Podría ser una anécdota bastante común: una niña de tres años entra a su sala del jardín de infantes y un compañerito le dice: “¿a que no sos capaz de subirte a una mesa?”, y la niña va y se sube. Después, el mismo niño, sorprendido y duplicando la apuesta, le dice: “¿a que no te animás a atravesar el patio saltando en un pie?”, y la niña levanta el pie, salta y lo cruza de punta a punta. Por último, cansado pero negando la derrota, la desafía: “¿a que no te animás a tocar el piano?”, y la niña va, se sienta en la butaca y toca, solo con su dedo índice, tres canciones. La maestra escucha desde otra sala y pregunta en dónde aprendió esas melodías, la niña responde: “no me enseñó nadie”. La anécdota, a esta altura, ya no es nada común, y tampoco lo es la niña: ella es Martha Argerich.
La editorial Blatt & Ríos acaba de publicar Martha Argerich. Una biografía, libro escrito por Olivier Bellamy con traducción de Silvia Kot. Si bien apareció en librerías en noviembre de este año, su primera edición data de 2010, así que naturalmente estamos ante una biografía que abarca la vida de la más célebre pianista argentina prácticamente desde su nacimiento, 1941, hasta la fecha de su publicación original. De acuerdo con Bellamy, nacido en Marsella en 1961 y un estudioso de la música clásica, existe un origen particularmente misterioso en la infancia de los músicos genios: todxs quieren encontrar ese momento en que el input, en términos chomskianos, aparece en la vida de cada uno de ellos y no hay vuelta atrás. Pero nadie conoce en realidad el desarrollo de esa mente: si a los tres años Martha Argerich podía interpretar tres canciones, ¿cuál habrá sido la primera melodía que recorrió su interior? Y si el alcance de su memoria resulta una cualidad extraordinaria, ¿en qué momento habrá empezado a relacionar palabras con notas musicales?
Bellamy no intenta proveernos de una respuesta inequívoca, sino que deambula, como lo hizo la misma Argerich, por América, Europa y Asia, entre una familia que migró, fue motor de su carrera y al mismo tiempo la asfixió; hasta sus amores. Sus amores incluyen a sus tres hijas, con quienes Martha dice que tuvo que practicar eso de la maternidad, algo que nunca se le dio con mucha facilidad, e iba de la negación a la obsesión.
De hecho, esta constelación tan particular entre hijas y madre se puede ver también en Bloody Daughter, el documental que filmó Stephanie, la hija menor de Argerich. Ahí, una Martha en pijama se ve ante la pregunta de por qué Lyda Chen, la hija mayor, vivió en un orfanato hasta los ocho años y no con ninguna de ellas. Bellamy, por otro lado, no adorna ninguno de estos sucesos. El libro cuenta cómo Lyda fue criada durante sus primeros meses por la abuela, ya que su padre, el director de orquesta Chen Liang Shen, no tenía permiso para instalarse en Suiza y cómo es la misma abuela la que la secuestra del hospital para impedir que se la lleve a vivir con él, ocasionando, al mismo tiempo, un gran problema legal para Argerich.
Son tres hijas y también tres las veces que Argerich confiesa haber tenido que practicar una obra la noche anterior a salir al escenario. Se ríe y piensa en Lyda, Annie y Stephanie: “necesité muchos ensayos para lograrlo”. Dice Bellamy que en Argerich prima lo humano antes que lo mecánico, que muchas veces ha plantado bandera para no volverse “una máquina que toca el piano”. Y de hecho, esto es por lo que se la critica durante varios años en su juventud, cuando se rebela a esa rutina prácticamente militar a la que eran sometidos sus colegas. De los hombres dijo una vez: “al mismo tiempo que me dan caviar, me quitan el pan”, como una respuesta a su intolerancia sobre la metáfora amorosa en el acercamiento romántico, algo que le resulta poco creíble y antinatural.
Argerich encontró en la música de compositores rusos el amor por lo fantástico, además de que su lenguaje, captado por primera vez en el tocadiscos de su casa en Buenos Aires, le era familiar. Hacia el final de su gira por la URSS, habiendo terminado el último concierto de Leningrado, Juanita, su madre, a quien le debe tanto y le reprochó lo mismo, muere. A partir de ese hecho suceden dos cosas: por un lado, Argerich se esfuerza en recordar pequeños tesoros de su juventud, como por ejemplo, la única comida que Juanita aprendió a cocinarle mientras estaba embarazada de Lyda, carne al curry. Por otro lado, aparece una nueva figuración sobre su cuerpo, que tendrá su pico en el descubrimiento de un cáncer por el cual se someterá a varias operaciones y no “batallas”, porque la enfermedad, como dice Sontag, se enfrenta mejor sin metáforas. El tratamiento pasó por distintas etapas, primero tuvieron que extirpar el melanoma del muslo, algo que la pianista vivió como una mutilación. Un año después, en 1995, fue necesario realizar una nueva operación, lo que llevó a Martha a cancelar todos sus compromisos y a mudarse al que había sido el departamento de Juanita en París.
En 1996, el cáncer volvió, esta vez con una metástasis afectando el pulmón. Martha decidió viajar a Washington, Estados Unidos, para ser tratada por un equipo de especialistas. Después de la insistencia de Argerich, y ante la advertencia de daños colaterales en los músculos luego de la intervención, los cirujanos accedieron a que realizara una mímica en el escritorio como si estuviera tocando el piano: así verían que ella tenía razón, que una pianista necesita de todo su cuerpo para tocar. ¿El resultado? Ambos médicos reemplazaron sus propios instrumentos por otros más “artesanales” para generar el menor daño posible.
Si el genio no es otra cosa que la infancia recobrada a voluntad, como dice Baudelaire en el epígrafe del libro, habría en Martha, Marthita o Maluta (como la llaman en Japón) una música propia que detiene el tiempo y, a su vez, que escapa de las clásicas trampas de la nostalgia. Esta música comenzó quién sabe cuándo pero se manifestó bien clara ante el desafío infantil en el jardín de infantes, y resuena en términos de la poeta rusa Marina Tsvetáieva, cuando habla de palabras mágicas que antes de decir ya han significado. Tsvetáieva dice que esa magia radica en la sonoridad, son palabras del oído, vinculadas al lenguaje de los animales, al de los niños y al de los sueños.
Según Annie Dutoit, la segunda hija de Argerich y fruto de la relación con el director de orquesta Charles Dutoit, su madre aprendió el tercer concierto de Prokofiev entre sueños, mientras la amiga María Rosa Oubiá de Castro (“Cucucha”) lo practicaba durante el día en Ginebra, allá por 1957. ¿La prueba? Durante la noche, la bella durmiente despertó sola, fue hasta el piano que compartían en el departamentito y lo tocó con la misma nota falsa que su compañera.
Cuando Argerich responde sobre quiénes son sus heroínas, menciona a su madre, a Marie Curie pero también a todas aquellas mujeres desconocidas del mundo. Mujeres que, habiendo leído esta biografía, unx puede imaginar que sean las que les cocinen curries a sus hijas, las que ensayan y no lo logran, las que pierden sus derechos y conquistan otros y que, a pesar del miedo escénico, llegan al escenario tarde y descalzas, como Martha Argerich alguna vez lo hizo, para decirle a su compañero, después de una pelea y con una sonrisita: “Hola, ¿todo bien?”