La voz de Fernando Burlando del otro lado del teléfono se escucha dubitativa. Para ser un abogado mediático, en esta entrevista se nota distraído, evasivo. De repente, los ojos de todas las presentadoras y panelistas del programa se abren en una expresión entre espanto y vergüenza ante las palabras que se escuchan en el estudio de televisión. Burlando dice, como intentando no decir: “lo que esgrime (Thelma) Fardín es que existió una relación que llama a su sorpresa, pero digamos que por su propio relato no vemos una categórica y clara negativa”.
A finales del año pasado, la actriz Thelma Fardín, de 26 años, denunció públicamente que cuando tenía 16 años, Juan Darthés -su compañero de elenco de la serie juvenil Patito Feo- y quien para entonces tenía 45 años, la hizo entrar a su cuarto de hotel en Nicaragua, donde se encontraban en una gira de la tira, con la excusa de prestarle el teléfono y, una vez allí, tocó y tuvo relaciones sexuales con Thelma sin su consentimiento. En su relato público sobre la situación, ella cuenta que le dijo dos veces que no.
En el set hay una tensión extraña. Nadie entiende lo que dice Burlando, nadie entiende que hace cinco meses hayamos escuchado a un enfático Juan Darthés repetir hasta el cansancio que la situación relatada por Thelma era directamente falsa y que los hechos no habían tenido lugar y que poco tiempo después la defensa sea que la situación sí sucedió, pero que lo que Thelma, de 16 años en el momento entendió como una violación, para Darthés, de 45, fue sexo consentido.
Burlando dice que “se entiende y entendemos” que al no haber una “categórica y clara negativa”, no podemos hablar de una violación. La periodista Soledad Larghi recuerda que la denuncia de Thelma dice que hubo sexo sin su consentimiento, es decir: violación, ella sola hace esa asociación lógica que a Burlando no le resulta ni tan obvia, ni tan clara.
Uno de los mitos sobre la violación más comunes se sostiene a partir de ignorar que el consentimiento está atravesado por las relaciones de poder, las diferencias de edad, los riesgos potenciales y las palabras o incluso gestos que denotan que no lo hay. Es decir, asegurar que el consentimiento está dado cuando una persona no grita, patalea o corre. Todo lo demás, cualquier otra reacción que denote una negativa: incluso decir que no, pero no hacerlo en un tono violento, sino casi como un ruego, no es suficiente para hablar de una violación.
Esa idea también es característica de la masculinidad violenta y hegemónica, que hasta hace muy poco tiempo era avalada y naturalizada por una sociedad que no se había interesado por deconstruir la noción de que las mujeres dicen no cuando quieren decir sí y que no es necesario pensar en la paridad del deseo o siquiera preguntarse por la disparidad de poder como, en este caso, la edad, para coger con alguien: con que una chica abra las piernas y no grite o intente correr, es señal más que suficiente de una afirmativa para una relación sexual.
La entrevista sigue. Amalia Granata le recuerda, con la cara desfigurada por un gesto de vergüenza, que Thelma tenía 16 años y él 45 años, a lo que Burlando responde que para ese momento Thelma salía con otra persona mayor de edad (Juan Guilera, que tenía 21 años), con lo que “estaríamos hablando de la misma situación”.
Pensar que porque las mujeres y adolescentes tuvieron relaciones sexuales consentidas en el pasado con hombres mayores de edad, eso implica que todas sus relaciones venideras serán consentidas, es exactamente el mismo argumento que los jueces Pablo Viñas, Facundo Gómez Urso y Aldo Carnevale usaron el noviembre pasado para absolver a los acusados por el femicidio de Lucía Pérez. Pero el consentimiento no se puede probar a partir del pasado sexual de una víctima. Ni siquiera hay garantía de consentimiento con una pareja sexual estable, con un novio o con un esposo. El consentimiento no es algo que se firma de manera irrevocable, o que puede darse por sentado a partir de haber existido en el pasado o configurarse en alguna clase de vínculo cercano. El consentimiento requiere de la voluntad y el diálogo de dos (o más) personas que acceden, que dicen que sí y que en cualquier momento pueden decir que no sin que ese cambio de parecer sea ignorado.
La entrevista es un abanico de lugares comunes y mitos sobre la violación y la violencia sexual que buscan que entendamos que Darthes siempre creyó que la situación era consentida, lo que probablemente sea cierto (a pesar de él mismo haber dicho que el hecho no había tenido lugar), pero es absolutamente irrelevante. El presente nos permite pensar el consentimiento teniendo en cuenta la otra versión de los hechos: no basta con que un hombre tenga la intención o la percepción de que lo que está pasando es consentido, es necesario que cuente con el aval de la mujer.
Al escribirlo resulta elemental y obvio. Sin embargo, la realidad, la historia y la ley no han tenido en cuenta el deseo ni el testimonio de las mujeres para hablar de consentimiento y abuso sexual por pensar que los hombres que violan son depredadores sexuales que salen de oscuros callejones con la clara intención de violar a mujeres extrañas e indefensas a pesar de que ellas griten, pataleen y lloren con “una categórica y clara negativa”, contrario a un escenario mucho más común en el que los hombres que abusan sexualmente de mujeres son conocidos, parientes, amigos o cercanos que creen que es sexo consentido, aún cuando del otro lado hay resistencia, negativas, inconsciencia o absoluto silencio y gestos de incomodidad, impotencia y resignación, pero a ellos tampoco les interesa preguntar o preocuparse por la contraparte femenina de la que se están aprovechando.
La defensa de Burlando no es nueva, pero sí lo es la reacción. Él esgrime argumentos de un machismo de manual ante una sociedad argentina que abandona cada vez más lugares comunes y estereotipos misóginos. Las conversaciones sobre consentimiento son más habituales en los medios. Ahora se cuestiona fuerte y públicamente la idea vetusta de que el pasado sexual de las mujeres es importante para hablar de una violación, o que interpretar caprichosamente que hay consentimiento en una situación de tal disparidad de poder es algo “natural” y “normal”. Burlando parece ignorar lo que todas las mujeres del programa entienden con total claridad: que no hace falta una categórica y clara negativa (siempre sujeta a la interpretación que se haga de categórica y clara), que sólo basta con decir que no, expresar incomodidad o temor, para que una situación sexual se detenga. Hasta Amalia Granata lo dice con claridad.