En esta época plagada de malestar, un contexto de polarización política, de grietas sin matices, de crisis económica, ambiental y sanitaria que nos enfoca en el imperativo de la supervivencia; en un contexto contingente y con tendencia a la pérdida, ¿qué tiempo nos damos para el experimento sensible, la pausa desautomatizante, las preguntas incómodas? ¿Cómo se nos instaló que estas inquietudes no son vitales? ¿Acaso esta crisis es una posibilidad para romper con el omnisciente deseo nostálgico de volver a la normalidad? ¿Existe un sitio deseable al que volver?
En la complejidad de la existencia contemporánea, saqueada en todos los frentes desde antes de esta pandemia que nos atraviesa, nos apegamos a horizontes políticos que muchas veces coartan nuestros imaginarios sexuales. Así, las políticas sexuales se fueron encorsetando en una serie de derechos que los estados reconocen para moderar algunas opresiones históricamente vividas por diferentes colectivos, pero que terminan por limitar la lengua del sexo, y hablan por ella. Sabemos que la legislación en materia de derechos sexuales es resultado de una puja de posiciones, de intereses, de perspectivas; y creemos que discutir al respecto es tan urgente como tensionar acerca de las matrices que las sostienen. ¿Por qué los debates actuales sobre el sexo más que abrir posibilidades e imaginarios fijan identidades, prácticas y movimientos? ¿Por qué nos hacen tanta ilusión las leyes cuando tienden a sedimentar sentidos en vez de potenciar y multiplicar horizontes sexuales? ¿Por qué estamos tan obstinades en pedirle regulación al estado?
Discutir las opresiones y sus enraizamientos implica también objetar las morales que las legitiman y potencian. Los conceptos de ciudadanía, derechos y libertades esconden bajo una apariencia honrosa —y difícil de cuestionar— una clasificación de la respetabilidad que va determinando qué formas de la vida tienen cabida y cuáles son los requisitos de accesibilidad para ser parte de esa ciudadanía. Un sistema de poder social y económico establece qué vidas entran en el marco regulador de derechos y qué vidas no. Y esto tiene un fuerte presupuesto moral que genera un corrimiento entre reclamar y luchar por algo así como más libertades sexuales hacia pedirle al estado el reconocimiento y la respetabilidad de prácticas y vidas que nunca lo serán, ni siquiera para algunos feminismos. Entretanto, las celebraciones y fiestas por las conquistas de derechos ocurren mientras avanza la ofensiva de políticas que pretenden acabar con la industria del sexo, y negociar con la clandestinidad, teniendo como estandarte las luchas contra la trata y la explotación sexual. Esa tendencia política conocida como abolicionismo, legitimada por algunos feminismos y financiada con programas públicos y fondos internacionales, ha librado las peores batallas contra les trabajadores sexuales mediante mecanismos que debieran resultarles por lo menos polémicos: criminalización, violencia institucional, victimización, vigilancia, represión, censura. En fin, la hipocresía.
¿Por qué entonces es menester pensar en clave prosexo?
Copypegando a val flores, Prosexo es una identificación política que emerge en las llamadas “guerras del sexo” en Estados Unidos en los años ´80, representando las disputas entre feministas antipornografía, antiprostitución y antisadomasoquismo y las feministas prosexo y anticensura, y aunque en nuestro contexto es un término que casi no circula habitualmente en el discurso feminista, nosotras nos reconocemos como tales porque significa sostener una política libertaria sobre los derechos sexuales, el trabajo sexual, la censura y la libertad de expresión, la industria del sexo, el material sexual para adult*s, la elección y la libertad sexual. Significa reconocer las actitudes y políticas anti-sexo, la hipocresía y los pánicos sexuales que tiñen el modo en que la sexualidad es analizada en los medios, en las instituciones, en el estado, e incluso dentro de las comunidades lgtttbi y feminista.
Hablar de sexo desde una perspectiva interseccional potencia el ejercicio de la pregunta como sabotaje. Politizar, kuirizar las sexualidades y las vidas puede inestabilizar algunas certezas que sostenemos y nos sostienen, pero aun así insistimos en estas prácticas desfosilizantes. Implica preguntarnos acerca de los modos en que la sociedad heterocispatriarcal y racista asigna privilegios, tamiza prácticas sexuales con un decálogo moral y aplica medidas punitivistas sobre los cuerpos.
El Plan Nacional contra la Trata y las cláusulas de Only Fans
Por ejemplo, en estos días asistimos a dos acontecimientos que profundizan algunas de las prácticas punitivas que podrían pasar piola, sin mayor análisis: el lanzamiento electoral desde la Jefatura de Gabinetes de Ministros del llamado Plan Nacional contra la Trata y, por otro lado, la amenaza de nuevas cláusulas de sitios de publicación de contenido sexual y erótico, como OnlyFans, que a razón de “preocupaciones de inversores y banqueros”, iban a restringir los contenidos posibles de ser publicados. Aunque la empresa dio marcha atrás a estas cláusulas con argumentos bastante endebles, la vigencia en Estados Unidos de las leyes FOSTA y SESTA desde el 2018 hace que estas medidas restrictivas estén siempre latentes, dado que la mayoría de las plataformas que se utilizan (redes sociales y apps) están regidas por legislaciones norteamericanas que aplican a nivel global en tanto regulación de contenido.
Pensar en clave prosexo nos propone reflexionar acerca de las implicancias que este tipo de movimientos tiene sobre las vidas singulares e incluso colectivas. Si las políticas antitrata han condicionado y cercenado el ejercicio del trabajo sexual, podemos sospechar que una reedición de este programa, de la mano tan luego de Gustavo Vera, no hace más que complejizar el escenario. Y si en un contexto de clandestinización, sumado al confinamiento y al higienismo que implica la pandemia, los sitios y aplicaciones —que son recursos para el ejercicio del trabajo sexual— funcionan bajo amenaza constante de censuras por estas políticas que aplican los monopolios de la imagen, así como por denuncias que hacen algunes usuaries so pretextos morales, el margen para las prácticas sexuales está cada vez más cercado.
Poner foco en estos modos del mirar es también una invitación al debate, a desnaturalizar los análisis que hacemos de las políticas y prácticas sexuales que regulan y hasta aniquilan algunas formas de la existencia; una invitación a ampliar los horizontes eróticos, sexuales y corporales, a habitar lo impredecible, lo disperso, la experimentación, otros temblores, contra todo pánico moral.
La imagen de portada es una interpretación de la obra de Wangechi Mutu “Intertwined” (2003)