. 

A los 6 meses de crioterapias vanas y de insistir en que me hagan una biopsia para saber qué cepa tenía, otra médica accedió. Me hizo un pap en la primer consulta con ella y me autorizó la biopsia. Un mes más para conseguir turno, me aplicaron anestesia local con una jeringa y con bisturí extrajeron una verruga externa. La aguja me dio miedo pero fue de las experiencias ginecológicas más amenas hasta el momento. Dolió menos que la crioterapia y los resultados dieron negativos: no era HPV, simplemente moluscos virales no malignos. Les mediques me dijeron que debía dejar de tratarme, que había sido todo mala praxis por un diagnóstico erróneo y que ya no era necesario buscar cura. El celibato, al pedo. Me sentí aliviada y estafada al mismo tiempo. Lastimada. Mi abuela me hizo ir a un centro de salud privado con los estudios y me dieron la misma respuesta. Así que decidí confiar en la medicina y remonté de a poco mi vida sociosexual. 

Un solo encuentro con mi ex bastó para cagarla. Era la noche de año nuevo y nos habíamos visto en la fiesta. Me escapé sola del after en la plaza con mis amigas, que me cuidaban de que no caiga de nuevo, y nos mensajeamos para vernos en mi casa. En el camino me desvié varias cuadras para encontrar un kiosco abierto donde comprar forros. Llegué, me bañé la tierra y el sudor de bailar en la plaza, rapidísima, y lo esperé, impecable. Ya nos habíamos sacado la ropa cuando le indiqué dónde estaba la cajita de los Skyn. Me dijo para qué. Él sabía que yo me había curado. Yo no sabía que él no. Como tantas otras veces, cedí. Cuando acabó y sacó su pene de mí, vi una flamantísima y enorme verruga en el tronco. Me indigné y se defendió: hace mucho calor, estoy drogado, qué se yo. Fue la última vez que nos vimos: le grité forro muchas veces y me dejó hablando sola. Dos semanas después una verruga interna, esta vez dentro del canal vaginal, empezó a crecer y molestar. Decidí gestionar otra biopsia, no pensaba someterme a la tortura de las cáscaras frutillas de nuevo, y menos adentro. Luego de meses para conseguir turno me la sacaron, la analizaron y esta vez dio positivo.

¿A cuántes pude haber contagiado en ese periodo de alta? ¿la primera biopsia había dado mal, habían pescado justo una que no era? ¿o yo no estaba contagiada y empecé el año contagiándome? Si hubiese sabido habría seguido eternamente sin relacionarme, sin exponer al mundo a mi viralidad. Cada médica que consultaba no me daba respuestas concretas sobre si podía o no tener relaciones. Si decía que tenía pareja asumían que él ya estaba contagiado, así que qué más da. Que “él” y no “ella”, que habría un “contagiado” y no varies “contagiades”. Su lógica de pensamiento era básica: hetero y mononormie. Y si no tenía pareja estable entonces sí, mientras tenga lesiones, que me abstenga. Y si las lesiones son eternas, tampoco la pavada, nena, no vas a hacer celibato, ¿o sí?

Si la medicina tradicional solo me curaba las lesiones, los síntomas, y no la raíz del problema, si en determinado momento no tenía ninguna lesión ¿debía avisar sobre mi enfermedad cuando tenía relaciones? ¿cuánto tiempo de alta sin lesiones es suficiente para dejar de tener grabado “HPV” en el Curriculum Vitae sexoafectivo?

 

Ilustración: Lusha

 

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