Desde hace algunas semanas los debates sobre la vida (para nada) íntima de ciertas figuras mediáticas nos remontan a la hiperinflación de los discursos sobre las prácticas sexuales a la que nos hemos habituado y de la que también somos carne. Aunque el universo de las relaciones de las personas ricas&famosas habita las pantallas empobrecidas de contenidos desde hace tiempo, pocas veces el sexo fue tan público, tan generalizado, tan granhermanizado. Las formas de las sexualidades y de los vínculos están detonadas en cualquier abordaje, sea en grupos de amigues, en el trabajo, en la tele o al interior de la sacralizada pareja. Y estas formas del sexo a las que nos referimos son, a la vez, mediadas por quienes miran o consumen, que construyen ideas y opiniones, que comparan, se ponen la gorra o festejan. La intimidad es asunto de estado, de prensa, de libros, de ciencias, y la “vida personal”, que en teoría pertenece a un ámbito separado, cuidado, de repente ocupa todos los espacios, incluso los políticos. Porque el mundo de las relaciones personales/íntimas/sexoafectivas, ese refugio prometido, es tan endeble que lo que allí sucede se desparrama en la vida social y laboral, donde también se enchastra.
La sexualidad está organizada como un régimen de poder que alienta y recompensa a algunas personas y prácticas, mientras castiga y suprime otras. Juicios de valor sobre hechos, fantasías y supuestos pueblan nuestros imaginarios. Porque para este sistema político de matriz monogámica, finalmente, tener menos sexo con menos personas y de determinada forma es más virtuoso. Así, los debates se dispersan en una paleta de grises donde eso que es estructural no parece estar en discusión y, sin embargo, los deseos insisten contra la pareja, la propiedad sobre los cuerpos y la exclusividad. Por eso se construyen telenovelas, como la que estamos siguiendo hace semanas, en las que los roles están fijos pero los personajes que los encarnan rotan. ¿Quién no fue alguna vez amante, engañade, pata de lana, mete cuernos, negadore, arrepentide o escarnio?
Trekking sobre la pirámide de la respetabilidad
Treinta años tiene el gran texto de Gayle Rubin que enriquece cada columna. En Reflexionando sobre el sexo, analiza ciertos elementos acerca de lo que denomina injusticia erótica y opresión sexual. Por ejemplo, sostiene que el sexo no existe antes de la vida social sino que se constituye y performatea en ella. Que toda una constelación de prácticas sexuales abona al privilegio de la cultura heterocis y opera a diario para mantenerlo. Porque un sistema jerárquico de las sexualidades y sus derivados fractura el mundo social y traza fronteras entre lo que es respetable y lo que no. En la cumbre de la respetabilidad sexual, encontramos la heterosexualidad monógama, reproducida, rica y blanca —porque se trata de un imaginario a priori racializado—. La imagen típica de la familia exitosa que aparece en la tapa de la revista Caras, el matrimonio blanco, rodeado de niñes rubios con un fondo de jardín tupido, el deck y la piscina envidiable: promesa de felicidad. Y tanto más adecuado si quienes habitan la cima tienen cuerpos hegemónicos, no solo blancos sino delgados, atléticos y capacitados, más vale, cuerpos que aparentemente practican la intimidad del sexo con decoro y en casa. Porque más allá de que esté de moda coger mucho y coger bien, acumular amores y acumular ganado, pareciera que hay mucho más discurso que sexo, más policía que diversión.
Debajo de la cumbre en la pirámide de la sexualidad y los vínculos, están las personas heterosexuales pero sin pareja estable; descendiendo están gays y lesbianas con trabajo, casa y pareja digna, y más abajo están precarias, promiscuas, disidentes, nb, trans y, por supuesto, trabajadoras del sexo y practicantes de otras formas del placer, como el bdsm. Según qué sitio de la pirámide se alcanza, se atribuye más o menos respetabilidad; y desde ese lugar, algunes construirán alianzas insospechadas y otres tendrán una vara con la que medirán lo que hace el resto de manera despótica, desigual e incluso desmemoriada.

Las políticas del respeto domestican y estigmatizan los corrimientos, las desobediencias; juzgan públicamente la intimidad, hacen foco en la vida privada y construyen sanciones severas contra las prácticas que no se adecuan a ellas. Estas costumbres sociales que sostienen el privilegio heterocisnormativo en la cumbre de la pirámide, otorgan estructuras de comprensión y orientación para las prácticas donde heterosexualidad, pareja, monogamia y reproducción no solo se constituyen como coherentes, obvias y naturales, sino que se configuran como deseables: más promesa de felicidad. Así, ocupar los sitios supremos de la cima es un logro moral ejemplificador y alcanzarlo es a costa de silenciamientos, cancelaciones y tachaduras, tanto de otras personas como de otras prácticas, pero también de los propios deseos.
¿Quiénes seremos nosotres para juzgar?
Esta cultura heterocis que estructura el sistema de fractura y jerarquización sexual se refuerza y performatea constantemente en la hiperrepresentación de sí misma: casi todo lo que aparece y se gesta en las industrias culturales corresponde a este orden. Así, como decíamos, la pareja aparece como un objeto feliz. Una meta obligada de exigencias y de realización personal, como la reproducción y la afectividad (tener hijes y que te quieran bien).
Entre tanto, este camino a la felicidad configura marcos de enunciación e inteligibilidad específicos como la blanquitud, la heterocissexualidad, la monogamia y el recato que determinan las condiciones de respetabilidad del resto de las sexualidades posibles. Una cultura heterocis que produce formas legítimas (e ilegítimas) de amor y de amantes, que formatea los vínculos y las existencias, que determina incluso el ejercicio de la ciudadanía. Por eso los públicos aplauden y festejan y tiran arroz y hacen regalos ya dispuestos en las listas de casamientos. Y por eso también se callan las fisuras, se ocultan los deseos, se miente en público: porque es necesario conservar el objeto feliz pareja en la cumbre de la cumbre, cuidar a les hijes y mantener la imagen familiar.
Incluso tensando las fibras del amor romántico, se espera encajar arribita en la respetabilidad, ¿quién quiere que la vean como una zorra, una rompehogares? ¿A qué costo? Se espera que los deseos que nos habitan (más allá incluso de las desconfianzas que esto nos puede provocar) se molaricen en una sola persona que los condense y satisfaga. Se aspira a la monogamia y, si no funciona, se sale a la búsqueda de otra: haciendo de la vida sexual una serie sucesiva de monogamias desafortunadas. Se pretende una pasión por el respeto que a la vez se despliega como una condición de vinculación aunque su materialización #real esté fuera del alcance de la mayoría. Y eso es lo que consideramos que de alguna manera está implosionando con esta telenovela: no hay nada más deseado y menos eficaz que la monogamia. La monogamia, en tanto exclusividad sexual y vincular sostenida en el tiempo, nace pero no llega a serlo. Y sin embargo insistimos.
La monogamia es un sistema, una forma de pensamiento que determina nuestras prácticas sexo-afectivas, nuestras relaciones amorosas y permea cualquier otro tipo de relación, por ejemplo las amistades. Un sistema que nos dicta cómo, cuándo y de qué manera amar, que moldea qué circunstancias son motivo de tristeza, de alegría, de rabia, incluso qué nos tiene que doler y qué no. En este sentido opera, en un extremo, una trama a favor del ocultamiento, de la “trampa y la huampa”, y en el otro triste extremo, la trama del pinkwashing de la poligamia.
La infidelidad es tema de debate entre amigues, compañeres, grupos de vecines, en la ciencia, en la academia. Así como aprendemos la monogamia, aprendemos a lidiar con sus fisuras. Aprendemos de pactos y validaciones, de terapia de parejas, de desliz, de no va a volver a pasar, de perdón, de amor verdadero, de lo vamos a seguir intentando. Incluso las formas del deseo que no implican el encuentro de los cuerpos, como los intercambios por chats, son sufridas como formas de la infidelidad. En el sistema monógamo el problema no es la práctica sino la obligatoriedad y sus tantísimos derivados,como la acusación de otras formas vinculares como inmorales, indecentes y hasta peligrosas; una suerte de violencia representacional que tritura todo y aporta poco. Por eso, si de etiquetar se trata, la monogamia merece una Ley de etiquetado frontal para relaciones que advierta sobre su contenido de negación, hipocresía y doble moral, cosa de dolernos menos cuando se nos rompe el encanto.
¿Podremos?
¿Son posibles otras vidas afectivas, eróticas, que puedan devenir/ser públicas en la medida en que son accesibles, vivibles? ¿Podemos desear infidelidad para aquellos imaginarios sexuales que tanto nos obturan y violentan? ¿Existe la chance de abrir fisuras y producir otras ficciones del deseo, del afecto?
Pensar, desear, actuar, aún, contra une misme.
Como afirma la europea Brigitte Vasallo, la monogamia no se desmonta cogiendo más, ni enamorando a más, ni siendo objeto de deseo de muches, ni expandiendo la acumulación de personas cual frontera extractiva (agregamos nosotres). Se podría desmontar, en todo caso, haciéndonos cargo de que así las cosas están compli, que estamos mirando para el otro lado y que quizás es hora de trascender algunos de los debates que nos entrampan para tratar de conducirlos hacia otros seguramente más incómodos, incluso dolorosos, pero más coherentes en torno a la posibilidad de construir vínculos que nos permitan afectarnos más y mejor.
¿Podrán? ¿Podremos?
*Sexo en público es un texto de Lauren Berlant y Michael Warner, de Sexualidades Transgresoras. De cuando copeteamos con elles y nos atragantamos con de todo en el bar.
La ilustración principal es una interpretación de “Deal Breaker” de Penny Slinger, 1977.